Caminando con Maria Pedro Sergio Antonio
Donoso Brant |
LA VIRGEN MARÍA EN
LOS EVANGELIOS HORACIO BOJORGE,
S.J. www.gratisdate.org - www.horaciobojorge.org - www.caminando-con-maria.org |
INDICE MARÍA EN SAN
MARCOS, LA IMAGEN MÁS ANTIGUA MARÍA EN SAN
MATEO EL ORIGEN DEL MESÍAS MARÍA EN SAN
LUCAS TESTIGO DE JESUCRISTO MARÍA EN SAN JUAN
EL ECO DE LA VOZ CONCLUSIÓN SU
MADRE, NUESTRA MADRE |
I.
MARÍA
EN EL NUEVO TESTAMENTO Un hecho que llama
la atención cuando buscamos lo que se dice en el Nuevo Testamento acerca de
la Santísima Virgen María es que, de los veintisiete escritos que forman el
canon del Nuevo Testamento, sólo en cuatro se la nombra por su nombre: María.
Y son éstos los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas y el libro de los Hechos
de los Apóstoles. Otro libro más, el evangelio según San Juan, nos habla de
ella sin nombrarla jamás, y haciendo siempre referencia a ella como la madre
de Jesús, o su madre. Fuera de estos cinco libros, ninguno de los veintidós
restantes nos habla directamente de María. Sólo los ojos de la fe han sabido
atribuirle la parte que tiene en aquellos pasajes en que –por ejemplo– se
habla de que Jesús es el Hijo de David, o de que somos Hijos de la Promesa, o
de la Jerusalén de arriba, o que el Padre nos envió a su Hijo, hecho hijo de
mujer; o han sabido reconocerla en la misteriosa Mujer coronada de astros del
Apocalipsis. Explícitamente
nombrada en sólo cinco libros de los veintisiete, María parece haber sido
reconocida –si nos atenemos a una primera impresión– por sólo la mitad de los
hagiógrafos (escritores inspirados) que escribieron el Nuevo Testamento. De
ocho que son, sólo cuatro nos hablan de ella: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. No
nos hablan de ella ni Santiago, ni Pedro, ni Judas. Pablo sólo alude
indirectamente a ella en Gálatas 4, 4-5. Por tanto, hablar
de la figura de María en el Nuevo Testamento, es hablar de María a través de
Mateo, Marcos, Lucas y Juan, o sea a través de los evangelistas. Nótese que no
decimos a través de los evangelios, sino a través de los evangelistas. Porque
casi podría decirse a través de los evangelios, si no fuera por una
referencia que el evangelista Lucas hace fuera de su evangelio, en el libro
de los Hechos de los Apóstoles (1,14) y por lo que puede interpretarse que de
ella dice Juan en el Apocalipsis, identificada ya con la Iglesia. María en el Nuevo
Testamento es prácticamente, por lo menos principalmente, María en los
evangelios. Porque fuera de ellos casi no se nos dice nada más, o mucho más,
acerca de María. Para contemplar la
figura de María a través de los evangelios podríamos seguir dos caminos, que
vamos a llamar camino sintético y camino analítico. El camino sintético
consistiría en sintetizar los datos dispersos de los cuatro evangelios en un
solo retrato de María. Consistiría en trazar un solo retrato a partir de la
convergencia de cuatro descripciones distintas. El otro camino, el
analítico –que es el que hemos elegido–, consiste en considerar por separado
las cuatro imágenes o semblanzas de María. El primer camino,
sintético, se hubiera llamado propiamente: la figura de María en los
Evangelios. Este segundo camino que queremos seguir es en cambio el de la
figura, o más propiamente, las figuras, los retratos de María a través de los
evangelistas. Por supuesto, bien
lo sabemos, hay un solo Evangelio: el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.
Pero el mismo Dios que dispuso que hubiera un solo mensaje de salvación,
dispuso también que se nos conservaran cuatro presentaciones del mismo. El único Evangelio
es, pues, un evangelio cuadriforme, como bien observa ya San Ireneo,
refutando los errores de los herejes que esgrimían los dichos de un
evangelista en contra de los dichos de otro (Adv. Hæreses III,11). Esta presentación
cuadriforme de un único Evangelio es la que nos da la profundidad, la
perspectiva, el relieve de las miradas convergentes. Una sola visión
estereofónica o estereofotográfica de Jesús. Un solo Jesús y una sola obra
salvadora, pero cuatro perspectivas y cuatro modos de presentarlo –a Él y a
su obra–. Cada uno de los evangelistas tiene su manera propia de dibujar la
figura de Jesucristo. Y todo lo que dice cada uno de ellos está al servicio
de esa pintura que nos hace de Jesús. ¿Hay que extrañarse
de que, consecuentemente, seleccione los rasgos históricos, narre los
acontecimientos, altere a veces el orden cronológico o prescinda de él, para
seguir el orden de su propia lógica teológica, y subordine el modo de
presentación de los hechos y personas al fin de mostrar de manera eficaz a
Jesús y su mensaje, según su inspiración divina y las circunstancias de
oyentes, tiempo y lugar? ¿Y nos habríamos de
extrañar de que las diversas perspectivas con que
los cuatro evangelistas nos narran los mismos hechos y nos presentan a Jesús
dieran lugar a cuatro presentaciones distintas de María? Dado que el
misterio de María es un aspecto del misterio de Cristo, todo lícito cambio de
enfoque del misterio de Cristo –que como misterio divino es susceptible de un
número inagotable de enfoques diversos, aunque jamás puedan ser divergentes–,
comporta sus cambios de armónicos y de enfoque en el misterio de María. Hay pues un solo
Jesucristo en cuadri forme presentación, y hay también un solo misterio de
María en presentación cuadriforme. Y hay, además, una coherencia muy especial
y significativa, entre el modo cómo cada evangelista nos muestra a Jesús y el
modo cómo nos muestra a María, al servicio de su presentación propia de
Jesús. Dejémonos guiar
sucesivamente de la mano de los cuatro evangelistas. Y a través de su manera
de presentarnos la figura de María, tratemos de penetrar más profundamente en
su comprensión del Señor. La máxima A Jesús por María no es una invención
moderna; hunde sus raíces en la bimilenaria tradición de nuestra Santa
Iglesia. Arraiga en los evangelios; y, en cuanto podemos rastrearlo
valiéndonos de ellos, incluso en una tradición oral anterior a los
evangelios, y de la cual ellos son las primeras plasmaciones escritas. Dejemos, pues, que
los evangelistas nos lleven a través de María a un mayor conocimiento del
Señor que viene y que esperamos. 1. CÓMO HAY QUE INTERPRETAR LA
SAGRADA ESCRITURA La Constitución Dei
Verbum del concilio Vaticano II enseña que para interpretar adecuadamente la
Sagrada Escritura es muy importante determinar el género literario. Por eso
se ha de tener muy en cuenta cuál es el género literario de los Evangelios. Y
esto advertirlo para evaluar la evidencia evangélica sobre María. Dice la
constitución del concilio Vaticano II Dei Verbum (DV): «Habiendo hablado
Dios en la Sagrada Escritura por medio de hombres y a la manera humana, para
que el intérprete de la Sagrada Escritura comprenda lo que Él quiso comunicarnos,
debe investigar con atención qué pretendieron expresar realmente los
hagiógrafos [escritores inspirados por Dios] y qué quiso Dios manifestar con
las palabras de ellos» (12). El Principio o Ley
del Texto «Para descubrir la
intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros
literarios. «Pues la verdad se
presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica,
en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios. El intérprete
indagará lo que el autor sagrado intenta decir y dice, según su tiempo y su
cultura, por medio de los géneros literarios propios de su época. Para
comprender exactamente lo que el autor quiere afirmar en sus escritos, hay
que tener muy en cuenta los modos de pensar, de expresarse, de narrar que se
usaban en tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces se
solían emplear más en la conversación ordinaria». Principio o Ley del
Contexto «Y como la Sagrada
Escritura hay que leerla e interpretarla en el mismo Espíritu con que se
escribió, para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que
atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada
Escritura teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la
analogía de la fe. Es deber de los exegetas trabajar según estas reglas para
entender y exponer totalmente el sentido de la Sagrada Escritura, para que,
con un estudio previo, vaya madurando el juicio de la Iglesia. Porque todo lo
que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura está sometido en
última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de
conservar y de interpretar la palabra de Dios» (DV 12). 2. ¿A QUÉ GÉNERO LITERARIO
PERTENECE EL EVANGELIO DE SAN MARCOS? De estos principios
de interpretación de la Escritura, se sigue la importancia de interpretar el
evangelio según San Marcos, tratando de ubicar su género literario. Y
advierto de antemano que lo que decimos de este evangelio, vale, mutatis
mutandis, para los otros evangelios, que consideraremos en los capítulos
siguientes. Podemos comenzar
diciendo que el evangelio según San Marcos es «una presentación creyente de
la vida de Jesús, interpretada en confrontación con las Sagradas Escrituras,
de manera que la vida de Jesús las ilumina y es iluminada a su vez por ellas,
mostrando sus correspondencias». El evangelio según
San Marcos tiene pues valor histórico, porque narra hechos. Tiene valor
biográfico porque relata dichos y hechos de Jesús. Pero es más que una
crónica histórica y más que una mera biografía. Porque además del relato de
hechos, como pueden hacerlo las crónicas, y de la narración de la vida de una
persona, como lo hacen las biografías, el evangelio según San Marcos viene de
la fe y apunta a despertar la fe. Por eso el
evangelio según San Marcos incluye un alegato acerca de la identidad de
Jesús, de quién es Jesús. Su texto argumenta desde las Sagradas Escrituras,
alegando que en Jesús se cumplen las Promesas del Antiguo Testamento. Prosiguiendo en el
intento de comprender el género literario al que pertenece el evangelio según
San Marcos, podríamos decir que es: narración
de hechos e
interpretación de los mismos a
la luz de las Sagradas Escrituras desde
la fe para
suscitar la fe. Podríamos llamarle
por lo tanto historia teológica, o historia creyente, o historia predicada, o
historia kerygmática, o quizás lo más ajustado sea definirlo como historia
profética, puesto que los profetas comunican una interpretación religiosa de
los acontecimientos: el sentido que tienen según Dios. El género literario
del evangelio según San Marcos tiene pues dos aspectos que lo caracterizan:
a) historia, y b) interpretación de fe. Ambos aspectos
están enlazados de tal manera que se sirven el uno al otro sin traicionarse
ni anularse: la interpretación no falsea la verdad histórica, y la historia
corrobora la interpretación. Los hechos narrados iluminan la Escritura y la
Escritura ilumina los hechos. Veamos algo acerca
de cada uno de esos dos aspectos: 3.1.- El valor histórico del Evangelio En la Constitución
Dei Verbum, la Iglesia afirma, una vez más, el carácter histórico de los
Evangelios: «La Santa Madre
Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los cuatro referidos
Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que
Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para
salvación de ellos, hasta el día en que fue levantado al cielo (Cfr. Hech.
