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CAMINANDO CON MARIA Pedro Sergio Antonio
Donoso Brant MARIOLOGIA - BIBLIOTECA DOCUMENTOS EXTERNOS |
LA INMACULADA
CONCEPCIÓN |
por Pedro de Alcántara Martínez, o.f.m. «Dios inefable, (...) habiendo previsto desde toda la
eternidad la ruina lamentabilísima de todo el género humano que había de
derivarse de la culpa de Adán, y habiendo determinado, en el misterio
escondido desde todos los siglos, culminar la primera obra de su bondad por
medio de la encarnación del Verbo (...), eligió y señaló desde el principio y
antes de todos los siglos a su unigénito Hijo una Madre, para que, hecho
carne de ella, naciese en la feliz plenitud de los tiempos; y tanto la amó
por encima de todas las criaturas, que solamente en ella se complació con
señaladísima benevolencia (...)». Como nos indican las anteriores palabras de Pío IX, la
concepción inmaculada de En los albores de la creación, luego que Adán pecó
seducido por Eva, arrastrándonos a todos al misterio de tristeza, al pecado,
quiso Dios enviarnos un mensaje de esperanza: una mujer llevaría en brazos al
hombre que había de quebrantar la cabeza de la serpiente; una mujer quedaría
íntimamente asociada al Redentor en una lucha que había de terminar con la
derrota satánica. Si el demonio engañó al hombre por la mujer, la mujer
debelaría al demonio por el hombre y con el hombre. No era ya noche, sino que comenzaban los levantes de la
aurora, la plenitud de los tiempos, cuando el ángel se acercó a una virgen de
Nazaret, en Galilea, y le dijo: «Alégrate, la llena de gracia, el Señor es
contigo». Dijo Dios a la serpiente: «Pondré enemistades entre Ella y
tú». Y ahora el ángel, como un eco, penetrando en el alma de María a través
de sus claros ojos, la saludaba de gracia llena. Pero ¡es tan obscuro todo esto! Apenas si luego se podía comprender
más, cuando vino Cristo al mundo y la Revelación se hizo
palpable. Los primeros hombres que le contemplaron fueron pastores rudos. Le
vieron en una gruta, recién nacido, clavel caído del seno de la aurora,
glorificando las pobres briznas de heno, cual rezó Góngora en su delicioso
villancico. Le miraban con ojos redondos, absortos, llenos de un asombro
sencillo y elemental. Estaba en brazos de Ella, Madre de Dios, circundada por
un halo de celestial ternura. Otro día las pajas del heno se habían transformado ya en
leños duros y clavos atormentadores. Los labios de Él bebían sangre, sudor y
lágrimas en lugar de blanca leche bajada del cielo. Ella estaba de pie,
sufriendo, rodeada por un velo negro de severo dolor: Madre de Dios, Corredentora... Las mentes de los Santos
Padres primero, de los teólogos medievales después, fueron desentrañando el
significado de tales palabras. Comprendieron el llena de gracia a la luz del
pesebre y el pondré enemistades al fulgor del Calvario. Fueron comprendiendo
que la dignidad de Madre de Dios está reñida con todo pecado; que su oficio
de corredentora exige la inmunidad de la mancha original, a fin de poder
merecer dignamente, con su Hijo, liberarnos de Cuando la Iglesia tuvo plena, formal, explícita conciencia
de que la limpia concepción de María era doctrina contenida en la Revelación
y, por tanto, objeto de fe, pasó a definirla como tal. Y nos dijo Pío IX:
«Declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y, por
consiguiente, que debe ser creída firme y constantemente por todos los
fieles, la doctrina que afirma que Así, con toda la densidad de concepto -cada palabra
encierra una indispensable idea- y con toda la sobriedad de estilo -dureza y
línea escueta- propias de una definición dogmática, venía el Papa a
enseñarnos que Para llegar a entender plenamente estas palabras con toda
la preñez de sentido histórico que contienen, sería menester remontarnos a
los principios de las disputas teológicas sobre la Inmaculada; sería
necesario desempolvar infolios sin término, recorrer el proceso de las ideas
que fueron a desembocar en el cuadro justo de la definición dogmática. Porque
si bien el sentimiento del pueblo cristiano proclamaba fuertemente la
inocencia de la Madre de Dios, si a todos era manifiesta la conveniencia de
atribuir a María tal privilegio, los teólogos, que representan en la Iglesia
el papel de la razón, a la que corresponde la a veces enojosa tarea de frenar
impulsos sentimentales carentes de fundamento objetivo, de medir críticamente
los motivos de asentimiento a una cualquier doctrina o los de su repulsa, los
teólogos, decimos, no sabían cómo conciliar dos cosas aparentemente
contradictorias: la gloria de Cristo y la pureza de su Madre. Estaban claros los términos del problema: Cristo es
redentor del género humano, su gloria brota de ¡Gloria de Cristo!... ¡Pureza de María!... Claro que todas estas cosas, en apariencia
distantes, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, el ser
y la nada, la bondad y el pecado, la fuerza y la flaqueza, se unen siempre
por un aglutinante de ilimitada potencia: el amor. Cuando Duns Escoto formula la
definitiva solución del problema lo hace con trazos sencillos. Podría
resumirse así: es más glorioso para Cristo preservar a María que extraerla
del pecado; sufrir en la cruz para evitar que contrajese la culpa que no para
limpiarla después de manchada, pues ello encierra un beneficio mucho mayor.
