Caminando con Maria

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

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MARIA Y LOS HOMBRES

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores.

 

1. — María, dice el Concilio, «se consagró totalmente a si misma...a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con él y bajo él» (LG 56). La caridad de que estaba llena, la llevaba a darse, con un mismo acto, a Cristo, su Hijo y su Dios, y a la salvación de los hombres. El mismo amor que la une al Hijo la impulse hacia aquellos que él considera sus hermanos, «a cuya generación y educación coopera con materno amor» (LG 63). Tal es la propiedad del verdadero amor de Dios: antes que encerrar en sí misma al alma que lo posee, la abre para que pueda difundir a su alrededor la riqueza que la caridad en ella ha acumulado. Esta fue la característica de la caridad de María; abrasada enteramente de amor por su Dios, totalmente recogida en la contemplación amorosa de los misterios divinos realizados en ella y a su alrededor, no es su recogimiento un obstáculo para ocuparse del prójimo, sino que, en cualquier circunstancia, siempre la vemos atenta y abierta las necesidades de los Otros. Aún más, su misma riqueza interior la impulsa a querer comunicar a los demás los grandes tesoros que ella posee. En esta actitud nos la presenta el Santo Evangelio cuando, inmediatamente después de la Anunciación, se pone en camino «presurosamente» (Lc 1, 39) para trasladarse a donde se encontraba Isabel, Muy grato le hubiera sido permanecer en Nazaret adorando, en la soledad y en silencio, al Verbo divino encarnado en sus entrañas, pero el ángel le ha anunciado la próxima maternidad de su anciana prima y esto le basta para juzgarse obligada a ir ofrecerle sus humildes servicios, Se puede, por lo mismo, afirmar que el primer acto que la Virgen realiza apenas hecha Madre de Dios, fue precisamente un acto de caridad para con el prójimo. Dios se le ha dado como Hijo, y María, que se entregó a él como «esclava», ha querido darse también como «esclava» al prójimo. Aquí mejor que en ninguna otra ocasión, es evidente la estrecha unión que hay entre el amor  de Dios y el prójimo. Al sublime acto de amor con que, pronunciando su «fiat», María se entregaba totalmente al Señor, corresponde su acto de caridad para con Isabel.

2. — En el nacimiento de Jesús sucede también algo parecido: María contempla extasiada a su hijo divino, pero esto no le impide ofrecerle a la adoración de los pastores. He aquí la suprema caridad de María hacia los hombres: darles su Jesús apenas le ha sido dado a ella; no quiere gozarle sola, sino que todas las criaturas le  gocen. Y del mismo modo que ahora lo presenta a los pastores y a los Magos que vienen a adorarle, así un día lo presentaré a los verdugos a quienes es entregado para crucificarle. Jesús es todo para María, y María, en su caridad, no duda en inmolarlo por la salvación de los hombres. ¿Puede pensarse en una caridad mayor ni más generosa? Después de Jesús nadie ha amado a los hombres tanto como María.

Otro aspecto de la caridad de María hacia el prójimo es su gran delicadeza. Cuando, después de tres días de angustiosa búsqueda halla a Jesús en el templo, la Virgen, que tanto había sufrido a causa de la perdida repentina, sabe esconder su dolor tras el de José: «He aquí que tu padre y yo te andábamos buscando» (Lc 2, 48). Su delicada caridad hacia el esposo le hace sentir tan profundamente su dolor que le antepone al suyo propio, que, ciertamente, fue muy grande.

En las bodas de Caná, otro rasgo de la delicadeza de María: mientras que todos los otros están distraídos en el festín sólo ella, tan recogida, se da cuenta del apuro de los esposos por la falta de vino, y provee de un modo tan delicado que el asunto pasa desapercibido hasta para el jefe del banquete.

María nos enseña que cuando el amor para con Dios es plenamente perfecto, florece sin más en un amor generoso para con el prójimo, pues, como dice la Escritura, tenemos un solo mandamiento: «quien ama a Dios también ame a su hermano» (1 Jn 4, 21). Si nuestras relaciones con el prójimo son poco caritativas, poco atentas y poco solícitas para con las necesidades de los otros, debemos concluir que nuestro amor hacia Dios es todavía muy débil.

¡Oh Virgen Maria! Tú fuiste aquel campo dulce donde fue sembrada la semilla de la Palabra del Hijo de Dios... En este bendito y dulce campo el Verbo de Dios, injertado en tu carne, hizo como la simiente que se echa en la tierra, que con el calor del sol germina y produce flores y frutos... Así verdaderamente hizo por el calor y el fuego da la divina caridad que Dios tuvo a la generación humana, echando la simiente de su palabra en tu campo, oh Maria. Oh feliz y dulce María!,   tú nos has dado la flor del dulce Jesús. ¿Y cuándo produjo el fruto esta dulce flor? Cuando fue injertado sobre el árbol de la santísima cruz: porque entonces recibimos vida perfecta... El Hijo unigénito de Dios, en cuanto hombre, estaba vestido del deseo del honor del Padre y de nuestra salvación y fue tan fuerte este desmesurado deseo que corrió como enamorado, soportando penas, vergüenzas y vituperios, hasta la ignominiosa muerte de cruz... Idéntico deseo estuvo en ti, oh María, que no podías desear más que el honor de Dios y la salvación de la criatura...; tan desmesurada fue tu caridad que de ti mismas hubieras hecho escala para poner en la cruz a tu Hijo, sino hubiera tenido otro modo, Y todo esto porque la voluntad del hijo había quedado en ti.

Haz ¡oh María!, que no se me borre del corazón, ni de la memoria ni del alma que he sido ofrecida y dada a ti. Te ruego  pues, que me presentes y me des al dulce Jesús, tu Hijo; y ciertamente lo harás como dulce y benigna madre de misericordia. Que yo no sea ingrata ni desagradecida, pues no has despreciado mi petición, sino que la aceptas graciosamente. (STA. CATALINA DE SENA, Epistolario, 144, y. 2).

Madre admirable, preséntame a tu querido Hijo como esclavo suyo perpetuo, para que, habiéndome él rescatado por mediación tuya, por mediación tuya me reciba.

Madre de misericordia, concédeme la gracia de obtener la verdadera Sabiduría de Dios, y. ponme para eso en el numero de los que tú amas, instruyes, nutres y proteges como hijos y esclavos tuyos.

Virgen fiel, hazme en todo tan perfecto discípulo, imitador y esclavo de la Sabiduría encarnada, Jesucristo tu Hijo, que pueda llegar, por tu intercesión y a ejemplo tuyo, a la plenitud a de su edad en la tierra y de su gloria en el cielo. (S. LUIS GRIGNON DE MONTFORT, Tratado de la verdadera devoción).

Fuentes:

Intimidad Divina, Padre Gabriel de Santa Maria Magdalena OCD

Editorial Monte Carmelo

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