1,1-2). Los Apóstoles,
ciertamente, después de la ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo
que Él había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos
gozaban, enseñados por los acontecimientos gloriosos de Cristo, y por la luz
del Espíritu de verdad. Los autores
sagrados escribieron los cuatro Evangelios, escogiendo algunas cosas de las
muchas que ya se trasmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o
explicándolas atendiendo a la condición de las Iglesias, usando por fin la
forma de la predicación, de manera que siempre nos comunicaban la verdad
sincera acerca de Jesús. Escribieron pues,
sacándolo ya de su propia memoria o recuerdos, ya del testimonio de quienes
“desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra” para
que conozcamos “la verdad” [asfaleia = certeza] de las palabras que nos
enseñan (Cfr. Lc 1,2-4)» (DV , 19). Los Evangelios
tienen, pues, valor histórico en lo que narran acerca de la historia de
Jesús, aunque no por eso pertenezcan al género literario histórico. El Papa Juan Pablo
II volvió a recordarnos su valor histórico: «aún siendo documentos de fe, no
son menos atendibles, en el conjunto de sus relatos, como testimonios
históricos» que las fuentes históricas profanas (Tertio Millennio Adveniente,
5). La Constitución Dei
Verbum llama «historicidad» de los evangelios a su contenido de verdad
histórica, a la verdad del relato de hechos y dichos de Jesús. Los evangelios
mismos dan por supuesta esa verdad histórica y no tratan de convencernos de
la verdad de los hechos que narran, sino de otra cosa: de su sentido o
significado divino, religioso, salvífico. El que no les cree en lo primero
¿cómo podría creerles en lo segundo? Y si su interpretación no reposara sobre
hechos ¿qué fe podrían pedir para su interpretación? La narración
evangélica está destinada a suscitar en los oyentes la fe en Jesús; a
convencerlos del sentido salvador de la historia de Jesús que ellos
proclaman. Veamos ahora cómo es la mirada de fe que los evangelistas echan
sobre esa historia. 3.2.- Interpretación profética de los hechos La interpretación
evangélica refleja una convicción de fe acerca de las Promesas de Dios en la
Antigua Alianza y de su cumplimiento en Cristo. Y dicha interpretación se
basa en esa convicción. Esto pertenece a la
esencia del género literario evangelio. Y por eso los evangelios son un
género particular de historia, diverso de los géneros históricos profanos o
seculares. Por algo son, para los creyentes, Sagrada Escritura. En cuanto
argumentan la realización de las Promesas hechas por Dios en el Antiguo
Testamento, los Evangelios tienen su raíz en dicho Antiguo Testamento. No se
entenderían sin él. Enraizados en las antiguas profecías, proclaman,
proféticamente, que ha llegado su cumplimiento. Los evangelios son,
como vemos, proclamación de una interpretación profética de la historia. ¿Qué clase de
relación aprecian los Evangelios entre el Antiguo Testamento, sus promesas y
profecías por un lado y la Historia Evangélica o Nuevo Testamento por el
otro? El Concilio
Vaticano II explica esa relación en estos términos: «La economía del
Antiguo Testamento estaba ordenada sobre todo, a preparar, anunciar
proféticamente (cfr. Lc 24,44; Jn 5,39; 1 Pe 1,10), y significar con diversas
figuras (Cfr. 1 Cor 10,11), la venida de Cristo redentor universal y la del
Reino Mesiánico» (DV, 15). «Dios, inspirador y
autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo
Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo,
porque aunque Cristo fundó el Nuevo Testamento en su sangre (Cfr. Lc 22,20; 1
Cor 11,25), no obstante los libros del Antiguo Testamento, recibidos
íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena
significación en el Nuevo Testamento (Cfr. Mt 5,17; Lc 24,27; Rm 16,25-26; 2
Cor 3,14-16), ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo». (DV 16). Aplicando lo que
venimos diciendo al evangelio según San Marcos, podemos concluir que es, por
un lado un libro que pertenece al género histórico, porque narra fielmente
hechos sucedidos. Pero por otro lado es la narración
de un creyente que ve e interpreta los hechos a la luz de la Sagrada
Escritura y que interpreta la Sagrada Escritura a la luz de los hechos. Es
por tanto historia profética e interpretación profética de la historia. 4.- EL GÉNERO LITERARIO LLAMADO PÉSHER El procedimiento de
interpretar hechos a partir de la Escritura y de interpretar la Escritura a
partir de hechos, o aplicándola a hechos, es un procedimiento bíblico
anterior a los evangelios. Y no sólo se encuentran ejemplos de él en los
libros proféticos, como Isaías o Daniel, sino que también es común en la
literatura judía extrabíblica, particularmente en la de Qunram. Los comentarios
qunrámicos de los libros proféticos se llaman pesharim (plural de pesher) lo
mismo que las interpretaciones de sueños que hace el profeta Daniel. Así como
Daniel revela el sentido profundo de los símbolos vistos en sueños, el autor
del pésher trata de revelar el sentido oculto y misterioso de los textos
proféticos, atribuyéndoles un valor simbólico o alegórico que se esfuerza en
desvelar, interpretándolos como alusiones proféticas a hechos del momento o
que se espera que ocurran. El género literario
evangélico puede entenderse como un tipo de pésher o interpretación,
consistente en mostrar las correspondencias entre la Vida de Jesús y las
Sagradas Escrituras.
II.
MARÍA
EN SAN MARCOS, LA IMAGEN MÁS ANTIGUA Comenzamos por
Marcos, el más breve y, casi con seguridad, el más antiguo de los cuatro
evangelios. El que recoge, muy probablemente, las catequesis y predicaciones
de San Pedro, o sea, el evangelio según lo proclamaba Pedro. Acerca de María,
este evangelio de Marcos es de una parquedad extrema, comparable –por la
ausencia de referencias– al gran silencio marial neotestamentario. Marcos
comienza su evangelio presentando la figura de San Juan Bautista, y casi
inmediatamente a un Jesús ya adulto que llega a bautizarse en el Jordán. Nada
de relatos de la infancia, que –como vemos en Mateo y Lucas– se prestan a
decirnos algo de la Madre. Nada comparable a las dos grandes escenas marianas
del evangelio de San Juan: las bodas de Caná y el Calvario. 1. Dos textos: Mc 3, 31-35; 6, 1-3 Lo que dice Marcos
acerca de María se agota en dos brevísimos pasajes, ambos situados en la
primera parte de su evangelio. Y en esos pasajes ni siquiera se advierte la
impronta personal del narrador. Este mantiene una fría objetividad de
cronista y nos comunica lo que terceras personas dicen de María. Y si nos
detenemos a analizar el texto, encontramos que esas terceras personas son
incrédulas, enemigas de Jesús, que por supuesto no se ocupan de su madre con
benevolencia, sino con hostilidad y descreimiento. Para ellos se agrega, como
contrapunto y refutación, el testimonio de Jesús mismo acerca de María. Leamos los pasajes.
El primero en Mc 3, 31-35: «Vinieron su madre
y sus hermanos y, quedándose fuera, le mandaron llamar. Se había sentado
gente a su alrededor y le dicen: “Mira, tu madre y tus hermanos te buscan
allí fuera”. «Él replicó: “¿Quién
es mi madre y mis hermanos?” «Y mirando en
torno, a los que se habían sentado a su alrededor, dijo: “Aquí teneis a mi
madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi
hermana y mi madre”». El segundo pasaje
es la escéptica exclamación de los que se admiraban, incrédulos, de su
inexplicable poder y sabiduría; se lee en el capítulo 6, 1-3 «Se marchó de allí
y fue a su tierra, y le siguieron sus discípulos. Cuando llegó el sábado, se
puso a enseñar en la sinagoga, y los muchos que le oían se admiraban
diciendo: «–¿De
dónde le viene esto? ¿Y qué sabiduría es ésta que se le ha dado? ¿Y tales
milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y
hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanos aquí con
nosotros? «Y se
escandalizaron de él». Estos son los dos
únicos pasajes del evangelio de Marcos en que se menciona a María. En ellos
se comprueba simplemente que a Jesús se le conocía en su medio como el
carpintero, el hijo de María. Y que esa filiación hacía para muchos más
increíble que fuera el enviado de Dios. Servía de excusa a los mal dispuestos
para afirmarse en su incredulidad. Porque las mismas distancias entre las
muestras de poder y sabiduría que –según el relato de Marcos– Jesús iba dando
por todas partes eran un argumento de que no le venían de herencia ni de
bagaje humano, sino como don de lo alto. La misma humildad de su parentela
galilea –la parte proverbialmente más ignorante de las cosas de la ley dentro
del pueblo judío– debía haber sido argumento convincente a favor del origen
divino de sus obras. Si éstas eran inexplicables por la carne y el
parentesco, ¿no habría que tratar de explicarlas por el espíritu de Dios? 2. El contexto del evangelio Pero tratemos de
comprender mejor el sentido de estos episodios colocándonos en la óptica del
relato de Marcos. Toda la primera parte de su evangelio, hasta el capítulo
octavo, versículos 27-30 –la confesión de Pedro–, nos muestra a Jesús que
obra maravillas y portentos, que despierta la admiración del pueblo, que
deslumbra con su poder sobrehumano. Es decir, nos muestra la revelación
progresiva y creciente de Jesús. Y al mismo tiempo nos muestra la absoluta y
general incomprensión del verdadero carácter de su persona y su misión. Jesús
se revela, pero nadie entiende su revelación. No la entiende el pueblo, no la
entienden sus discípulos, no la entienden los escribas, no la entienden sus
familiares. No la entienden los
que se niegan a creer en él y con los que se enfrenta en polémicas y a los
que les habla en parábolas. De esta incomprensión de los incrédulos no hay
que admirarse. Pero sí de que tampoco lo comprendan ni entiendan sus propios
discípulos. Incluso en la privilegiada confesión de la fe de Pedro, con la
que culmina la primera parte del evangelio, se entrevé al mismo tiempo un
abismo de ignorancia y de resistencia al aspecto doloroso de la identidad de
Jesús Mesías. Nada más comenzar
la carrera de Jesús con un sábado en Cafarnaúm, con su enseñanza en la
sinagoga y con numerosas curaciones de enfermos y expulsiones de demonios, en
cuanto han empezado a seguirle sus primeros discípulos y se ha encendido el
fervor popular, ya apuntan la oposición y las críticas: Jesús cura en sábado,
come con pecadores; sus discípulos no ayunan y arrancan espigas en sábado. Y
ya desde el comienzo del capítulo tercero, los fariseos se confabulan con los
herodianos para ver cómo eliminarlo, pero ello se hace difícil, porque una
muchedumbre sigue a Jesús. Éste elige de entre ella a sus numerosos discípulos.
