Caminando con Maria Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |
LA ORACION DE MARIA «iOh María, que has guardado en tu corazón
los misterios de tu Hijo!, enséñame a vivir en oración continua» Lc 2, 19, 51). |
1.
—Para comprender algo de la oración de María es necesario tratar de penetrar en el santuario
de su unión íntima con Dios. Nadie como ella ha vivido en intimidad con el
Señor. Intimidad de madre en primer lugar: ¿quién podrá comprender las
estrechas relaciones de de María con el Verbo encarnado durante los meses que
le llevo en su seno virginal? «Reflexione —escribe Sor Isabel de la Trinidad—
lo que pasaría en el alma de la Virgen cuando, después de la Encarnación,
poseía en ella el Verbo encarnado, el Don de Dios. En qué silencio, adoración
y recogimiento se sumergiría en el fondo de su alma para estrechar
cariñosamente a aquel Dios de quien era su Madre» (Epistolario, 158: Obras,
p. 562). María es el santuario que guarda el Santo de los santos: es el
sagrario viviente del Verbo encarnado, sagrario todo palpitante de amor, todo
sumergido en la adoración. Llevando en sí el «horno ardiente» de caridad,
¿cómo podrá María dejar de quedar toda inflamada? Y cuanto más se inflama en
amor, mejor comprende el misterio de amor que en ella se verifica: nadie
mejor que María ha penetrado los secretos del corazón de Cristo; nadie mejor
que ella ha sentido la divinidad de
Jesús y sus grandezas infinitas. De igual modo, nadie mejor que ella ha
sentido la necesidad ardiente de darse toda a él, de perderse en él como una
débil gota de agua en la inmensidad del océano. He aquí la incesante oración
de María: adoración perenne del Verbo humanado que lleva en su seno; profunda
unión con Cristo continuo abismarse en él y transformarse en él por amor
continuo asociarse a los homenajes y alabanzas infinitas que suben del
Corazón de Cristo hasta la Trinidad, y continuo ofrecimiento a la Trinidad de
estas alabanzas, las únicas dignas de la Majestad divina. Maria vive en la
adoración de su Jesús y unida a él en la adoración de la Trinidad. Un
momento hay en el día en que también nosotros podemos participar de un modo
más pleno de esta oración de María: es el momento de la comunión eucarística
cuando, también a nosotros nos es dado estrechar en nuestro corazón a Jesús
vivo y verdadero. ¡Cuánto necesitamos que la Virgen nos enseñe a
aprovecharnos de este gran don! Que nos enseñe a abismarnos con ella en
Jesús, suyo y vuestro, hasta transformarnos en él; que nos enseñe a
asociarnos a las adoraciones que suben del Corazón de Jesús hasta la Trinidad
y que les ofrezca con nosotros al Padre para suplir las deficiencias de las
nuestras. 2.
— Desde Belén hasta Nazaret, María vivió por espacio de treinta años en dulce
intimidad familiar con Jesús. Jesús es siempre su centro de atracción, el
centro de sus afectos, de sus pensamientos, de sus cuidados. María se mueve
en torno a él, le mira, trata de continuo de descubrir nuevos medios de
agradarle, para servirle y amarle con la máxima dedicación. Su voluntad se
mueve al unísono con la voluntad de Jesús, su corazón palpita en perfecta armonía con el de él: ella es
«participe de los pensamientos de Cristo, de sus ocultos deseos, de tal modo
que se puede decir que vivía la vida misma del Hijo» (5. Pío X, Enc. Ad diem ¡IIum). De igual modo que
su vida, también su oración continúa siendo cristocentrica; pero
Cristo la lleva a la Trinidad. Ha sido
precisamente el misterio de la Encarnación el que introdujo a María en
la plenitud de la vida trinitaria; sus peculiarísimas relaciones con las Tres
divinas Personas comienzan cuando el ángel le anuncia que será Madre del Hijo
del Altísimo y lo será por virtud del Espíritu Santo. He aquí la Hija amada
del Padre, la Esposa del Espíritu Santo, la Madre del Verbo; y estas
relaciones no se limitan al período en que María lleva dentro de sí al Verbo encarnado,
