Caminando con Maria Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |
LA HUMILDAD DE MARIA «¡Oh Maria!, el Señor ha mirado tu humildad y ha
hecho en ti maravillas» (Lc 1, 48-49). |
1.
— «No es difícil —dice San Bernardo— ser humildes en el silencio de una vida
oscura, pero es raro y verdaderamente hermoso conservarse tales en medio de
los honores» (Sup. «Missus.» 4, 9). María Santísima fue ciertamente la mujer más
honrada por el Señor, la más elevada las criaturas, y sin embargo, ninguna se
ha rebajado y humillado tanto como ella. Se diría que parece existir una
porfía entre Dios y María: cuanto más la ensalza Dios más se oculta María en
su humildad. El ángel la saluda «llena de gracia» y María se «turba» (Lc 1,
28-29). Explica San Alfonso: «Se turbó porque, siendo tan humilde, aborrecía
toda alabanza propia y deseaba que solo Dios fuese alabado» (Las glorias de
María, II, 1, 4). El ángel le revela la sublime misión que le ha confiado el
altísimo y María se declara «esclava del Señor» (Lc 1, 38). Su mirada no se
detiene ofuscada en el honor inmenso que redundará en su persona por haber
sido escogida entre todas las mujeres para ser Madre del Hijo de Dios; sino que
contempla extasiada el misterio infinito de un Dios que quiere encarnarse en
el seno de una pobre criatura. Si Dios quiere descender a tal profundidad
como es hacerse hijo suyo, ¿hasta dónde tendrá que descender y abajarse su
pobre esclava? Cuanto más comprende la grandeza del misterio, la inmensidad
del don más se humilla, ocultándose en su nada. Idéntica actitud sorprendemos
en la Virgen cuando Isabel la saluda: «bendita -entre todas las mujeres» (ib.
42). María no se extraña al oír estas palabras porque ya es Madre de Dios,
sin embargo, queda fija y como clavada
en su profunda humildad: todo lo atribuye al Señor, cuya misericordia
ensalza, confesando la bondad con que «ha mirado la bajeza de su esclava»
(ib. 48). Dios ha obrado en ella a cosas: lo sabe, lo reconoce, pero en lugar
de gloriarse en su grandeza. Todo lo dirige profundamente a la gloria de
Dios. Con razón exclama San Bernardo: «Así como ninguna criatura después del
Hijo de Dios ha sido elevada a una dignidad y gracia iguales a María, del mismo
modo ninguna ha descendido tanto en el abismo de la humildad» (4 Serm. fest.
B.V.M. 3, 3). Este debe ser el efecto que deben producir en nosotros las
gracias y los favores divinos: hacernos siempre más humildes, siempre más
conscientes de nuestra nada. 2.
— Si te es imposible imitar el candor y la belleza de María —dice San
Bernardo— imita al menos su humildad. Una virtud verdaderamente gloriosa es
la virginidad, pero no es necesaria como la humildad; la primera nos fue
propuesta bajo la forma de una invitación “quien pueda entender que
entienda”; la segunda nos fue impuesta como un precepto absoluto: “Si no os
hiciereis como niños no entraréis en el reino de los cielos” la virginidad
será premiada, pero la humildad no es exigida sin la virginidad podemos salvarnos,
pero sin la humildad es imposible la salvación. Sin la humildad, la misma
virginidad de María habría desagradado a Dios. Agrado al Señor María por su
virginidad; pero llegó a ser madre por su humildad’ (Sup. «Missus», 1, 5). Las
cualidades y las dotes más hermosas, hasta la penitencia, la pobreza, la
virginidad, el apostolado, la misma vida consagrada a Dios, incluso el
sacerdocio, son estériles e infecundas si no están acompañadas por una
humildad sincera; más aún, sin la humildad pueden ser un peligro para el alma
que las posee. Cuanto mas encumbrado es el puesto que ocupamos en la viña del
Señor, cuanto más elevada es la vida de perfección que profesamos, cuanto más importante es la
misión que Dios nos ha confiado, más necesidad tenemos de vivir fuertemente
radicados en la humildad. Así como la maternidad de María —al decir de San
Bernardo— fue el fruto de su humildad, del mismo modo la fecundidad de
nuestra vida interior, de nuestro apostolado, dependerá y estará en
proporción con la humildad. En
efecto, sólo Dios puede realizar en nosotros y por medio de nosotros obras
maravillosas, pero no las hará si no nos ve sincera y profundamente humildes.
Sólo la humildad es el terreno fértil
y apto para que fructifiquen los dones del Señor; por otra parte siempre será
la humildad quien haga descender sobre nosotros la gracia y los favores de
Dios. «No hay nada —dice Santa Teresa— que así le haga rendir como la
humildad; ésta le trajo del cielo en las entrañas de la Virgen» (Camino, 16,
2). Bella
es la mezcla de virginidad y de humildad, y no poco agrada a Dios aquella
alma en quien la humildad engrandece a la virginidad y la virginidad adorne a
la humildad. Mas ¿de cuanta veneración te parece será digna aquella cuya
humildad engrandece la fecundidad y cuyo parto consagra la virginidad? Con
que si María no fuera humilde, no reposara sobre ella el espíritu santo; y si
no reposara sobre ella, no concibiera por virtud de El... y aunque por a
virginidad agradó a Dios, pero concibió por la humildad. Dichosa
en todo María, a quien ni faltó la humildad ni la virginidad. Singular
virginidad la suya, no violada, sino honrada por la fecundidad; no menos
ilustre humildad, no disminuida, sino engrandecida por su fecunda virginidad;
y enteramente incomparable fecundidad, que la virginidad y humildad juntas
acompañan ¿Cuál de estas cosas no es admirable? ¿Cuál no es incomparable?
¿Cuál no es singular? Maravilla será si, ponderándolas, no dudas cuál
juzgarás más digna de tu admiración: si será mas estupenda la fecundidad en
una virgen o la integridad de una madre; su dignidad por el fruto de su
castísimo seno, o su humildad, con dignidad tan grande; sino que ya, sin duda
a cada una de estas cosas deben preferirse todas juntas, siendo
incomparablemente más excelencia y más dicha haberlas tenido todas que
precisamente alguna. (S. BERNARDO, Super «Missus» I, 5-9]. ¡Oh
María!, quien te mira queda confortado en todos sus dolores, tribulaciones y
penas, y sale vencedor de toda tentación. Quien no sabe lo que es Dios,
recurra a ti, ¡oh Maria! Quien
halla misericordia en Dios, recurra a ti, ¡oh María! Quien no tiene
conformidad de voluntad, recurra a ti, ¡oh Maria! Quien se siente
desfallecer, recurra a ti que eres toda fortaleza y poder. Quien se halla
envuelto en continua lucha recurra a ti que eres mar pacífico... Quien se ve
tentado... recurra a ti, que eres madre de humildad, y no hay cosa que tan
lejos arroje al demonio como la humildad. Acuda a ti, acuda a ti ¡oh María!
(STA. MARIA MAGDALENA DE PAZZIS, I Coloquio). Fuentes: Intimidad
Divina, Padre Gabriel de Santa Maria Magdalena OCD Editorial
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