Uno de los primeros pasos de la confabulación se advierte en 3, 20-21. Jesús
vuelve a su tierra. Se aglomera otra vez la muchedumbre de modo que ni
siquiera podían comer. «Se enteraron sus
parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: “Está fuera de sí”». 3. La oposición al Mesías El primer paso de
la confabulación contra Jesús consiste en declararlo loco y en interesar a
los parientes para que retirasen a un consanguíneo que podría implicarlo en
sus locuras y traerles problemas. Que este método intimidatorio de los
parientes –que fue usado contra Jesús y los suyos– era un método usual, nos
lo demuestra el episodio del ciego de nacimiento, en el evangelio según San
Juan, a cuyos padres llamaron a declarar ante el tribunal (9, 18-23). Habiendo oído que
Jesús estaba fuera de sí, y movidos quizás por temores y veladas amenazas,
los parientes de Jesús acuden a dominarlo. Arrastran a su madre, a cuyas
instancias esperan que Jesús no pueda resistir. Entre tanto, Marcos registra
el crescendo de las acusaciones contra Jesús. Jesús es más que un loco; es un
endemoniado: «Está poseído por un espíritu inmundo» (3, 22). En medio de esta
tormenta, de hostilidad por un lado y de entusiasmo popular por otro, es
cuando relata Marcos con laconismo de cronista: «Llegan su madre y
sus hermanos y, quedándose fuera, le envían a llamar». Se trata de
arreglar un problema familiar. Los aldeanos galileos no quieren discutir de
teologías. Por humildad, modestia o prudencia, no entran. Según Lucas, no
entran simplemente porque la muchedumbre les impide acercarse. «Estaba mucha gente
sentada a su alrededor» El odiado doctor
está rodeado de una audiencia entusiasta que siente arder el corazón con su
palabra, «porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas»,
ha registrado Marcos (1, 22). Algún malévolo infiltrado entre la audiencia se
complace en anunciar en voz alta a Jesús: «¡Oye!,
tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Es a Jesús a quien
lo dice, pero indirectamente éstá diciendo a su auditorio: «Ved de qué
familia viene vuestro doctor». Marcos registra más adelante, en el capítulo
sexto que esta malévola cizaña ha prendido: «¿No es
éste el carpintero, el hijo de María, y no conocemos a toda su parentela?». Y
se escandalizaban de él. La humildad de
María y de los parientes de Jesús es esgrimida para humillarlo, para
empequeñecerlo delante de su auditorio: ¡Qué candidato a Rey Mesías! ¡Qué
candidato a doctor y salvador! He aquí la parentela del profeta. Es el mismo
argumento que nos relata también San Juan: «Pero los judíos
murmuraban de él, porque había dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del
cielo”. «Y decían: “¿No es
éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir
ahora: He bajado del Cielo?”» (6, 42). Y registra además
San Juan que muchos de sus discípulos se apartaron de él con aquella ocasión: «Es duro este
lenguaje, ¿quién puede escucharlo?» (Jn 6, 61). «Y ni siquiera sus
parientes creían en él» (Jn 7, 5). «Y los judíos asombrados
decían: “¿cómo entiende de letras sin haber estudiado?”» (Jn 7,15). Marcos nos hace oír
a los que hablan de María, la madre de Jesús, desde su profunda hostilidad al
Hijo. Sus palabras subrayan los humildes orígenes humanos de Jesús, que es
tácita negación de su origen y calidad divina. Así como habrá un
¡Ecce homo! que escarnece a Jesús en su pasión, hay aquí un adelanto del
mismo, que envuelve a María en el mismo insulto de desprecio –Ecce mulier,
ecce Mater eius (he aquí a la mujer, vean quién es su madre)–. 4. El testimonio de Jesús A este lanzazo
polémico, oculto en el comedimiento de aquellos que le anuncian la presencia
de los suyos allí afuera, responde el contrapunto también polémico de Jesús: –«¿Quién
es mi madre y mis hermanos?». –«Y mirando en
torno a los que estaban sentados a su alrededor –Mateo precisa en el lugar
paralelo que son sus discípulos–, dice: “Éstos son mi madre y mis hermanos”». Frecuentemente
Jesús habla en los evangelios de sus discípulos como de sus hermanos, o de
«estos hermanos míos más pequeños», o simplemente de «los pequeños». Se trata
de aquellos que oyen a Jesús con fe aunque no lo entiendan perfectamente. Se
trata de los que no se le oponen, sino que le siguen y le escuchan. Esta es
la familia de Jesús, porque es la familia del Padre, cuyo vínculo familiar no
es la sangre, sino la Nueva Alianza en la Sangre de Jesús, o sea, la fe en
él. Como explicita San
Juan: «A los que creen en su nombre les dio el poder de llegar a ser hijos de
Dios» (Jn 1, 12). Por eso termina
Jesús con una explicación de por qué son esos sus auténticos familiares: «Quien cumpla la
voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre». O en la versión de
Lucas: «El que oye la
palabra de Dios y la guarda, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Lc
8, 21). La misteriosa y
quizás para muchos no muy evidente ecuación entre «cumplir la voluntad de
Dios» o «escuchar sus Palabras y cumplirlas», y creer en Jesucristo, nos la
revela explícitamente San Juan en su primera carta: «Guardamos sus mandamientos
y hacemos lo que le agrada. Y éste es su mandamiento y lo que le agrada: que
creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros, tal
como nos lo mandó» (1Jn 3, 22-23). Hacer la voluntad
del Padre no es doblegarse a un oscuro querer, sino complacerse en hacer lo
que a Dios le complace; es regocijarse en el gozo de Dios. Y si nos pregunta
en qué se deleita y regocija nuestro Dios, que como Ser omnipotente puede
parecer muy difícil de contentar, sabemos qué responder porque ese Ser
inaccesible nos ha revelado qué es lo que le complace: «Éste es mi Hijo, a
quien amo y en quien me complazco: escuchadle…» (Mt 17, 1-8; Mc 9, 7; Lc 9,
35). Nuestro Dios se
revela como el Padre que ama a su Hijo Jesucristo, y se deleita en él, y no
pide otra cosa de nosotros sino que lo escuchemos llenos de fe y lo sigamos
como discípulos. Entendemos quizás
ahora por qué Lucas traduce el «cumplir la voluntad de Dios», de que hablan
Mateo y Marcos, con una frase equivalente: escuchar su Palabra, que es
escuchar a su Hijo, y guardarla, que es seguirlo como discípulo. Y similar
identificación de la voluntad de Dios con la Palabra de Jesús nos ofrece un
texto del evangelio de Juan: «Mi doctrina no es
mía, sino del que me ha enviado, y el que quiera cumplir su voluntad verá si
mi doctrina es de Dios o hablo yo por mi cuenta» (Jn 7, 16-17). Parientes de Jesús
son, pues, los que por creer en él entran en la corriente del vínculo de
complacencia que une al Padre con el Hijo y al Hijo con el Padre. Por eso, su
respuesta a los que lo envuelven a él y a su madre en un mismo rechazo y
vilipendio es una seria advertencia. Equivale a distanciarse de ellos y
negarles cualquier otra posibilidad de entrar en comunión con Dios que no sea
a través de la fe en él. Pero esta palabra
de Jesús tiene dos filos. Y el segundo filo es el de una alabanza, el de una
declaración de Alianza de parentesco –el único real y más fuerte que el de
sangre– entre el creyente y él. Y en la medida en que María mereció ser su
Madre por haber creído es éste el más valioso testimonio que podía ofrecernos
Marcos acerca de María. Jesús declara que la razón última y única por la cual
María pudo llegar a ser su Madre era la fe en él. 5. María, Madre de Jesús por la fe María no estuvo unida
a Jesús solo ni primariamente por un vínculo de sangre. Para que ese vínculo
de sangre pudiera llegar a tener lugar, tuvo que haber previamente un vínculo
que Jesús estima como mucho más importante. Pero todo esto
Marco no lo explicita, ni el Señor ltampoco lo hace sin duda en aquella
ocasión. Es por otros caminos por donde hemos llegado a comprender lo que hay
implícito en el velado testimonio de Jesús que Marcos nos relata. Que María
creyó en Jesús antes de que Jesús fuera Jesús. Y que solo porque el Verbo
encontró en ella esa fe pudo encarnarse. Es así como el
silencio mariano de Marcos da paso a la elocuencia mariana de Jesús mismo.
Una elocuencia que lleva la firma de la autenticidad en su mismo estilo
enigmático, velado, parabólico, el estilo de Jesús en todas sus polémicas. Un
lenguaje que es revelación para el creyente y ocultamiento para el incrédulo.
Y quiero terminar
–para confirmar lo dicho– iluminando este primer retrato de María, según
Marcos, con una luz que tomaré prestada del evangelio de Lucas, pero con la
casi absoluta certeza de que no se debe sólo a su pluma, sino a la misma
antiquísima tradición preevangélica en que se apoya Marcos. Me complace
considerarlo como un incidente ocurrido en la misma ocasión que Marcos nos
relata, como lo sugiere su engarce en un contexto muy similar. En medio de
las acusaciones de que está endemoniado, y estando Jesús ocupado en
defenderse, «alzó
la voz una mujer del pueblo y dijo: “Dichoso el seno que te llevó y los
pechos que te amamantaron”. «Pero Él dijo:
“dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan”» (Lc 11,
27-28). Creo que Lucas ha
querido declarar directamente, al insertar este episodio en su evangelio, lo
que no queda a su gusto suficientemente explícito en el relato de Marcos: que
las palabras de Jesús, en respuesta a los que le anunciaban la presencia de
los suyos, encerraban un testimonio acerca de María. Conclusión La figura de María
según Marcos es, como nos muestra su comparación con los pasajes paralelos de
Mateo y Lucas, la figura más primitiva que podemos rastrear a través de los
escritos del Nuevo Testamento. Es la imagen de la tradición preevangélica y
se remonta a Jesús mismo. Es una figura
apenas esbozada, pero clara en sus rasgos esenciales. Rasgos que, como veremos,
desarrollarán y explicitarán los demás evangelistas, limitándose solo a
mostrar lo que ya estaba implícito en esta figura de María, madre ignorada de
un Mesías ignorado. Madre vituperada del que es vituperado. Pero, para Jesús,
bienaventurada por haber creído en él. Madre por la fe más que por su sangre. Y ya desde el
principio, y según el testimonio mismo de Jesús, Madre del Mesías, es
presentada en clara relación de parentesco con los que creen en Jesús, como
Madre de sus discípulos, es decir, de su Iglesia.