Los escolásticos, ya lo sabemos, no eran amigos de ciertos aspectos
sentimentales del querer y no prodigan la palabra «amor», sino que se atienen
a describirlo con macizos conceptos, a desentrañar su esencia. Tenían que
venir los Pontífices a Aviñón y esparcirse por Europa el gusto de lo
provenzal; tenía que venir Lulio a escribir
teología y filosofía en forma de novela, de poema, de apólogo. Las fórmulas
escuetas se llenarían de colorido y de sentimiento palpitante, se
describirían los amores divinos con palabras entrañablemente humanas, hasta
que el barroco, rebasando toda medida y pisando los umbrales de la
irreverencia, no se hiciera de melindres al comparar a la Virgen con Venus o Juno y a Jesucristo con un fiero Marte o un Cupido
travieso. La preservó del pecado porque la amó más que a nosotros, a
Ella, bendita entre las mujeres. Pero vamos más allá. El hecho de la preservación de la
culpa es sólo uno de los aspectos de la gracia inicial de Murió Jesucristo en la cruz no solamente para preservarla
de la culpa, sino para darle toda la gracia y la hermosura de que era capaz,
para hacer de Ella la perfecta mujer. La amó, se dio a Ella en el dolor para
hacer de Ella perfecta Madre, la perfecta compañera en la obra redentora. La doctrina inmaculista
sobrepasa en belleza a toda consideración humana. El amor y la hermosura
alcanzan cumbres no logradas por Platón ni por el Renacimiento, ni mucho
menos por los vacíos estetas de nuestro inconsistente mundo actual. La mayor
gloria de Cristo se cifra en la belleza espiritual de una mujer -madre y
compañera-. Su sangre dio fruto perfecto al injertarse en las venas de la
raza humana, en una mujer. Cristo, en una palabra, nos enseñó cómo se ama a
la mujer. La mujer no es para el hombre, discípulo de Cristo,
solamente una compañera en el oficio de procrear y de educar los hijos, o en
la tarea de llevar serena y acompasadamente las cargas de Nos enseñó Cristo que amar es darse. Vino al mundo para
darnos la gracia, pero nos la dio de su plenitud; a comunicarnos lo que Él
era. Hijo de Dios, vino a darnos una participación de su filiación divina.
Dios hecho carne, vino a divinizar la carne nuestra. Estábamos en pecado,
carentes de gracia y de hermosura, llenos de horror y fealdad, y vino a
regalarnos de la suprema belleza que es Él. Y a María en sumo grado. Fue divinamente bella en
intensidad -más que toda criatura- y en extensión temporal, siempre, siempre
limpia, sin que en momento alguno fuese manchada. Pero este darse se realiza en cruz. Se abren los brazos y
se abre el corazón, mas los brazos quedan prendidos por los clavos y el
corazón es rasgado por una lanza. Después de la culpa es ley que el amor
florezca en dolor; que el darse cueste dolor; que el darse entrañe
sacrificio. Antes del pecado era goce, reflejo del goce inefable inherente a
ese darse continuo que constituye la vida interna de
Cristo pudo comunicarse a nosotros, darse, en goce. Pudo
redimirnos con un solo acto de su voluntad, pero quiso ser igual a nosotros,
obedeciendo a la ley del amor, que es asimilativa; quiso experimentar hasta
lo sumo lo que nos cuesta a nosotros amar de veras -sufrir, morir-; quiso
beber hasta las heces el cáliz del verdadero amor. Y el fruto acabado de tal
dolorido amor fue la mujer perfecta. Se entregó a Ella en dolor no solamente
para salvarla de la culpa, sino para preservarla, para darle una pureza y una
santidad totales. Y éste es, sencillamente, el paradigma. Cuando el Espíritu
Santo quiere enseñar a los hombres cómo deben amar a las mujeres, inspira a
San Pablo aquellas palabras: «...como también Cristo amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella, para santificarla..., a fin de hacerla aparecer
ante sí gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa
e inmaculada». Nosotros podemos concretar esta doctrina en La mujer es para el hombre, ante todo, un contenido de
valores espirituales a perfeccionar mediante Y el ideal de la mujer, María. Aspire la mujer a parecerse
a Ella en la plenitud de la pureza y de Sueñe el hombre a la mujer que Dios le depare cual otra
María. Si los hombres se dejan invadir por el hálito divino que irradia la
figura de María, si la graban fuertemente en su corazón, si comprenden que
Ella es la Mujer, la bendita entre las mujeres, el prototipo de lo femenino,
verán cómo su luz ilumina y transforma las figuras de todas las mujeres -las
madres, las novias, las esposas, las hijas-, las idealiza, las endiosa. Y
entonces el hombre tendrá fuerza para sacrificarse por la mujer como Cristo se
sacrificó por María, hasta hacerla aparecer gloriosa de inocencia, de
santidad, de fecundidad espiritual. Pedro de Alcántara Martínez, O.F.M.,
Tomo IV, Madrid, Ed. Católica
(BAC 186), 1960, pp. 564- 571 |
CAMINANDO CON MARIA Pedro Sergio Antonio
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