sino que se extienden a toda su vida. He aquí a María templo de la Trinidad, María que,
«después de Jesucristo, y salvando la distancia que existe entre lo finito e
infinito, fue también la gran alabanza de gloria de la Santísima Trinidad»
(Isabel de la Trinidad, Ult. ejerc. espir., 15: Obras, pp. 242-243). María
se presenta así como el modelo más perfecto de las almas que aspiran a la
intimidad con Dios, y es al mismo tiempo su guía más seguro. Ella nos guía a
Jesús y nos enseña a concentrar en él todos nuestros afectos, a darnos
totalmente a él hasta perdernos y transformarnos en él; pero, por medio de
Jesús, nos guía también a la vida de unión con la Trinidad. También nuestra
alma es por la gracia que la adorna templo de la Trinidad, Y María nos enseña
a vivir en este templo como perennes adoradores de las Personas divinas que
allí moran «Quisiera responder a esa llamada —dice Isabel de la Trinidad—
pasando por la tierra como la Virgen, conservando todas esas cosas en mi
corazón; sepultándome, por decirlo
así, en el fondo de mi alma para desaparecer en la Trinidad que allí
mora, transformándome en ella» (Epistolario, 159: Obras, p. 565). Bajo la
quía de María séanos dado vivir en esta actitud de incesante adoración de la
Trinidad que habita en nuestra alma. Noche
y día te encuentras, ¡oh Virgen fiel!, en profundo silencio, en dulce paz, en
oración divina y permanente inundando tu ser de eterna luz. Tu corazón como
un cristal refleja a Dios, Belleza eterna, tu Huésped fiel. Tú, oh María,
atraes al cielo. Es el Padre quien te entrega a su Hijo. Serás su Madre. Con
su sombra el Espíritu de Amor te cubre. En ti se hallan ya los Tres. El cielo se abre y adora así
el misterio de Dios que en ti Virgen, o virgen se hizo carne. Madre
del Verbo, dime tu misterio, cuando Dios se encarnó dentro de ti. Dime cómo
viviste en la tierra, sumergida en
constante adoración… Madre, guárdame siempre en un estrecho abrazo.
Que lleve en mí la impronta de este Dios, todo amor. (ISABEL DE LA TRINIDAD,
Composiciones poéticas, 77. 87: Obras, pp. 1040, 1056). ¡Oh
María!, tú eres la criatura de la atención interior, del perfecto silencio,
del perfecto y consumado escuchar. Te has hecho pobre y humilde en el duro
trabajo de cada día: has vivido trabajando en el templo, fatigada y cansada
en la pobreza de Belén, pobre por los caminos de la tierra: conociste las
amarguras y las fatigas del trabajo
cotidiano, pero nunca te apartó de la atención interior, del continuo
coloquio interior, del silencioso y continuo escuchar. Tú eres, la criatura
del intenso y consumado escuchar... Escuchaste
la palabra del gran mensaje y lo recibiste discreta y serena; escuchaste los
cantos de los ángeles sobre la cuna de tu Unigénito y los acogiste humilde y
alegre; escuchaste la palabra del destierro y la seguiste confiada y
paciente; escuchaste la palabra que trazaba sobre ti la grande señal de la
cruz y la aceptaste fuerte y generosa; escuchaste de boca del Señor la dura
palabra que no comprendiste y la encerraste en tu corazón, en silencio, como
una perla preciosa y la defendiste contra todas las cosas de la tierra,
protegiéndola con un velo de amargura, afligida y resignada a la vez, en que
ya se difundía la indecible tristeza del Calvario. Tú no perdías ni una sola
de las palabras del Hijo, no perdías ni una de las palabras que pronunciaba
interiormente el Espíritu santo que te había hecho fecunda en el misterio
infinito de la Encarnación. Las escuchabas y las recogías todas, ya con la
solicitud devota de la hija hacia la gran palabra del Padre, ya con la
intimidad discreta de una esposa hacia la palabra encendida del Espíritu, ya
con la ternura amorosa de la madre hacia las palabras dulcísimas del Verbo
hecho en ti carne de tu carne. (G. CANOVAl, Suscipe DomineJ. Fuentes: Intimidad
Divina, Padre Gabriel de Santa Maria Magdalena OCD Editorial
Monte Carmelo |
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