III.
MARÍA
EN SAN MATEO EL ORIGEN DEL MESÍAS 1. De Marcos a Mateo Marcos, cuya imagen
de María ya hemos contemplado, escribió su evangelio para la comunidad
cristiana de Roma; y lo hizo atendiendo especialmente a explicar un hecho del
que sin duda pedían explicación los judíos de la diáspora romana a los
misioneros cristianos: ¿cómo es posible que, siendo Jesús el Hijo de Dios y
Mesías, no fuera reconocido, sino rechazado y condenado a muerte por los
jefes de la nación palestina? Todo el evangelio
de Marcos muestra, por un lado, la revelación de Jesús como Mesías, como
Cristo o como Ungido –estos tres términos significan exactamente lo mismo–; y
por otro lado, muestra el progresivo descreimiento de muchos, la
incomprensión, incluso por parte de sus fieles, respecto del carácter
sufriente de su mesianidad. La escueta presentación que Marcos nos hace de
María –ya lo vimos– es un engranaje en esta perspectiva marcana. Muestra una
de las formas que asumió el rechazo y la oposición de los dirigentes palestinos
hacia Jesús y cómo involucraron en su campaña de difamación y hostigamiento
la condición humilde y el origen galileo de su parentela. Ante este ataque,
Jesús responde –sin arredrarse– a quienes le pedían un signo genealógico,
confrontándolo con la necesidad de creer sin pedir signos, y dando un
testimonio –velado para los incrédulos, pero elocuente para quienes creían en
Él– a favor de su Madre y sus discípulos. Mateo, de cuya
imagen de María nos ocuparemos ahora, no ignora la visión de Marcos, sino que
la retoma en el cuerpo de su evangelio (Mt 12, 46-50; 13, 53-57), como
también lo hará San Lucas en el suyo (Lc 8, 19-21; 4, 22). No hay necesidad
de volver aquí sobre esos pasajes, que son copia casi textual de Marcos o de
una fuente preexistente y en los que Mateo introduce sólo algún ligero
retoque. Vamos a ocuparnos más bien de los que Mateo agrega a la figura de
María como rasgos de su cosecha. Ellos son un desarrollo de lo que estaba
implícito en Marcos. 2. María, Virgen y esposa de José Mateo enriquece la
figura de María respecto de la imagen de Marcos manifestando dos rasgos de la
Madre del Mesías: 1) María es Virgen. 2) María es esposa de José, hijo de David. Ambos rasgos los
explicita Mateo no por satisfacer curiosidades, sino por lo que ellos significan
en el marco de su presentación teológica del misterioso origen del Mesías. Que María es Virgen
es un rasgo mariano que está en íntima conexión con la filiación y origen
divino del Mesías. Este nace de María sin mediación del hombre y por obra del
Espíritu Santo, nos dice Mateo. Que María sea
esposa de José, hijo de David, es un rasgo mariano que está a su vez en
íntima conexión con la filiación davídica y el carácter humano del Mesías. Jesús, el Mesías, es,
por tanto, Hijo de Dios por el misterio de la virginidad de su Madre, e Hijo
de David por el no menos misterioso matrimonio con José, hijo de David. 3. El origen humano-divino del Mesías, Hijo de David,
hecho hijo de mujer Es inmensa la
galería de pintores cristianos que nos presenta a la Madre con el Niño. De
esa larga galería, nos parece Mateo el precursor y pionero. Y sin embargo, el
texto más antiguo que poseemos de Jesús y su Madre es muy probablemente de
San Pablo. La concisa
parquedad mariológica de Pablo merece aquí, aunque sea lateralmente y de
paso, el homenaje de nuestra atención. Hacia el año 51 de nuestra era, o sea
unos veinte años antes de la fecha probable de composición del evangelio de
Mateo, escribe Pablo a los Gálatas: «Pero al llegar la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho hijo de mujer, puesto
bajo la ley para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que
recibiéramos la filiación adoptiva» (Gál 4, 4-5). Y entre diez y doce
años más tarde, entre el 61-63 de nuestra era, escribe el mismo Pablo desde
su primera cautividad a los fieles de Roma: «Pablo, siervo de
Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, quien
había ya prometido por medio de sus profetas en las Sagradas Escrituras a su
Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con
poder» (Rom 1, 1-3). Estos dos textos de
Pablo nos muestran la presencia, en el estado más primitivo de la tradición,
de tres elementos esenciales que vamos a encontrar en los pasajes marianos de
Mateo. El primero consiste
en que lo que se dice de Jesucristo se presenta como sucedido según las
Escrituras, como cumpliendo las Escrituras, como la realización de lo
predicho por los profetas, que hablaron en nombre de Dios e ilustrados por el
Espíritu. El segundo elemento
es la doble fijación de Jesús, Hijo de Dios y al mismo tiempo hijo de David.
Pablo ve en Jesús dos filiaciones: una filiación espiritual, por la cual es
Hijo de Dios por obra del Espíritu que nos permite clamar ¡Abba!, Padre; y
una filiación según la carne, por la cual es hijo de David. Y notemos –tercer
elemento a tener en cuenta– que no especifica el cómo de dicha descendencia
davídica diciéndonos: «engendrado por José» o «nacido de varón», sino
diciéndonos: «hecho hijo de mujer». He aquí los
elementos constitutivos de uno de los problemas al que va a responder Mateo
en su evangelio. Es el mismo
problema del origen del Mesías que se trata en los textos de Marcos, que ya
vimos. Pero no ya planteado en términos de objeción en boca de los enemigos,
sino en términos de respuesta a la objeción. Respuesta que se inspira, sin
duda, en la que el mismo Jesús había dado en los tiempos de su carne mortal y
que los tres sinópticos nos narran en sus evangelios (Mt 22, 41ss. y paralelos). «Estando reunidos
los fariseos le propuso Jesús esta cuestión: “¿Qué pensáis acerca del Mesías?
¿De quién es Hijo?” «Dícenle: “De
David”. «Replicó: “Pues
¿cómo David, movido por el Espíritu le llama Señor, cuando dice: `Dijo el
Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo
de tus pies?´ (Sal 110, 1). Si, pues David le llama Señor, cómo puede ser
Hijo suyo?”. «Nadie es capaz de
contestarle nada; desde ese día ninguno se atrevió a preguntarle más». Ya Jesús había alertado,
por lo tanto, a sus oyentes contra el peligro de juzgarlo exclusivamente
según la carne. No es que rechazara el origen davídico del Mesías, pero
señalaba que ese origen davídico encerraba un misterio, y que el misterio de
la personalidad del Mesías no se explicaba exclusivamente por su ascendencia
davídica, sino por una raíz que lo hacía superior a su antepasado según la
carne y que abría espacio, en el misterio de su origen, a la intervención
divina, pues, «Señor» era título reservado a Dios. Y precisamente en
esta filiación doble y compleja del Mesías, en la convergencia de estos dos
títulos –Hijo de Dios e hijo de David–, es donde Mateo ve enclavado el
misterio de María. 4. La revelación de la virginidad de María Al finalizar su
genealogía de Jesús, Mateo nos dice: y Jacob engendró a José, el esposo de
María, de la que nació Jesús, llamado Cristo. La fórmula es ya intrigante. A
lo largo de toda la genealogía con la que comienza su evangelio, Mateo ha
hablado empleando el verbo engendrar: Abraham engendró a Isaac, Isaac
engendró a Jacob. Y cuando, contra lo usual en las genealogías hebreas,
nombra a una madre, dice: Judá engendró de Tamar a Fares; David engendró de
la que fue mujer de Urías a Salomón… Jacob engendró a José, el esposo de
María. José es el último
de los «engendrados». De Jesús ya no se dice que haya sido engendrado por
José de María, sino que José es el esposo de María de la cual nació Jesús. Se abre, pues, para
cualquier lector judío avezado en el estilo genealógico, un interrogante al
que Mateo va a dar respuesta versículos más abajo: «El nacimiento de
Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y,
antes de empezar a convivir ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu
Santo». He aquí la
revelación de la virginidad de María. Nos asombra la sobriedad, casi frialdad
de Mateo al referirse a este portento. No hay ningún énfasis, ninguna
consideración encomiosa ni apologética, ninguna apreciación que exceda el
mero anunciado del hecho. Mateo está más preocupado por su significación
teológica que por su rareza, más preocupado por el problema de interpretación
que plantea al justo José que el que puede plantear a todas las generaciones
humanas después de él. ¿Qué significa
–teológicamente hablando– la maternidad virginal de María? A Mateo no le
interesa dar aquí argumentos que la hagan creíble o aceptable. Y no pensemos
que sus contemporáneos fueran más crédulos que los nuestros ni más proclives a
aceptar sin más este misterio de la madre virgen. Hemos visto las
dificultades que levantaban contra un Jesús reputado hijo carnal de José y
María. Imaginemos las que podían levantar contra alguien que se presentara –o
fuera presentado– con la pretensión de ser Hijo de Madre Virgen, de haber
sido engendrado sin participación de varón y por obra directa de Dios en el
seno de su madre. 5. La genealogía Entenderemos mejor
por dónde va el interés de Mateo en la concepción virginal de Jesús y su
adopción por José tomando a María por esposa; nos explicaremos mejor por qué
Mateo engarza esta gema en el contexto –tan poco elocuente para nosotros– de
una genealogía, si nos detenemos un poco a considerar qué función cumplía
este género literario genealógico en el contexto vital del pueblo judío en
tiempos de Jesús. En tiempos de
Jesús, la genealogía de una persona y una familia tenía suma importancia
jurídica e implicaba consecuencias en la vida social y religiosa. No era,
como hoy entre nosotros, un asunto de curiosidad histórica o de elegancia, o
de mera satisfacción de la vanidad. Una genealogía se
custodiaba como un título familiar. Posición social, origen racial y
religioso dependían de ella. Sólo formaban parte
del verdadero Israel las familias que conservaban la pureza de origen del
pueblo elegido tal como lo había establecido, después del exilio, la reforma
religiosa de Esdras. Todas las
dignidades, todos los puestos de confianza, los cargos públicos importantes,
estaban reservados a los israelitas puros. La pureza había que demostrarla y
el Sanedrín contaba con un tribunal encargado de validar las genealogías e
investigar los orígenes de los aspirantes a los cargos. El principal de
todos los privilegios que reportaba una genealogía pura se situaba en el
domino estrictamente religioso. Gracias a la pureza de origen, el israelita
participaba de los méritos de sus antepasados. En primer lugar, todo
israelita participaba en virtud de ser hijo de Abraham, de los méritos del
Patriarca y de las promesas que Dios le hiciera a Abraham. Todos los
israelitas –por ejemplo– tenían derecho a ser oídos en su oración, protegidos
en los peligros, asistidos en la guerra, perdonados de sus pecados, salvados
de la Gehena y admitidos a participar del Reino de Dios. Literalmente: el Reino
de Dios se adquiría por herencia. Jesús impugna enérgicamente esta creencia: «Dios puede
suscitar de las piedras hijos de Abraham» (Lc 3, 8). «Los publicanos y
prostitutas los precederán en el Reino de los Cielos» (Mt 21, 31). Porque, según
Jesús, el título que da derecho al Reino no es la pureza genealógica de la
