Caminando con Maria

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

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LA CARIDAD DE MARIA

«iOh María, llena de gracia! (Lc 1, 28), que tu intercesión nos obtenga aumento de amor».

 

1. — «Dios es amor» (1 Jn 4, 16); y María, que en su calidad de Madre estuvo más cercana y unida a Dios que cualquier otra criatura, fue inundada más que ninguna otra de su amor. «Cuanto más una cosa se acerca a su principio—enseña Santo Tomás— tanto más participa de su efecto» (Suma Teológica, III, 27, 5, 3). Maria, que el ángel saludó «llena de gracia» (Lc 1, 28), está igualmente llena de amor. Pero la plenitud de gracia y de amor en que fue colocada desde el principio, no la dispensó del ejercicio activo y constante de la caridad, como tampoco del de las demás virtudes. Así nos la presenta el Concilio cuando dice: «La Bienaventurada Virgen.. cooperó en la forma del todo singular, por la obediencia, la fe la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas» (LG 61), y repetidas veces la señala como especial modelo de caridad. También para María, como para los demás hombres, esta vida fue el «camino» en el cual se debe siempre progresar en la caridad; también a ella, como a nosotros, le fue demandada su personal correspondencia a la gracia. Y el gran mérito de María consistió precisamente en haber correspondido con la máxima fidelidad a los inmensos dones recibidos. Ciertamente que los privilegios de su concepción inmaculada, del estado de santidad en que nació y de su maternidad divina fueron puros dones con todo, bien lejos de recibirlos pasivamente —al modo que un cofre recibe los objetos preciosos que en él se depositan —los recibió como una persona libre, capaz de adherirse con su propia voluntad a los favores mediante una plena correspondencia a la gracia. Santo Tomás enseña que aunque María no pudo merecer la Encarnación del Verbo, sin embargo, mereció —mediante la gracia recibida— aquel grado de santidad que la hizo digna Madre de Dios (Suma Teológica, III, 2, II, 3), y lo mereció precisamente con su libre colaboración a la gracia. María es, en el sentido más pleno de la palabra, la «Virgen fiel», que supo negociar al ciento por talentos unos los recibidos de Dios. A la plenitud de la gracia otorgada por Dios correspondió la plenitud de su fidelidad.

2. — «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10, 27). El mandamiento del Señor tiene su plena realización en María, que siendo perfectamente humilde y por eso del todo vacía de sí misma y libre de todo egoísmo y de cualquier apego a las criaturas, pudo emplear verdaderamente todas sus fuerzas en el amor de Dios. El Evangelio nos la presenta así, siempre orientada hacia el Señor. La voluntad divina, aunque oscura y misteriosa, la encuentra siempre pronta y en acto de perfecta adhesión; el fiat pronunciado en la Anunciación es la actitud constante de su corazón consagrado del todo al Amor (LG 62). La pobreza de Belén, la huida a Egipto, la vida humilde y laboriosa de Nazaret, la despedida de Jesús para darse a la vida apostólica y la soledad consiguiente en que ella queda, el odio y las luchas que se desencadenan contra su Hijo, el doloroso camino del Calvario, son otras tantas etapas de su caridad que sin cesar acepta Y se entrega, comprometiéndola cada vez más intensamente en la misión de «esclarecida Madre del divino Redentor, y [de] generosa colaboradora entre todas las criaturas y de humilde esclava del Señor» (LG 61). Maria vive su maternidad divina en un acto de constante entrega a la voluntad del Padre y a la misión de su hijo; no conoce titubeos ni reservas, no pide nada para sí. Un día en que deseaba verle y hablarle, se oyó decir: « ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?... Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre» (Mt 12, 48. 50). María acogió en su corazón la austera respuesta y con mayor amor que antes continuó viviendo la voluntad divina que le pedía tan grande renuncia sacrificando la alegría, tan legítima y santa, de gozar de su Hijo, le estaba doblemente unida, pues estaba fundida con él en un único acto de oblación a la voluntad del Padre. De esta manera nos enseña María que el verdadero amor y la auténtica unión con Dios no consiste en los consuelos espirituales, sino en la perfecta conformidad a su divino querer.

¡Oh María!, tú eres llena de gracia. El Espíritu Santo, lejos de hallar en ti el menor obstáculo al desarrollo de la gracia, ha encontrado siempre tu corazón de una docilidad maravillosa a sus inspiraciones. Por eso tu corazón está inmensamente dilatado por la caridad.

¡Qué alegría debe haber probado Jesús al sentirse tan amado madre! Después de la alegría incomprensible que le venía de la visión beatífica y de la mirada de infinita complacencia con que el Padre lo contemplaba, nada le hacia gozar tanto como tu amor, oh María. Con él se sentía sobreabundantemente compensado de la indiferencia de quienes no le querían recibir, y encontraba en tu corazón virgen un hogar de amor incesante que él mismo avivaba constantemente con sus miradas divinas y con la gracia interior del Espíritu… Tú recibiste del Padre el más perfecto corazón de madre; un corazón en que no se halló jamás el más mínimo rastro de egoísmo. Es una maravilla de amor, un tesoro de gracias: gratia plena. Tu corazón ha sido forjado no sólo para Cristo... sino también en beneficio de su Cuerpo místico... Tú abrazas en un único amor a Cristo y a nosotros sus miembros... Las almas que te  son devotas obtienen de ti un amor purísimo; toda su vida es como un reflejo de la tuya... Tu deseo es hacer participes, a cuantos te pertenecen, del amor que te anima. (G. MARMION, Consagración a la SS. Trinidad, 28).

 

¡Oh, Maria! ¿Quién eres tú, destinada a ser madre? ¿Cómo lo has merecido?... ¿Cómo nacerá de ti quien te hizo?... Eres virgen, eres santa, has hecho un voto: mucho es lo que has merecido; pero es mucho más lo que recibiste... Nace en ti, quien te hizo, nace de ti aquel por quien fuiste hecha, aquel por quien fue hecho el cielo y la tierra, por quien fueron hechas todas las cosas. El Verbo de Dios se hace carne en ti, recibiendo la carne, no perdiendo la divinidad. El Verbo se une a la carne. . Y el tálamo de tan maravilloso connubio es tu vientre. . (S. AGUSTIN, Sr. 291, 6).

La Virgen María fue más dichosa recibiendo la fe de Cristo que concibiendo la carne de Cristo... Tampoco hubiera aprovechado nada el parentesco material a Maria si no hubiera sido más feliz por llevar a Cristo en su corazón que en su carne… Por esto es por lo que María es más laudable y más dichosa madre de Cristo, según la sentencia: Quien hace la voluntad  de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre (Mt 12, 50). María, por tanto, haciendo la voluntad de Dios, es sólo madre de Cristo corporalmente, pero espiritualmente es también madre y hermana. (S. AGUSTIN, De s. virg., II, 3-5).

Fuentes:

Intimidad Divina, Padre Gabriel de Santa Maria Magdalena OCD

Editorial Monte Carmelo

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