Sobre la devoción al
Santo Rosario
El
apostolado supremo que Nos está confiado y las circunstancias difíciles por
las que atravesamos, Nos advierten a cada momento e imperiosamente Nos
empujan a velar con tanto más cuidado por la integridad de la Iglesia cuanto mayores
son las calamidades que la afligen.
Por
esta razón, a la vez que Nos esforzamos cuanto sea posible en defender por
todos los medios los derechos de la Iglesia y en prevenir y rechazar los peligros
que la amenazan y asedian, empleamos la mayor diligencia en implorar la
asistencia de los divinos socorros, con cuya única ayuda pueden tener buen
resultado Nuestros afanes y cuidados.
Devoción
a María. El Rosario
Y
creemos que nada puede conducir más eficazmente a este fin, que, con la
práctica de la Religión
y la piedad hacernos propicia a la excelsa Madre de Dios, la Virgen María, que
es la que puede alcanzarnos la paz y dispensarnos la gracia, colocada como
está por su Divino Hijo en la cúspide de la gloria y del poder, para ayudar
con el socorro de su protección a los hombres que en medio de fatigas y
peligros se encuentran en la Ciudad Eterna.
Por
esto, y próximo ya el solemne aniversario que recuerda los innumerables y
grandes beneficios que ha reportado al pueblo cristiano la devoción del Santo
Rosario de María, Nos queremos que en el corriente año esta devoción sea
objeto de particular atención en el mundo católico, a fin de que por la
intercesión de la
Virgen María obtengamos de su Divino Hijo venturoso alivio
y término a Nuestros males. Por lo mismo hemos pensado, Venerables Hermanos,
dirigiros estas Letras, a fin de que, conocido Nuestro propósito, excitéis
con vuestra autoridad y con vuestro celo la piedad de los pueblos para que
cumplan con él esmeradamente.
I.
María ampara a la Iglesia
en los tiempos calamitosos
En tiempos
críticos y angustiosos siempre el principal y constante cuidado de los
católicos refugiarse bajo la égida de María y ampararse a su maternal bondad,
lo cual demuestra que la
Iglesia católica ha puesto siempre y con razón en la Madre de Dios toda su confianza.
En efecto, la Virgen,
exenta de la mancha original, escogida para ser la Madre de Dios y asociada
por lo mismo a la obra de la salvación del género humano, goza cerca de su
Hijo de un favor y poder tan grande, como nunca han podido ni podrán obtenerlo
ni los hombres ni los Ángeles. Así, pues, ya que le es sobremanera dulce y
agradable conceder su socorro y asistencia a cuantos la pidan, desde luego es
de esperar que acogerá cariñosa las preces de la Iglesia universal.
Mas
esta piedad tan grande y tan llena de confianza en la Reina de los cielos, nunca
a brillado con más resplandor que cuando la violencia de los errores, el
desbordamiento de las costumbres, o los ataques de adversarios poderosos, han
parecido poner en peligro la
Iglesia de Dios.
Los
ejemplos de la historia
La
historia antigua y moderna, y los fastos más memorables de la Iglesia recuerdan las
preces públicas y privadas dirigidas a la Virgen Santísima,
como los auxilios concedidos por Ella; e igualmente en muchas circunstancias
la paz y tranquilidad pública, obtenidas por su intercesión. De ahí estos
excelentes títulos de Auxiliadora, Bienhechora y Consoladora de los
cristianos; Reina de los ejércitos y Dispensadora de la paz, con que se la ha
saludado. Entre todos los títulos es muy especialmente digno de mención el de
Santísimo Rosario, por el cual han sido consagrados perpetuamente los
insignes beneficios que le debe la cristiandad.
Ninguno
de vosotros ignora, Venerables Hermanos, cuántos sinsabores y amarguras
causaron a la Santa
Iglesia de Dios a fines del siglo XII los heréticos
Albigenses, que, nacidos de la secta de los últimos Maniqueos llenaron de sus
perniciosos errores el Mediodía de Francia, y todos los demás países del
mundo latino, y llevando a todas partes el terror de sus armas, extendían por
doquiera su dominio con el exterminio y la muerte.
Santo
Domingo y el Rosario
Contra
tan terribles enemigos, Dios suscitó en su misericordia al insigne Padre y
fundador de las Orden de los Dominicos. Este héroe, grande por la integridad
de su doctrina, por el ejemplo de sus virtudes y por sus trabajos
apostólicos, se esforzó en pelear contra los enemigos de la Iglesia Católica,
no con la fuerza ni con las armas, sino con la más acendrada fe en la
devoción del Santo Rosario, que él fue el primero en propagar, y que sus
hijos han llevado a los cuatro ángulos del mundo. Preveía, en efecto, por
inspiración divina, que esta devoción pondría en fuga, como poderosa máquina
de guerra, a los enemigos, y confundiría su audacia y su loca impiedad. Así
lo justificaron los hechos. Gracias a este modo de orar, aceptado, regulado y
puesto en práctica por la
Orden de Santo Domingo, principiaron a arraigarse la
piedad, la fe y la concordia, y quedaron destruidos los proyectos y
artificios de los herejes; muchos extraviados volvieron al recto camino y el
furor de los impíos fue refrenado por las armas católicas empuñadas para
resistirle.