raza ni la sangre, sino la fe (Jn 3, 3ss.; 8, 3ss.). 6. Hijo de David Pero además, y en
segundo lugar, la pureza de una línea genealógica daba al descendiente
participación en los méritos particulares de sus antepasados propios. Un descendiente de
David, por ejemplo, participaba de los méritos de David y era especialmente
acreedor a las promesas divinas hechas a David. Por eso, cuando
Mateo comienza su evangelio ocupándose del origen genealógico del Mesías
comienza por un punto candente para todo judío de su época: el origen
davídico del Mesías. Según la convicción
común y corriente de los contemporáneos de Jesús, fundada con razón en la
Escritura, el Mesías sería un descendiente de David. En la Palestina de los
tiempos de Jesús había, además de los hijos de Leví, otros grupos familiares
o clanes que llevaban nombres de los ilustres antepasados de los que
descendían. Existía un clan de descendientes de David –uno de los cuales era
José–, que debía de ser muy numeroso no solo en Belén, ciudad de origen de
David, sino también en Jerusalén y en toda Palestina. No es exagerado
estimar el número de los hijos de David, como cifra baja, en unos mil o dos
mil. Ser hijo de David era, pues, llevar un apellido corriente que no
necesariamente daba al portador demasiado brillo ni gloria. Y si comparamos
el título Hijo de David con uno de nuestros apellidos, equivaldría a la
frecuencia de nuestros Pérez, González o Rodríguez. Los parientes
cercanos de Jesús aparecen en el evangelio como un grupo numeroso, y
seguramente fue importante en la comunidad primitiva de Jerusalén, quizás
cerca de un centenar. Entre los hijos de
David había, sin duda, familias pobres y familias acomodadas. Habría, sin
duda también, miembros de la aristocracia de Jerusalén. Y la pretensión y
lustre mesiánico de Jesús, su éxito y el fervor popular que despertaba su
persona, habría levantado ronchas y envidias entre los hijos de David más
acomodados e ilustrados, puesto que vendría a frustrar las expectativas de
elección divina de más de alguna madre davídica orgullosa de sus hijos,
dotados de más títulos, relaciones y letras que el pariente galileo. La afirmación de
Mateo del origen davídico merece toda fe. Que no sea una invención tardía del
Nuevo Testamento para fundamentar el origen mesiánico de Jesús, haciéndolo
descendiente de David, nos lo muestra el testimonio unánime de todo el Nuevo
Testamento y el de otras fuentes históricas. Eusebio registra en su Historia
Eclesiástica el testimonio de Hegesipo, que escribe hacia el 180 de nuestra
era, recogiendo una tradición palestina, según la cual los nietos de Judas,
hermano del Señor, fueron denunciados a Domiciano como descendientes de David
y reconocieron en el transcurso del interrogatorio dicho origen davídico. Igualmente Simón,
primo del Señor y sucesor de Santiago en el gobierno de la comunidad de
Jerusalén, fue denunciado como hijo de David y de sangre mesiánica, y por eso
crucificado. Julio el Africano confirma que los parientes de Jesús se
gloriaban de su origen davídico, a todo lo cual se suma que ni los más
encarnizados adversarios de Jesús ponen en duda su origen davídico, lo que
hubiera sido un poderoso argumento contra él de haberlo podido alegar ante el
pueblo. Para Mateo, todo hubiera
sido a primera vista más sencillo si hubiera podido presentar a Jesús como
engendrado por José, a semejanza de todos sus antepasados. En realidad, el
origen virginal de Jesús le complica las cosas. No sólo introduce un elemento
inverosímil en su relato, una verdadera piedra de escándalo para muchos, sino
que complica la evidencia del origen davídico de Jesús al transponerlo del
plano físico al de los vínculos legales de la adopción. ¿Qué significado
teológico encerraba el título Hijo de David –de suyo tan vulgar– aplicado al
Mesías? ¿Y cómo lo entiende Mateo como título aplicable a Jesús? El evangelio de
Mateo se abre con las palabras: Libro de la Historia de Jesús el Ungido, Hijo
de David, Hijo de Abrahám. Mateo parte de los
títulos mesiánicos más comunes y recibidos para mostrar en qué medida son
falsos y en qué medida son verdaderos; para mostrar que no son ellos los que
nos ilustran acerca de la identidad del Mesías, sino que son el Mesías
–Jesús– y su vida los que nos enseñan su verdadero sentido. Como Hijo de David,
Jesús es portador de las promesas hechas a David para Israel. Como Hijo de
Abrahám, trae la promesa a todos los pueblos. Como Hijo de David es rey, pero
un rey rechazado por su pueblo y perseguido a muerte desde su cuna, pues ya
Herodes siente amenazado su poder por su mera existencia y ordena para
matarlo la Degollación de los Inocentes. No son los sabios de su pueblo, sino
los de los paganos, venidos de Oriente, los que preguntan por el rey de los
judíos y le traen presentes y regalos. Como Hijo de David, también le
corresponde nacer en Belén, pero su origen es ignorado, pues luego es
conocido como galileo nazareno. El sentido que
tiene este reconocimiento inicial de los dos títulos –Hijo de David, Hijo de
Abrahám– lo explicita ya el final de la genealogía: Hijo de María –por obra
del Espíritu Santo–, esposa de José. María y José, al
culminar la lista genealógica arrojan sobre ella una luz que la transfigura.
Esta genealogía misma encierra en su humildad carnal el testimonio perpetuo de
la libre iniciativa divina, que ha de brillar deslumbrante al término de
ella. Porque Abrahám es su comienzo absoluto, puesto por una elección
gratuita de Dios. Porque este hombre se perpetúa en una mujer estéril. Porque
la primogenitura no la tiene Ismael, sino Isaac, y más tarde no es Esaú, sino
Jacob, quien la hereda, contra lo que hubiera correspondido según la carne; y
lo mismo pasa con Judá que hereda en lugar del primogénito, y con David, que
es el menor de los hermanos. En la larga lista se cobijan justos, pero
también grandes pecadores. A quienes se
enorgullecían de la pureza de su origen davídico, o pensaran el origen
davídico del Mesías en orgullosos términos de pureza racial, no podía
dejarles de llamar la atención que Mateo introdujera en la genealogía, contra
lo habitual, el nombre de cuatro mujeres, todas ellas extranjeras y ajenas no
sólo a la estirpe sino a la nación judía: Tamar, cananea, que disfrazándose de
prostituta arranca a su suegro la descendencia que correspondía a su marido
muerto, según la ley del levirato, y que sus parientes le negaban. Rajab,
otra cananea, gracias a la cual los judíos pueden entrar en Jericó en tiempos
de Josué, y que, según las tradiciones rabínicas extra bíblicas, fue madre de
Booz, que a su vez, de Rut –extranjera también y, más aún, de la odiada
región moabita– engendró a Obed, abuelo de David. BatSeba, por fin, la
adúltera presumiblemente hitita como su marido Urías, general de David, a
quien éste pecaminosamente hace morir en combate para arrebatarle a su mujer,
la cual fue luego nada menos que madre de Salomón, hijo de la promesa. ¿Dónde queda lugar
para el orgullo racial, para gloriarse en la pureza de la sangre o en los
méritos de los antepasados? No están escritas en el linaje del Mesías, en
cuanto provienen de David, ni la impoluta pureza de la sangre ni la justicia
sin mancha. Más bien, por el contrario, si el Mesías se debe a sus
antepasados, se debe también a los extranjeros y a los pecadores, y también
los extranjeros y pecadores tienen títulos de parentesco que alegar sobre el
Mesías. Mateo se complace
en señalar así la verdadera lógica genealógica inscrita en la historia del
linaje davídico del Mesías y en contradecir con ella el orgullo carnal y el
culto al linaje. Aquellas mujeres
extranjeras, a las cuales se debió la perpetuación del linaje de David, son
prefiguración de María: ajena también al linaje de David según la carne,
despreciable por los que se gloriaban en sus genealogías. María, aunque
eternamente extranjera al linaje de mujeres que conciben por obra de varón,
es la madre del nuevo linaje de hombres que nace de Dios por la fe. 7. Hijo de David e Hijo de Dios María Virgen y
María esposa de José no son rasgos que se yuxtaponen, sino que se articulan y
dan lugar a una explicación teológica: iluminan cómo debe entenderse el
título mesiánico Hijo de David. La pertenencia del Mesías al linaje de David
no se anuda a través de un vínculo de sangre, pues José, hijo de David, no
tiene parte física en su concepción. La pertenencia del Mesías a la casa de
David se anuda a través de una Alianza. Una alianza matrimonial, que no se
explica tampoco por mera decisión o elección humana, sino por dos
consentimientos de fe a la voluntad divina y que, por tanto, a la vez que
alianza matrimonial entre dos criaturas, es alianza de fe entre dos criaturas
y Dios. El Mesías no es
Hijo de David por voluntad ni por obra de varón ni por genealogía, sino que
entra en la genealogía en virtud de un asentimiento de fe que da José, hijo
de David, a lo que se le revela como operado por Dios en María. El Mesías no es
Hijo de Dios por voluntad ni obra de varón, sino en virtud de un asentimiento
de fe que da María a la obra del Espíritu en ella. Para que el Mesías,
Hijo de Dios e Hijo de David, viniera al mundo y entrara en la descendencia
davídica, se necesitaron, pues, dos asentimientos de fe: el de María y el de
José. Ambos fundan el verdadero Israel, la verdadera descendencia de Abraham,
que nace, se propaga y perpetúa no por los medios de la generación humana,
sino por la fe. Mateo subraya que
la filiación davídica de JesúsMesías no es signo genealógico que pueda ser
leído, rectamente comprendido ni interpretado al margen de la fe. No es un
signo que Dios haya dado en el campo de la generación humana, accediendo a la
carnalidad de los judíos que pedían signos para creer. Parece más bien
antisigno, porque, en realidad, el Mesías existió anterior e
independientemente a su incorporación en el linaje de David a través del
matrimonio de su Madre con un varón de ese linaje. Los hechos, que
Mateo no elude, más bien contradicen los modos concretos de la expectación
mesiánica judía. Mateo da muestras
de un coraje y una honestidad intelectual muy grandes cuando acomete la tarea
de exponer estos hechos –aunque increíbles– sin endulzarlos ni camuflarlos,
en la confianza de que ellos manifiestan una coherencia tal con el Antiguo
Testamento que no podrán menos de mover a reconocerlos –si se perfora la
costra superficial de su apariencia– como signos de credibilidad. De ahí su recurso
al Antiguo Testamento, en paralelo continuo con los hechos, mostrando cómo no
son las profecías las que condenan al Jesús Mesías, sino que es la vida real
y concreta del JesúsMesías la que arroja luz sobre el contenido profético del
Antiguo Testamento y la que amplía la extensión de su sentido profético a
regiones insospechadas para los carriles vulgares de la teología judía de su
tiempo. Tanto para
justificar la traducción «hecho hijo de mujer», en vez de «nacido de mujer»,
como para comprender el sentido mesiánico de la alusión a la madre, véase el
artículo de José M. Bover, SJ, Un texto de San Pablo (Gál 4, 45) interpretado
por San Ireneo («Estudios Eclesiásticos» 17, 1943, pp. 145-181). De él hemos
tomado la traducción del pasaje de Gálatas.
