Caminando con Maria Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |
LA ESPERANZA DE MARIA «Salve, Reina y madre de misericordia,
vida, dulzura y esperanza nuestra, salve». |
1.
— María sobresale entre los humildes y pobres del señor, que de él esperan y
reciben la salvación... Con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de
la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva
Economía’ (LG 55). Con estas palabras presenta el Concilio a María en quien
se compendian todas las esperanzas de Israel; todos los anhelos y los
suspiros de los profetas vuelven a resonar en su corazón alcanzando una
intensidad hasta entonces desconocida que apresura su cumplimiento. Nadie
esperó la salvación tanto como ella, y en ella precisamente comienzan a
cumplirse las divinas promesas. En el Magníficat — canto que brotó del
corazón de Maria al encontrarse con su prima Isabel— nos encontramos con una
expresión que revela de manera particular la actitud interior de la Virgen:
«Ensalza mi alma al Señor... porque él a fijado su mirada en la humildad de
su sierva (Lc 1, 46, 48). Eran estas palabras, en el acto que María las
pronunciaba, la declaración de las «grandes cosas» que Dios había obrado en
ella; pero, consideradas en el cuadro de su vida, nos manifiestan el
constante movimientos de su corazón que, desde el conocimiento perfecto de su
nada, sabía arrojarse en brazos de Dios con la mas intensa esperanza en su
socorro. Nadie mejor que Maria tuvo la ciencia concreta y práctica de la
propia nada: ella sabe bien que todo su ser, tanto natural como sobrenatural,
volvería a caer irrevocablemente en la nada, si Dios no la sostuviese en todo
momento. Sabe que todo lo que es y todo lo que tiene no es suyo, sino de
Dios, puro don de su liberalidad. La gran misión, los extraordinarios
privilegios del Altísimo, de ningún modo piden ver y sentir su «bajeza». Pero
esto, lejos de desalentarla y desanimarla —como nos acaece frecuentemente a nosotros
cuando constatamos nuestra nulidad y miseria— le sirve de punto de apoyo para
arrojarse en Dios con un rápido movimiento de esperanza. Antes bien, cuanto
más conciencia tiene de su nada y de su impotencia, tanto más se eleva su
alma en la esperanza; precisamente porque, verdadera pobre de espíritu, no
tiene confianza alguna en sus recursos, en su capacidad, en sus méritos.
Maria coloca en solo Dios toda su confianza y Dios, que «rechaza vacíos a los
ricos y llena de bienes a los necesitados» (Lc 1, 53), ha saciado su hambre,
ha escuchado sus esperanzas, no sólo llenándola de sus dones, sino
entregándosele de la manera más perfecta y cumpliendo en ella las esperanzas
de su pueblo. 2.
— La esperanza de María fue verdaderamente roqueña y total aun en los momentos
más difíciles y mas oscuros de su
vida. Cuando José, habiendo notado en ella las señales de una
maternidad cuyo origen ignoraba, pensaba en
«abandonarla secretamente» (Mt 1, 19), María intuyó el estado de ánimo
de su purísimo esposo, intuyó las dudas que podrían cruzar su mente y el
peligro en que ella estaba de ser abandonada, y, sin embargo, llena de
esperanza en el socorro divino, no quiso en modo alguno descubrirle lo que le
había revelado el ángel, sino que se abandonó completamente en las manos de
Dios. «En el silencio y en la esperanza será vuestra fortaleza» (Is 30, 17),
ha dicho el Espíritu Santo por boca de Isaías, y esta sentencia tiene aquí su
más bella realización en la conducta de María. Calla sin tratar de
justificarse frente a José; calla porque está llena de esperanza en Dios y
ésta plenamente segura de su ayuda. El silencio y la esperanza le permiten apoyarse totalmente
en Dios, y así, fuerte, con la fortaleza del mismo Dios, permanece serena y
tranquila en una situación por extremo difícil y delicada.
Por lo demás, toda su vida fue un continuo ejercicio de esperanza heroica.
Cuando en los treinta años trascurridos en Nazaret Jesús aparecía niño,
muchacho, hombre como todos los demás y ninguna señal exterior indicaba que
habría de ser el Salvador del mundo. Maria no cesó de creer y de esperar en
el cumplimiento de las divinas promesas. Cuando comenzaron las persecuciones
contra el Hijo, cuando fue apresado, procesado, crucificado y todo parecía ya
terminado, la esperanza de María permaneció intacta, aún más, se agiganto
dándole la fuerza de seguir firme «junto a la cruz de Jesús » (Jn 19, 25). ¡Qué
pobre es nuestra esperanza frente a la esperanza de Maria! No sabiendo estar
totalmente seguros de la ayuda divina, nos acucia la necesidad de recurrir a
tantos pequeños expedientes personales para procurarnos alguna seguridad,
algún apoyo humano; pero, como todo lo que es humano e incierto,
permanecernos siempre agitados e inquietos. La Virgen con su silencio y con
su esperanza nos señala el único camino de la verdadera seguridad, de la serenidad y de la paz
interior aun en medio de las situaciones más difíciles: el camino de la total
confianza en Dios: «En ti, oh Señor, he esperado no seré confundido para
siempre» (Te Deum). iOh
Maria!, era tan excelsa tu esperanza que podías repetir con el santo rey
David: «pongo en el Señor mi refugio» (Ps 73, 28)... Tu, apartada enteramente
de los afectos del mundo… no confiando en las criaturas ni en tus méritos,
sino apoyándote únicamente en la gracia
divina, adelantaste siempre en el amor de tu Dios... De
ti iOh María!, debemos aprender a confiar en Dios
especialmente en lo que toca a nuestra salvación eterna… desconfiando en
absoluto de nuestras fuerzas, pero repitiendo: «todo lo puedo en aquel que me
conforta» (Fp 4, 13). Señora mía santísima, tú eres la Madre de la santa
esperanza… ¿Qué otra esperanza, pues, voy yo buscando? Y
confío tanto que, si mi salvación estuviese en mi mano la pondría igualmente
en tus manos, ya que más me fío de tu misericordia y protección que de todas
mis obras. Madre y esperanza mía, no me abandones... Todos se olvidan de mí,
pero no me olvides tú, Madre del Dios omnipotente. Di a Dios que yo soy tu
hijo, dile que tú me defiendes y seré Salvo… iOh
Maria! Yo me fío de ti; en esta esperanza vivo en esta esperanza quiero y
espero morir, repitiendo siempre: mi única esperanza es Jesús, y después de
Jesús, Maria. (S. ALFONSO MARIA DE LIGORIO, Las glorias de María. II, 3, 5;
I, 3). ¡Oh
dulcísima Maria, suma esperanza mía después de Dios!, habla en mi favor a tu
amado Hijo, dile por mí una palabra eficaz, defiende ante él mi causa:
consígueme, en su misericordia, lo que anhelo, porque en ti espero, oh única
esperanza mía después de Cristo. Muéstrateme Madre benigna: que yo sea recibida
por el Señor en el sagrado refugio de su amor, en la escuela del Espíritu
Santo, porque tú puedes obtenérmelo como ningún otro de tu amado Hijo ¡Oh
Madre fiel!, protege a tu hija, para que se convierta en fruto de amor
siempre vivo, crezca en toda santidad, persevere regada por la gracia
celestial S. GERTRUDIS, Ejercicios, 2). Fuentes: Intimidad
Divina, Padre Gabriel de Santa Maria Magdalena OCD Editorial
Monte Carmelo |
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