II.
María de las Victorias contra los turcos
La
eficacia y el poder de esa oración se experimentaron en el siglo XVI, cuando
los innumerables ejércitos de los turcos estaban en vísperas de imponer el
yugo de la superstición y de la barbarie a casi toda Europa. Con este motivo
el Soberano Pontífice Pío V, después de reanimar en todos los Príncipes
Cristianos el sentimiento de la común defensa, trató, en cuanto estaba a su
alcance, en hacer propicio a los cristianos a la todopoderosa Madre de Dios y
de atraer sobre ellos su auxilio, invocándola por medio del Santísimo
Rosario. Este noble ejemplo que en aquellos días se ofreció a tierra y cielo,
unió todos los ánimos y persuadió a todos los corazones; de suerte que los
fieles cristianos dedicados a derramar su sangre y a sacrificar su vida para
salvar a la Religión
y a la patria, marchaban, sin tener en cuenta su número, al encuentro de las
fuerzas enemigas reunidas no lejos del golfo de Corinto; mientras los que no
eran aptos para empuñar las armas, cual piadoso ejército de suplicantes,
imploraban y saludaban a María, repitiendo las fórmulas del Rosario, y pedían
el triunfo de los combatientes.
La Soberana Señora así rogada, oyó muy luego sus preces, pues que,
empeñado el combate naval en las Islas Equínadas,
la escuadra de los cristianos, reportó, sin experimentar grandes bajas, una
insigne victoria y aniquiló las fuerzas enemigas.
Por
este motivo, el mismo Santo Pontífice, en agradecimiento a tan señalado
beneficio, quiso que se consagrase con una fiesta en honor de María de las
Victorias, el recuerdo de ese memorable combate, y después Gregorio XIII
sancionó dicha festividad con el nombre de Santo Rosario.
Asimismo
en el siglo último alcanzáronse importantes
victorias sobre los turcos en Temesvar, Hungría y Corfú, las cuales se obtuvieron en días consagrados a la Santísima Virgen,
y terminadas las preces públicas del Santísimo Rosario. Esto inclinó a
Nuestro predecesor Clemente XI a decretar para la Iglesia universal la
festividad del Santísimo Rosario.
III.
Los Romanos Pontífices hablan del Santo Rosario
Así,
pues, demostrado que esta forma de orar es agradable a la Santísima Virgen
y tan propia para la defensa de la
Iglesia y del pueblo cristiano, como para atraer toda
suerte de beneficios públicos y particulares, no es de admirar que varios de
Nuestros Predecesores se hayan dedicado a fomentarla y recomendarla con
especiales elogios. Urbano IV aseguró que el rosario proporcionaba todos los
días ventajas al pueblo cristiano; Sixto V dijo que ese modo de orar cedía en
mayor honra y gloria de Dios, y que era muy conveniente para conjurar los
peligros que amenazaban al mundo; León X, declaró que se había instituido
contra los heresiarcas y las perniciosas herejías, y Julio III le apellidó
loor de la Iglesia. San
Pío V dijo también del Rosario que, con la propagación de estas preces, los
fieles empezaron a enfervorizarse en la oración y que llegaron a ser hombres
distintos a lo que antes eran; que las tinieblas de la herejía se disiparon,
y que la luz de la fe brilló en su esplendor. Por último, Gregorio XIII
declaró que Santo Domingo, había instituido el Rosario para apaciguar la
cólera de Dios e implorar la intercesión de la bienaventurada Virgen María.
IV.
León XIII y el momento actual
Inspirado
Nos en este pensamiento y en los ejemplos de Nuestros predecesores, hemos
creído oportuno establecer preces solemnes, elevándolas a la Santísima Virgen
en su Santo Rosario, para obtener de Jesucristo igual socorro contra los
peligros que Nos amenazan. Ya veis, Venerables Hermanos, las difíciles
pruebas a que todos los días está expuesta la Iglesia; la piedad
cristiana, la moralidad pública, la fe misma, que es el bien supremo y el
principio de todas las virtudes, todo está amenazado cada día de los mayores
peligros.
Además
no sólo conocéis Nuestra difícil situación y Nuestras múltiples angustias,
sino que vuestra caridad os lleva a sentir con Nos cierta unión y sociedad;
pues es muy doloroso y lamentable ver a tantas almas rescatadas por
Jesucristo, arrancadas a la salvación por el torbellino de un siglo
extraviado y precipitadas en el abismo y en la muerte eterna. En nuestros
tiempos tenemos tanta necesidad del auxilio divino como en la época en que el
gran Domingo levantó el estandarte del Rosario de
María, a fin de curar los males de su época. Ese gran Santo, iluminado por la
luz celestial, entrevió claramente que, para curar a su siglo, ningún medio
podía ser tan eficaz como el atraer a
los hombres a Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida,
impulsándolos a dirigirse a la
Virgen, a quien está concedido el poder de destruir todas
las herejías.