IV.
MARÍA
EN SAN LUCAS TESTIGO DE JESUCRISTO 1. La intención de Lucas La obra del
evangelista Lucas consta de dos libros: el Evangelio y los Hechos de los
Apóstoles. El primero nos relata la historia de Jesús, el segundo la historia
de los orígenes de la Iglesia. La intención del díptico es iluminar la
experiencia que los fieles de origen pagano encontraban en la comunidad
eclesial, explicándola a la luz de su origen histórico. ¿Cómo? Mostrando –en
la experiencia actual del Espíritu Santo derramado en las primeras Comunidades–
la continuidad de la acción del mismo Espíritu que había obrado en la Iglesia
de los Apóstoles, en la Vida y Obra de Jesús y en su preparación previa en la
historia pasada de Israel. La inquietud de
Lucas parte, pues, del presente; y para dar razón de él e interpretar su
significado religioso, se remonta al pasado. En cambio su obra escrita, por
pura razón del método, parte del pasado y, siguiendo un cierto orden
cronológico de los hechos, llega al presente. El prólogo de su evangelio nos
muestra que Lucas ha usado una técnica como la actual cinematográfica del
racconto: «Puesto que muchos
han intentado narrar ordenadamente los hechos que han tenido lugar entre
nosotros, tal como nos los han transmitido los que presenciaron personalmente
desde el comienzo mismo y que fueron hechos servidores del Mensaje, también a
mí, que he investigado todo diligentemente desde sus comienzos, me pareció
bien escribirlos ordenadamente para ti –ilustre Teófilo–, para que conocieras
la certeza de las informaciones que has recibido». Lucas es plenamente
consciente de su condición de testigo secundario y tardío. No es apóstol ni
testigo presencial de los orígenes del milagro cristiano. Se ha incorporado a
la Iglesia, y ha sido dentro de ella una figura relativamente oscura y de
segundo rango. Pero no es judío; y se ha aproximado a esta nueva «secta»,
nacida del judaísmo, desde su cultura y mentalidad griega, como hijo
ilustrado de ella, amante de claridades y certezas, de orden y de examen
crítico de hechos y testigos. En su prólogo
distingue claramente: 1º– Los testigos
presenciales (autoptai: los que vieron por sí mismos) y desde los comienzos
(ap’arjés) y que convertidos en servidores de ese mensaje, lo transmitieron
(paredosan). Ellos son la fuente de la tradición. 2º– Otros que se
dieron a la tarea (epejéiresan: pusieron la mano, escribieron) de repetir por
escrito, en el mismo orden que la tradición oral, las narraciones de los
testigos –¿Marcos, por ejemplo?–. Ellos son los que
fijaron por escrito esas antiguas tradiciones. 3º– El, Lucas, que
adopta un orden propio. Orden que, fundado en una investigación diligente de
los hechos, tiene por fin hacer resaltar en ellos su coherencia interior y,
por lo tanto, su credibilidad. Desde su relación
catequístico-apologética con Teófilo –personaje real o personificación de los
paganos instruidos que como Lucas se habían acercado a enterarse de la fe
cristiana–, Lucas emprende su obra, que es a la vez historia de la fe y
teología de la historia. Y como buen historiador griego, se funda en testigos
presenciales y fidedignos. Su escrúpulo se
refleja, entre otras cosas, en que sitúa los acontecimientos que relata en
relación con ciertas coordenadas o hitos de la historia. Teófilo ha recibido
información o instrucción en una de aquellas comunidades contemporáneas,
suyas y de Lucas, en la que ha visto las obras del Espíritu. Lucas parte de
allí hacia atrás, explicándolo todo desde el comienzo como obra del Espíritu
Santo. Esta centralidad del Espíritu Santo en la obra de Lucas se desprende
del prólogo de los Hechos de los Apóstoles, segundo tomo de su obra: «En mi primer
libro, oh Teófilo, hablé de lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio,
hasta el día en que, después de haber enseñado a los Apóstoles que El había
elegido por obra del Espíritu Santo, fue llevado al cielo». El Espíritu Santo
ha presidido e inspirado la elección de los Apóstoles y es el vínculo divino
entre Jesús y la Misión eclesial que comienza. Lucas, que escribe
a gentiles o cristianos provenientes de la gentilidad, no puede contentarse
con el recurso al Antiguo Testamento y a la prueba del cumplimiento de las
Escrituras. Para su público es necesario integrar estos elementos en un nuevo
marco significativo. Lucas debe atender a la solidez y certeza, y estas deben
demostrarse a partir de hechos actuales, visibles en la Iglesia. Desde estos
hechos puede ya remontarse al pasado bíblico, que no ofrece para su público
pagano interés por sí mismo. Cuando Lucas nos
narra la infancia de Jesús, trata la materia más lejana al presente, toca la
parte más remota de su historia. Lucas podía haberlo omitido como Marcos y
Juan. Era materia especialmente espinosa para explicar a gentiles. Mateo en
cambio, podía mostrar más fácilmente a su público, judío, cómo a través de
los hechos de la infancia de Jesús se cumplían las Escrituras. Pero para el
público de Lucas, el argumento de Escritura adquiría fuerza si se presentaba
integrado en el testimonio de un testigo, dirigido históricamente y
claramente vinculado a la explicación del presente eclesial. 2. María como testigo Y ese testigo de la
infancia de Jesús es María. A Lucas debemos una serie de rasgos de María, un
enriquecimiento de detalles de su figura, que proviene precisamente de un interés
por ella como testigo privilegiado no solo de la vida de Jesús, sino también
del significado teológico de esa vida. Si todo el
evangelio de Lucas se funda en un testimonio de testigos oculares y si Lucas
se atreve hablar de la infancia de Jesús es porque cuenta con el testimonio
de María acerca de ella. Lucas evoca por dos veces en su narración de la
infancia los recuerdos de María: «María por su parte, guardaba todas estas
cosas y las meditaba en su corazón» (2, 19); «Su Madre conservaba cuidadosamente
todas las cosas en su corazón» (2, 51). Estas fórmulas recuerdan la manera
como San Juan invoca su propio testimonio en su evangelio y los términos
análogos usados por el mismo Lucas cuando parece referirse al testimonio de
vecinos y parientes: «Invadió el temor a
todos sus vecinos –viendo lo sucedido a Zacarías– y en toda la montaña de
Judea se comentaban todas estas cosas; todos los que las oían las guardaban
en su corazón» (1,66). «Oyeron sus vecinos
y parientes que el Señor le había hecho gran misericordia» (1,58). «Se volvieron
glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído» (2, 20). Algunos de estos
testimonios, que difícilmente ha podido recoger Lucas directamente de los
testigos presenciales, deben haberle llegado a través de María o de
familiares de Jesús que –como sabemos– integraban la comunidad primitiva y
guardarían tradiciones familiares, de las cuales, sin embargo, la fuente
última debió de ser María. 3. Cualidades de María como testigo Lucas pone especial
cuidado en cualificarla como testigo: María es una persona llena de gracia de
Dios, como lo dice el Ángel. Instruida en las Escrituras, como se desprende
del lenguaje bíblico del Magníficat; como lo presupone la profunda reflexión
bíblica sobre los hechos, que se entreteje de manera inseparable con su
narración; y como se explica también por el parentesco levítico de María,
relacionada con Isabel, su prima, descendiente del linaje sacerdotal de Aarón
y esposa del sacerdote Zacarías. Nos detenemos a
subrayar esto, porque hay quienes con cierta facilidad se inclinan a atribuir
los relatos de la infancia de Jesús a la imaginación de los evangelistas,
como si estos los hubieran inventado libremente, inspirándose en los relatos
que el Antiguo Testamento suele hacer de la infancia de los grandes hombres
de Dios, como Moisés o Samuel. Es innegable que
estos relatos de la infancia de Jesús son como un tapiz, tejido con hilos de
reminiscencias veterotestamentarias. Pero ¿con qué otro hilo podía tejer su
meditación sobre los hechos María, una doncella judía, emparentada con
levitas y sacerdotes, piadosa y llena de Dios, asistente asidua y atenta de
las lecturas y explicaciones de la sinagoga? ¿Y quién puede distinguir cuando
abre el cofre de sus recuerdos más queridos, entre lo que un historiador frío
podría llamar hechos, crónica, y la carga de evocación, interpretación
personal y resonancias afectivas en que envolvemos, como entre terciopelos,
las joyas de nuestra memoria? Lucas sabe que no
puede pedir de María, su testigo, un testimonio redactado en el género de un
parte de comisaría. Ni tampoco le interesa. Porque en la meditación con la
que María comprendió los acontecimientos y los recuerda en la rumiación
midráshica de que los hizo objeto, hay algo que Lucas aprecia más que la
crónica de un archivo. Hay la revelación, hecha a una criatura de fe
privilegiada, del sentido de los acontecimientos de la infancia de Jesús a la
luz de la Escritura, y hay una iluminación de oscuros pasajes de la Escritura
a la luz de los misterios de la vida del Salvador. Y en ese recíproco
iluminarse de los hechos presentes por los pasados, y de los pasados por los
presentes, no hay un método inventado por María, sino un procedimiento muy
bíblico que revela, sin necesidad de firmas en la tela, al verdadero autor:
