Caminando con Maria Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |
LA FE DE MARIA «Dichosa tú. María, que creíste que se
cumplirían en ti las cosas dichas por
el Señor» (Lc 1, 45). |
1.
— La Iglesia, haciendo suyas las palabras de Isabel, dirige a María esta
bellísima alabanza: «Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán en
ti las cosas que el Señor te ha dicho» (Lc 1, 45). Grande fue la fe de la
Virgen que creyó sin dudar el mensaje del ángel que le anunciaba cosas
admirables e inusitadas. Creyó, obedeció, y, como afirma el Concilio,
refiriendo palabras de los antiguos Padres, creyendo y obedeciendo «fue causa
de la salvación propia y de la del género humano entero... Lo que ató la
virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe» (LG 56).
Fiada en la palabra de Dios, Maria creyó que sería madre sin perder la
virginidad; creyó —ella tan humilde— que seria verdadera Madre de Dios, que
el fruto de su seno seria realmente el Hijo del Altísimo. Se adhirió con
plena fe a cuanto le fue revelado, sin dudar un instante frente a un plan que
venía a trastornar todo el orden natural de las cosas: una madre virgen, una
criatura Madre del Creador. Creyó cuando el ángel le habló, pero continuó
creyendo aún cuando el ángel la dejó sola, y se vio rodeada de las humildes
circunstancias de una mujer cualquiera que está para ser madre. «La Virgen
—dice San Bernardo— tan pequeña a sus ojos, no fue menos magnánima respecto a
su fe en las promesas de Dios: ni la menor duda sobre su vocación a este
incomparable misterio, a esta maravillosa mudanza, a este inescrutable
sacramento, y creyó firmemente que llegaría a ser la verdaderamente madre del
Hombre-Dios» (De duod. praer. B.V.M. 13). La
virgen nos enseña a creer en nuestra vocación a la santidad, a la intimidad
divina; hemos creído en ella cuando Dios nos la ha revelado en la claridad de
la luz interior confirmada por la palabra de su ministro; pero hemos de creer
también en ella cuando nos encontramos solos, en las tinieblas, en las
dificultades que pretenden trastornarnos, desanimarnos. Dios es fiel y no
hace las cosas a medias: Dios llevará a término su obra en nosotros con tal
que nosotros nos fiemos totalmente de él. 2.
— «También la bienaventurada Virgen —afirma el Concilio— avanzó en la
peregrinación de la fe... una fe sin mezcla de duda alguna (LG 58. 63), pero
al fin y al cabo fe. Muy lejos estaría de la verdad quien pensase que los
misterios divinos fueron totalmente manifiestos a la virgen y que la
divinidad de su Jesús fuese para ella tan evidente que no tuviese necesidad
de creer. Exceptuada la Anunciación y los hechos que rodearon el nacimiento
de Cristo, no encontramos en su vida manifestaciones sobrenaturales de
carácter extraordinario. Ella vive de pura fe, exactamente como nosotros,
apoyándose en la palabra de Dios. Los mismos divinos misterios que en ella y
en torno suyo se verifican, permanecen habitualmente envueltos en el velo de
la fe y toman al exterior el giro común a las varias circunstancias de la
vida ordinaria; más aún: frecuentemente se ocultan bajo aspectos muy oscuros
y desconcertantes. Así por ejemplo, la extrema pobreza en que nació Jesús, la
necesidad de huir al destierro para salvarle a él —Rey del cielo— de la furia
de un rey de la tierra, las fatigas para procurarle lo estrictamente
necesario y, a veces, hasta la falta de ello. Pero María no dudó jamás de que
aquel Niño débil e impotente, necesitado de cuidados maternos y de defensa
como cualquier otro niño, fuese el Hijo de Dios. Creyó siempre, aun cuando no
entendía el misterio. Así fue, por ejemplo, en la repentina desaparición de
Jesús cuando, a la edad de doce años, se quedó en el templo sin ellos
saberlo. San Lucas advierte que cuando el Niño explicó el motivo alegando la
misión que le había confiado el Padre celestial, María y José «no
comprendieron lo que les decía» (Lc 2, 50). Si María sabía con certeza que
Jesús era el Mesías, no sabía, sin embargo, el modo cómo cumpliría su misión;
de ahí que por el momento no entendió la relación que había entre su
permanencia en el templo y la voluntad de Dios. Con todo, no quiso saber más:
sabía que Jesús era su Dios y esto le bastaba; estaba segura, totalmente
segura de él. El
alma de fe no se detiene a examinar la conducta de Dios y, aun no
comprendiendo, se lanza a creer y a seguir ciegamente las disposiciones de la
voluntad divina. Algunas veces en nuestra vida espiritual no detenemos porque
queremos entender demasiado, indagar demasiado los designios de Dios sobre
nuestra alma; no, el Señor no nos pide entender, sino creer con todas
nuestras fuerzas. ¡Oh
Virgen soberana!... Vos sois bienaventurada (Lc I. 46), porque creísteis,
como dijo vuestra prima: y sois bienaventurada, porque trajisteis en vuestro
vientre al Salvador; y mucho más bienaventurada, porque oísteis su palabra y
la guardasteis. También sois bienaventurada con las ocho bienaventuranzas que
vuestro Hijo predicó en el Monte (Mt 5, 3); sois pobre de espíritu, y es
vuestro el reino de los cielos: sois mansa y poseéis la tierra de los vivos;
llorasteis los males del mundo, y así sois consolada; tuvisteis hambre y sed
de justicia, y ahora estáis harta; sois misericordiosa, y alcanzasteis
misericordia; sois pacífica, y así por excelencia sois hija de Dios; sois
limpia de corazón, y ahora estáis viendo claramente a Dios; padecisteis
persecuciones por la justicia, y ahora es vuestro el reino de los cielos,
como reina suprema de todos sus moradores. ¡Oh Reina soberana! Gózame que
seáis bienaventurada por tantos títulos. Oh, si
todas las naciones del mundo se convirtiesen a vuestro Hijo, y os llamasen
con grande fe bienaventurada, imitando aquí vuestra vida, y gozando después
de vuestra gloria! (L. DE LA PUENTE, Meditaciones, II,12, 3). ¡Oh
Maria!, creyendo al ángel que te aseguraba que, sin cesar de ser virgen
serias madre del Señor, trajiste al mundo la salvación. Tu fe abrió a los
hombres el paraíso,… ¡Oh
Virgen!, tú tuviste mayor fe que todos los hombres y que todos los ángeles.
Veías a tu Hijo en el establo de Belén, y creías que era el Creador del
mundo. Lo veías huir de Herodes, y no dejabas de creer que era el Rey de los
reyes. Lo viste nacer, y creías que era eterno. Lo viste pobre, necesitado de
alimento, y sin embargo creías que era
el señor del mundo; reclinado sobre la paja, y creías que era omnipotente.
Viste que no hablaba y creíste que era la Sabiduría infinita. Lo escuchabas
llorar, y creías que él era el gozo del paraíso. Lo viste en su muerte
vilipendiado y crucificado, pero aunque vaciló la fe de los demás, la tuya
permaneció firme creyendo en que el era Dios… Virgen
santa, por los merecimientos de tu grande fe consígueme la gracia de una fe
viva: «Señora, aumenta en nosotros la fe» (S. ALFONSO M. DE LIGORIO, Las
glorias de Maria, II,3, 4). Fuentes: Intimidad
Divina, Padre Gabriel de Santa Maria Magdalena OCD Editorial
Monte Carmelo |
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