Catequesis de Su Santidad Juan Pablo II
Sobre la Virgen Maria
LA
INMACULADA CONCEPCIÓN
1.
En la reflexión doctrinal de la
Iglesia de oriente, la expresión llena de gracia, como
hemos visto en las anteriores catequesis, fue interpretada, ya desde el siglo
VI, en el sentido de una santidad singular que reina en María durante toda su
existencia. Ella inaugura así la nueva creación.
Además
del relato lucano de la
Anunciación, la Tradición y el Magisterio han considerado el
así llamado Protoevangelio (Gn 3, 15) como una fuente escriturística
de la verdad de la Inmaculada Concepción de María. Ese texto, a
partir de la antigua versión latina: «Ella te aplastara la cabeza», ha
inspirado muchas representaciones de la Inmaculada que aplasta la serpiente bajo sus
pies.
Ya
hemos recordado con anterioridad que esta traducción no corresponde al texto
hebraico, en el que quien pisa la cabeza de la serpiente no es la mujer, sino
su linaje, su descendiente. Ese texto por consiguiente, no atribuye a María
sino a su Hijo la victoria sobre Satanás. Sin embargo, dado que la concepción
bíblica establece una profunda solidaridad entre el progenitor y la
descendencia, es coherente con el sentido original del pasaje la
representación de la
Inmaculada que aplasta a la serpiente, no por virtud propia
sino de la gracia del Hijo.
2.
En el mismo texto bíblico, además se proclama la enemistad entre la mujer y
su linaje, por una parte, y la serpiente y su descendencia, por otra. Se
trata de una hostilidad expresamente establecida por Dios, que cobra un
relieve singular si consideramos la cuestión de la santidad personal de la Virgen. Para ser la
enemiga irreconciliable de la serpiente y de su linaje, María debía estar
exenta de todo dominio del pecado. Y esto desde el primer momento de su
existencia. A este respecto, la encíclica Fulgens
corona, publicada por el Papa Pío XII en 1953 para conmemorar el centenario
de la definición del dogma de la Inmaculada
Concepción, argumenta así: «Si en un momento determinado la
santísima Virgen María hubiera quedado privada de la gracia divina, por haber
sido contaminada en su concepción por la mancha hereditaria del pecado, entre
ella y la serpiente no habría ya -al menos durante ese periodo de tiempo, por
más breve que fuera- la enemistad eterna de la que se habla desde la
tradición primitiva hasta la solemne definición de la Inmaculada
Concepción, sino más bien cierta servidumbre» (MS 45
[1953], 579).
La
absoluta enemistad puesta por Dios entre la mujer y el demonio exige, por
tanto, en María la Inmaculada Concepción, es decir, una ausencia
total de pecado, ya desde el inicio de su vida. El Hijo de María obtuvo la
victoria definitiva sobre Satanás e hizo beneficiaria anticipadamente a su
Madre, preservándola del pecado. Como consecuencia, el Hijo le concedió el
poder de resistir al demonio, realizando así en el misterio de la Inmaculada
Concepción el más notable efecto de su obra redentora.
3.
El apelativo llena de gracia y el Protoevangelio, al atraer nuestra atención
hacia la santidad especial de María y hacia el hecho de que fue completamente
librada del influjo de Satanás, nos hacen intuir en el privilegio único
concedido a María por el Señor el inicio de un nuevo orden, que es fruto de
la amistad con Dios y que implica, en consecuencia, una enemistad profunda
entre la serpiente y los hombres.
Como
testimonio bíblico en favor de la Inmaculada
Concepción de María, se suele citar también el capitulo 12
del Apocalipsis, en el que se habla de la «mujer vestida de sol» (Ap 12, 1).
La exégesis actual concuerda en ver en esa mujer a la comunidad del pueblo de
Dios, que da a luz con dolor al Mesías resucitado. Pero, además de la
interpretación colectiva, el texto sugiere también una individual cuando
afirma: «La mujer dio a luz un hijo varón, el que ha de regir a todas las
naciones con cetro de hierro» (Ap 12, 5). Así, haciendo referencia al parto,
se admite cierta identificación de la mujer vestida de sol con María, la
mujer que dio a luz al Mesías. La mujer¬comunidad
esta descrita con los rasgos de la mujer¬Madre de
Jesús.
Caracterizada
por su maternidad, la mujer «está encinta, y grita con los dolores del parto
y con el tormento de dar a luz» (Ap 12, 2). Esta observación remite a la Madre de Jesús al pie de
la cruz (cf. Jn 19, 25), donde participa, con el alma traspasada por la
espada (cf. Lc 2, 35), en los dolores del parto de la comunidad de los
discípulos. A pesar de sus sufrimientos, está vestida de sol, es decir, lleva
el reflejo del esplendor divino, y aparece como signo grandioso de la
relación esponsal de Dios con su pueblo. Estas imágenes, aunque no indican
directamente el privilegio de la Inmaculada
Concepción, pueden interpretarse como expresión de la
solicitud amorosa del Padre que llena a María con la gracia de Cristo y el
esplendor del Espíritu. Por ultimo, el Apocalipsis invita a reconocer mas particularmente la dimensión eclesial de la
personalidad de María: la mujer vestida de sol representa la santidad de la Iglesia, que se realiza
plenamente en la santísima Virgen, en virtud de una gracia singular.
4. A esas afirmaciones escriturísticas,
en las que se basan la
Tradición y el Magisterio para fundamentar la doctrina de la Inmaculada
Concepción, parecerían oponerse los textos bíblicos que
afirman la universalidad del pecado.
El
Antiguo Testamento habla de un contagio del pecado que afecta a «todo nacido
de mujer» (Sal 50, 7; Jb 14, 2). En el Nuevo Testamento, san Pablo declara
que, como consecuencia de la culpa de Adán, «todos pecaron» y que «el delito
de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación» (Rm 5, 12. 18).
Por consiguiente, como recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, el
pecado original «afecta a la naturaleza humana», que se encuentra así «en un
estado caído». Por eso, el pecado se transmite «por propagación a toda la
humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de
la santidad y de la justicia originales» (n. 404). San Pablo admite una
excepción de esa ley universal: Cristo, que «no conoció pecado» (2 Co 5, 21)
y así pudo hacer que sobreabundara la gracia «donde abundo el pecado» (Rm 5,
20).
Estas
afirmaciones no llevan necesariamente a concluir que María forma parte de la
humanidad pecadora. El paralelismo que san Pablo establece entre Adán y
Cristo se completa con el que establece entre Eva y María: el papel de la
mujer, notable en el drama del pecado, lo es también en la redención de la
humanidad.
San
Ireneo presenta a María como la nueva Eva que, con su fe y su obediencia,
contrapesa la incredulidad y la desobediencia de Eva. Ese papel en la
economía de la salvación exige la ausencia de pecado. Era conveniente que, al
igual que Cristo, nuevo Adán, también María, nueva Eva, no conociera el
pecado y fuera así más apta para cooperar en la redención.
El
pecado, que como torrente arrastra a la humanidad, se detiene ante el
Redentor y su fiel colaboradora. Con una diferencia sustancial: Cristo es
totalmente santo en virtud de la gracia que en su humanidad brota de la
persona divina; y María es totalmente santa en virtud de la gracia recibida
por los méritos del Salvador.
Audiencia
general del miércoles 29 de mayo de 1996
Fuente vatican.va
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