el Espíritu Santo. El que –como Lucas gusta subrayar– obra en la Iglesia,
obró en la vida de María y se revela como el conductor de toda la historia de
salvación, no sólo hasta Abraham –según Mateo–, sino hasta Adán mismo, como
Lucas la traza en su genealogía de Jesús. Es el Espíritu Santo quien, a
través de María, está dando testimonio de Jesús y quien comenzó por ella su
tarea de enseñar a los creyentes en Jesucristo todas las cosas. Por eso, María no
podía faltar y no falta en la obra de Lucas, no sólo en el momento de la
infancia de Jesús, como la voz del niño que todavía no es capaz de hablar,
sino tampoco en la infancia de la Iglesia, cuando los Apóstoles después de la
Ascensión, encerrados todavía en sus casas por temor a los judíos perseveran
en la oración –como nos narra Lucas al comienzo de los Hechos de los
Apóstoles– junto con la Madre de Jesús, sin atreverse todavía a hablar;
Apóstoles infantes hasta la mayoría de edad del Espíritu. Por eso María
desaparece discretamente y cede humilde la palabra a su Hijo cuando éste –a
los doce años, en su BarMitzvá, en el Templo de Jerusalén– se convierte en un
adulto maestro de la sabiduría de su Pueblo y se hace capaz de dar testimonio
válido de sí mismo y del Padre. Por eso desaparece
también María muy pronto de los Hechos de los Apóstoles, apenas éstos, llenos
del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, se convierten en maestros de la
Nueva Ley del Espíritu, en servidores de la Palabra, revestidos con fuerza y
poder de lo alto, en válidos testigos de la Pasión y Resurrección o sea, de
la identidad mesiánica y divina de Jesús. María ocupa, pues,
un puesto muy humilde como testigo, y cede ese puesto provisional apenas
otros asumen su misión, pero no deja de ser imprescindible. Su testimonio permanece
como eternamente válido e irreemplazable para aquél período de la concepción
e infancia del Señor que ella presenció y en cuyas modestas y oscuras
prominencias supo leer con fe, ilustrada por Dios y antes que nadie, el
cumplimiento de las profecías. El contenido del
testimonio de María en los relatos de la infancia según Lucas está polarizado
en la persona de Jesús, protagonista de todo el evangelio, alrededor del cual
se mueven muchas figuras: Zacarías, Isabel, Juan el Bautista, parientes y
vecinos, pastores de Belén, Simeón y Ana la profetisa, doctores del templo,
María y José. 4. La plenitud de los tiempos Lucas, discípulo de
Pablo, refleja en su obra una idea muy paulina. Idea que ya hemos visto en
aquél pasaje de la carta a los Gálatas que citábamos hablando de Mateo: «Pero
al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, hecho hijo de
mujer» (Gál 4,4). La plenitud de los tiempos ha llegado, y ella comienza y
consiste en la vida de Cristo, pues en Él está el centro de la historia de la
salvación. El oculto período
de la infancia del Señor es el filo crítico en que comienza esa plenitud y
termina lo antiguo. Juan el Bautista es el último personaje del Antiguo
Orden. Jesús es el primero del Nuevo. De ahí que Lucas coloque en paralelo
sus milagrosas concepciones, el anuncio angélico a sus padres de sus nombres
simbólicos, reveladores de sus respectivas identidades y misiones, sus
infancias y su crecimiento. De este díptico de textos resalta una cierta
semejanza pero también la radical diferencia de ambas figuras: Juan-precursor
y Jesús-Mesías. Juan, último profeta del Antiguo Orden y Jesús, Hijo de Dios.
Lucas se complace
en leer ya desde la infancia, más aún, desde antes del nacimiento del
Bautista, su destino de heraldo del Mesías. El niño Juan salta de gozo en el
seno de su madre. Y ésta se llena del Espíritu Santo. Es el mismo Espíritu a
cuya intervención se debe la milagrosa inauguración de la plenitud de los
tiempos en el seno de María. El Espíritu que asegura la continuidad de una misma
obra divina a través de la discontinuidad de los tiempos, de uno que se
extingue y de otro que se inaugura. 5. Una nube de testigos Alrededor de la
cuna de Jesús, Lucas, único evangelista que nos narra su nacimiento, agrupa a
sus testigos. Todos hablan de él: Zacarías da
testimonio incluso con su mudez. Es el testimonio negativo de la mudez de la
Antigua Ley –de la cual es sacerdote– para explicar lo que sucede. Dios no
necesita de su testimonio ni de su palabra para llevar adelante su obra. A
pesar del enmudecimiento de la Antigua Ley, de la Antigua Liturgia, del
Antiguo Templo, de los cuales Zacarías es ministro, Dios suscita un testigo y
precursor: Juan Bautista. Y cuando éste –mudo todavía también él– en el seno
de su madre se estremece de gozo y comunica a la estéril anciana convertida
milagrosamente en madre fecunda para concebir al último fruto del Antiguo
Israel, el testimonio acerca del que viene: «¿Quién soy yo para que me visite
la madre de mi Señor?» (1.43). Isabel presta su
voz, no está sola como testigo del Señor que viene. Y esto debemos tenerlo en
cuenta cuando consideramos la figura de María según San Lucas. En la tela de
Lucas, María no se dibuja aislada, solitaria figura de un retrato, sino en un
grupo. Y es por contraste y por reflejo, por reflejado aire familiar y por
contrastante genio propio, como resaltan sus rasgos. Por un lado Zacarías e
Isabel. Por otro José y María. Allí es el padre el destinatario del mensaje
angélico, aquí María, la madre. Aquél pregunta sin fe y es reducido al
silencio. Ésta pregunta llena de fe y se le da la voz para un asentimiento
trascendente. En este grupo de
testigos que Lucas nos pinta, sólo José está mudo. Al mismo Zacarías le es devuelta al fin su voz para que imponga al niño su nombre
–según mandato del Ángel– y para entonar el Benedictus, testimonio del origen
davídico de Jesús y de la misión precursora de Juan. También Isabel, Simeón y
Ana se llenan del Espíritu Santo y dan testimonio acerca del Niño. Y es
también por reflejo y por contraste con todas estas voces como Lucas presenta
el contenido del cántico de María, el Magnificat, una ventana no sólo hacia
el alma del personaje, sino hacia el paisaje interior, hacia el corazón que
meditaba todas estas cosas guardándolas celosamente. Las miradas del grupo
de testigos convergen en Jesús, pero la luz que ilumina sus rostros viene del
Niño. Y así con la luz de su divinidad de la que ellos nos hablan, vemos
iluminados sus rostros y entre ellos el gozoso de María. Es lo que muchos
pintores han expresado con verdad plástica en sus telas, haciendo del Niño la
fuente de luz que ilumina a los personajes del nacimiento. Lucas es su
precursor literario. 6. Midrásh Pésher Pero Lucas recoge y
usa también una técnica que podríamos llamar impresionista. Su estilo literario,
sobre todo en estos relatos de la infancia, está cuajado de referencias
implícitas al Antiguo Testamento, de alusiones que son –cada una– evocación y
sugerencia de un mundo de antiguos textos, convocados ellos también como
testigos. ¿No había invocado acaso Jesús en su vida terrena, el testimonio de
las Escrituras: «Escudriñad las Escrituras, ya que creéis tener en ella vida
eterna; ellas son las que dan testimonio de mí»? (Jn 5,39). Esa investigación
mediadora de la Escritura no la inventa Lucas. Era un quehacer de la
sabiduría de Israel; y al que lo practica, lo declara el salmo primero
bienaventurado. Obedece a ciertas normas y tenía su nombre: Midrash
(búsqueda) Este derivado del verbo darash (buscar, investigar) denomina el
esfuerzo de meditación y de penetración creyente del texto sagrado, para
encontrar su explicación profunda y su aplicación práctica. Ese estudio puede
estar dirigido a buscar en el texto bíblico inspiración de la conducta (y
entonces se llama Halakháh: derivado de halakh caminar), o es meditación del
sentido salvador de un acontecimiento narrado en la Escritura. Sentido oculto
que el texto le manifiesta al que lo medita e investiga, comunicándole el
sentido divino de la historia. Y entonces se llama Haggadáh: narración,
relato, anuncio de hechos. Pero nunca crónica, sino interpretación creyente
de la historia. Una de las formas
de Midrash haggadáh es lo que tanto en la Sagrada Escritura como en la
literatura rabínica y sobre todo qunrámica es conocido con el nombre de
Pésher (plural: pesharim). El Pésher es la interpretación de hechos a la luz
de los textos bíblicos y viceversa: la interpretación de textos bíblicos a la
luz de hechos. Como se ha visto en el apéndice al capítulo dedicado a Marcos,
el Pésher no es libre fabulación mitológica, sino reflexión seria sobre la
Escritura y presupone la realidad histórica de los hechos que se interpretan
a su luz, y cuya luz se proyecta sobre las Sagradas Escrituras. Midrash se le dice
a menudo a la reflexión que tiene por objeto responder a un problema o a una
situación nueva surgida en el curso de la historia del pueblo de Dios,
incorporar a la Revelación un dato nuevo, prolongando con audacia las
virtualidades de la Escritura. Pero trasponiendo
los límites del estudio, el midrash invade en Israel la vida cotidiana, se
hace estilo proverbial que colorea la conversación, no sólo la culta, sino
también la popular y la doméstica. Hay una santificadora contaminación de los
temas profanos por lo que el israelita oye en la sinagoga sábado a sábado.