En qué
consiste el Rosario
La
fórmula del Santo Rosario la compuso de tal manera Santo Domingo, que en ella
se recuerdan por su orden sucesivo los misterios de Nuestra salvación y en
este ejercicio de meditación se incorpora la mística corona, tejida de la
salutación angélica; intercalándose la oración dominical a Dios Padre de
Nuestro Señor Jesucristo. Nos, que buscamos un remedio a males parecidos,
tenemos derecho a creer que, valiéndonos de la misma oración que sirvió a
Santo Domingo para hacer tanto bien, podremos ver desaparecer asimismo las
calamidades que afligen a nuestra época.
V. Mes
de Octubre y festividad consagrada al Santo Rosario
Por lo
cual no sólo excitamos vivamente a todos los cristianos a dedicarse pública o
privadamente y en el seno de sus familias a recitar el Santo Rosario y a perseverar
en este santo ejercicio, sino que queremos que el mes de Octubre de este año
se consagre enteramente a la
Reina del Rosario. Decretamos por lo mismo y ordenamos que
en todo el orbe católico se celebre solemnemente en el año corriente, con
esplendor y con pompa la festividad del Rosario, y que desde el primer día
del mes de Octubre próximo hasta el segundo día del mes de Noviembre
siguiente, se recen en todas las iglesias curiales, y si los Ordinarios lo
juzgan oportuno, en todas las iglesias y capillas dedicadas a la Santísima Virgen,
al menos cinco decenas del Rosario, añadiendo las Letanías Lauretanas.
Deseamos asimismo que el pueblo concurra a estos ejercicios piadosos, y que
se celebre en ellos el santo sacrificio de la Misa, o se exponga el Santísimo Sacramento a la
adoración de los fieles, y se de luego la bendición con el mismo. Será
también de Nuestro agrado, que las cofradías del Santísimo Rosario de María
lo canten procesionalmente por las calles conforme a la antigua costumbre. Y
donde por razón de la circunstancias, esto no fuere posible, procúrese
sustituir con la mayor frecuencia a los templos y con el aumento de las virtudes
cristianas.
Las
indulgencias concedidas
En
gracia de los que practicaren lo que queda dispuesto, y para animar a todos,
abrimos los tesoros de la
Iglesia, y a cuantos asistieron en el tiempo antes
designado a la recitación pública del Rosario y las Letanías, y orasen
conforme a Nuestra intención, concedemos siete años y siete cuarentena de
indulgencias por cada vez. Y de la misma gracia queremos que gocen los que
legítimamente impedidos de hacer en público dichas preces, las hicieren
privadamente. Y a aquellos que en el tiempo prefijado practicaren al menos
diez veces en público o en secreto, si públicamente por justa causa no
pudieren, las indicadas p reces, y purificada debidamente su alma, se
acercaren a la
Sagrada Comunión les dejamos libres de toda expiación y de
toda pena en forma de indulgencia plenaria.
Concedemos
también plenísima remisión de sus pecados a aquellos que, sea en el día de la
fiesta del Santísimo Rosario, sea en los ocho días siguientes, purificada su
alma por medio de la confesión se acercaren a la Sagrada Mesa y
rogaren en algún templo, según Nuestra intención, a Dios y a la Santísima Virgen,
por las necesidades de la
Iglesia.
VI.
Exhortación final
¡Obrad
pues, Venerables Hermanos! Cuanto más os intereséis por honrar a María y por
salvar a la sociedad humana, más debéis dedicaros a alentar la piedad de los
fieles hacia la
Virgen Santísima, aumentando su confianza en ella. Nos
consideramos que entra en los designios providenciales el que en estos
tiempos de prueba para la
Iglesia florezca más que nunca en la inmensa mayoría del
pueblo cristiano el culto de la Santísima Virgen.
Quiera
Dios que excitadas por Nuestras exhortaciones e inflamadas por vuestros
llamamientos las naciones cristianas, busquen, con ardor cada día mayor, la
protección de María; que se acostumbren cada vez más al rezo del Rosario, a
ese culto que Nuestros antepasados tenían el hábito de practicar no sólo como
remedio siempre presente a sus males, sino como noble adorno de la piedad
cristiana. La celestial Patrona del género humano escuchará esas preces y
concederá fácilmente a los buenos el favor de ver acrecentarse sus virtudes,
y a los descarriados el de volver al bien y entrar de nuevo en el camino de
salvación. Ella obtendrá que el Dios vengador de los crímenes, inclinándose a
la clemencia y a la misericordia, restituya al orbe cristiano y a la
sociedad, después de eliminar en lo sucesivo todo peligro, el tan apetecible
sosiego.
Bendición
Apostólica
Alentado
por esta esperanza Nos suplicamos a Dios por la intercesión de aquélla en
quien ha puesto la plenitud de todo bien, y le rogamos con todas Nuestras
fuerzas, que derrame abundantemente sobre vosotros, Venerables Hermanos, sus
celestiales favores. Y como prenda de Nuestra benevolencia, os damos de todo
corazón a vosotros, a vuestro Clero y a los pueblos confiados a vuestros
cuidados, la Bendición Apostólica.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el primero de septiembre de 1883, año sexto de
Nuestro Pontificado. León XIII
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