Toma y acomoda expresiones del texto a las situaciones de su vida, y hace de
la Escritura vehículo y medio de su comunicación. Crea un estilo
alusivo, metafórico, indirecto, estilo de familia ininteligible para el no
iniciado en la Escritura. En este estilo de
arcanas alusiones habla Gabriel a María, parafraseando el texto de un oráculo
profético de Sofonías 3, 14-17: Alégrate, Hija de Sión, Yahvé es el rey de
Israel en
ti. No temas,
Jerusalén; Yahvé tu Dios está dentro de ti, valiente salvador, rey
de Israel en ti. El texto de San
Lucas dice (1, 28ss): Alégrate, María, objeto
del favor de Dios. El Señor [está] contigo. No temas, María. Concebirás en tu
seno y darás a luz un
hijo y le llamarás: Yahvé Salva. El reinará. Uno de los
procedimientos corrientes del Midrash consiste en describir un acontecimiento
actual o futuro a la luz de uno pasado, retomando los mismos términos para
señalar sus correspondencias y compararlos. Es el procedimiento que usa el
libro de la Consolación (Deuteroisaías), que para hablar de la vuelta del
Exilio usa los términos de la liberación de Egipto (Éxodo). Dios se apresta a
repetir la hazaña liberadora de su pueblo. El uso que en la
Anunciación hace Gabriel de los términos de Sofonías implica una doble
identificación: María se identifica con la Hija de Sión, Jesús con Yahvé, Rey
y Salvador. 7. María: Hija de Sión La Hija de Sión
(Bat Sión) es una expresión que aparece por primera vez en el profeta Miqueas
(1, 13; 4, 10ss.). Decir «Hija» era una manera corriente en la antigüedad de
referirse a la población de una ciudad. Hija de Sión designaba también el
barrio nuevo de Jerusalén al norte de la ciudad de David, donde, después del
desastre de Samaría y antes de la caída de Jerusalén se había refugiado la
población del norte: el Resto de Israel. ¿Qué significa su
identificación con María? La Hija de Sión,
como expresión teológica, significa en la Escritura el Israel ideal y fiel,
el pueblo de Dios en lo que tiene de más genuino y puro, y puede encontrar su
expresión ocasional en grupos determinados, pero permanece abierta al futuro
y también a una persona. El Midrash es capaz, así, de reflejar sutilmente los
misterios para los cuales está abierto, con particular habilidad. A lo largo
de la historia teológica de la expresión Hija de Sión, ha habido un proceso
desde la parte hacia el todo, que ahora el Angel reinvierte, volviendo del
todo a una parte, a una persona, a María. El barrio de Jerusalén pasó a
cobijar bajo su nombre a la ciudad entera y al pueblo entero como portadores
de una promesa de salvación. Ahora es una persona, María, la que se revela
como la Hija de Sión por excelencia y el punto diminuto del cosmos en que esa
magnífica promesa se hace realidad. 8. María y el Arca de la Alianza No nos detenemos a
mostrar –interesados como estamos principalmente en la figura de María– cómo
la segunda parte del mensaje de Gabriel, la referente a Jesús, glosa también,
aludiéndolo al texto capital de la promesa hecha a David (2 Sam 7); ni nos
detenemos en las demás alusiones a otros textos bíblicos que encierra el
breve –o abreviado– mensaje del Angel. Pero sí es relativo a María el
paralelo entre Exodo 40, 35 y lo que el Angel le anuncia sobre el modo
misterioso de su concepción. Este paralelo nos permite invocar a María
piadosa y místicamente en la letanía mariana como Foederis Arca (Arca de la
Alianza) con toda verosimilitud, porque también sobre ella se posa la sombra
de la Nube de Dios, donde Él está presente actuando a favor de su Pueblo. La Nube cubrió con su
sombra el
tabernáculo. Y la gloria de
Yahvé colmó
la morada. El poder del
Altísimo te
cubrirá con su sombra. Por eso lo que
nacerá de ti será llamado
Santo, Hijo de Dios. La concepción
virginal de María se describe aquí mediante la Epifanía de Dios en el Arca de
la Alianza. La Nube de Dios aparece sobre ambas y sus consecuencias son
análogas. El Arca es colmada de la Gloria; María es colmada de la presencia
de un ser que merece el nombre de Santo y de Hijo de Dios. Pero la acción del
Espíritu Santo que se manifiesta como Nube alumbradora no se limita a reposar
sobre María. Esta manifestación está señalando hacia delante en la obra de
Lucas: hacia la escena del Bautismo, hacia la Transfiguración, textos en los
que la voz del cielo da testimonio de su Santidad y de su Filiación divina:
«Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Imposible también
detenernos aquí a desentrañar las alusiones midráshicas contenidas en la
salutación de Santa Isabel a María, ni el mosaico antológico –también
midráshico– de que consta el Magníficat, verdadero testimonio de María acerca
de sí misma. 9. El signo del Espíritu es el gozo Quiero solo retener
–para terminar– un aspecto de la imagen de María, según Lucas, que
transfigura el rostro de su testigo privilegiada. Gabriel la invita al gozo y
la alegría, y en el Magníficat María exulta. Detengámonos a mirar ese rostro
de María que se alegra y se enciende de gozo. Veámosla prorrumpir en un
cántico. No nos detengamos en las palabras, que pueden desviarnos o
distraernos hacia una curiosa arqueología bíblica. Contemplemos su gozo en
las facciones que Lucas nos dibuja. Es el principal
testimonio que Lucas se detiene a registrar. Porque en esa primigenia alegría
ve la fuente del gozo que invade a las comunidades cristianas cuando cantan
su fe en el Señor. Dichosos también ellos por haber creído. El único pasaje
evangélico que nos registra un estremecimiento de gozo en el Señor es aquél
en que Cristo se goza porque el Padre lo ha revelado a sus creyentes. El
episodio se conserva en Mateo y en Lucas. Pero mientras Mateo se limita
sobriamente a decir que Jesús tomó la palabra, Lucas nos precisa que en aquél
momento se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: «Yo te bendigo,
Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios
y prudentes y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque te has
complacido en esto. Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce
quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquél a
quien el Hijo se lo quiera revelar». (Lc 10, 21-22; Mt 11, 25-27). «Y volviendo a los
discípulos, les dijo aparte: “¡Dichosos los ojos que
ven lo que veis. Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo
que vosotros veis, pero no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, pero no lo
oyeron!”» (Lc 10, 23-24; Mt 13, 16-17). Si alguien siente
la alegría de creer, si se regocija y exulta por la pura y gozosa alegría de
su vivir creyente, sepa que ésa es una voz angélica en su interior, y que
está oyendo el lenguaje de los ángeles. Sepa que ésa es la sombra protectora
del Espíritu sobre él y dentro de él. Es la nube del Espíritu y la presencia
divina en su interior. Es el esplendor de la manifestación de la Gloria y la
manifestación gloriosa del Espíritu en la Iglesia. La que llamó la atención
del ilustre Teófilo. La que Lucas quiere explicarle, remontándose a su origen
en María, en Jesús, en los discípulos. Y si alguien no
siente en sí esa alegría, mire el rostro iluminado de gozo de María creyente
y oiga la exultación de su Magníficat; y deje que esa alegría le inspire y le
contagie. Ella es para Lucas
la garantía de solidez de las cosas que Teófilo ha escuchado.
V.
MARÍA
EN SAN JUAN EL ECO DE LA VOZ Dos hechos enigmáticos 1. Un primer hecho: Juan evita llamarla «María» Un primer hecho que
nos llama la atención al leer el evangelio de San Juan en busca de lo que nos
dice de María, es que este evangelista ha evitado llamarla por el nombre de
María. Juan nunca nombra a la Madre de Jesús por este nombre, y es el único
de los cuatro evangelistas que evita sistemáticamente el hacerlo. Marcos trae
el nombre de María una sola vez. Mateo cinco veces. Lucas trece veces: doce
en su evangelio y una en los Hechos de los Apóstoles. Juan nunca. Y decidimos que
Juan evitó intencionadamente el nombrarla con el nombre de María, porque hay
indicios de que no se trata de omisión casual, sino premeditada, querida y
planeada. Juan no ignora, por
ejemplo, el oscuro nombre de José, que cita cuando reproduce aquella frase de
la incredulidad que comentábamos a propósito de Marcos y que recogen de una
manera u otra también Mateo y Lucas: «Y decían: ¿no es acaso éste Jesús, hijo
de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: “he bajado
del cielo”»?. (Jn 6, 42). En segundo lugar,
Juan conoce y nos nombra frecuentemente en su evangelio a otras mujeres
llamadas «María»: María la de Cleofás, María Magdalena, María de Betania,
hermana de Lázaro y Marta. Son personajes secundarios del evangelio y, sin
embargo Juan no evita llamarlas por su nombre propio. Esto hace también con
otros personajes, cuyo nombre podía aparentemente haber omitido, sin quitar
nada a su evangelio, como Nicodemo y José de Arimatea. Si nos ha conservado
estos nombres de figuras menos importantes: ¿Por qué no ha nombrado por el
suyo a la Madre de Jesús? Si la razón fuera –como pudiera alguien suponer– la
de no repetir lo que nos dicen ya los otros evangelistas, tampoco se habría
preocupado por darnos los nombres de José y de las numerosas Marías de las
que también aquéllos nos han conservado la noticia onomástica. En tercer lugar, si
había un discípulo que podía y debía conocer a la Madre de Jesús, ése era
Juan, el discípulo a quien Jesús amaba y que por última voluntad de un Jesús
agonizante la tomó como Madre propia y la recibió en su casa: «Junto a la cruz de
Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, y
María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien
amaba, dice a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo”. Luego dice al
discípulo: “Ahí tienes a tu Madre”. Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa» (Jn 19, 25-27) Pues bien, es este
discípulo, que de todos ellos es quien en modo alguno puede ignorar el
verdadero nombre de la Madre de Jesús el que, evitando consignarlo por
escrito en su evangelio, alude siempre a ella como la Madre de Jesús o, más
brevemente su Madre. Y es precisamente este discípulo, el que entre todos
podía haber tenido mayores títulos para referirse a la Madre de Jesús como
«mi Madre», quien insiste en reservarle –con una exclusividad que ya
convierte en nombre propio lo que es un epíteto– el título «Madre de Jesús». Juan no ignoraba el
nombre de María y, si de hecho lo omite es con alguna deliberada intención.
Una intención que no es fácil detectar a primera vista, pero que vale la pena
esforzarse por comprender. Una hipótesis Y una primera
hipótesis explicativa podría ser la siguiente. Quizás San Juan evita usar el
nombre de María como nombre propio de la Madre de Jesús porque le parece un
nombre demasiado común para poder aplicárselo como propio. Si el nombre
propio es para nosotros el que distingue a una persona, a un individuo de
todos los demás; sí –además– para la mentalidad israelita el nombre revela la
esencia de una persona y enuncia su misión en la historia salvífica, entonces
Juan tenía razón: María no es un nombre suficientemente propio como para
designar de manera adecuada o inconfundible a la Madre de Jesús. Es un nombre
demasiado común para ser propio suyo. Marías hay muchas en los evangelios y
sin duda eran muchísimas en el pueblo y en el tiempo de Jesús, como lo son
aún hoy entre nosotros. Si Juan buscaba un nombre único, un título que le
señalara la unicidad irrepetible del destino de aquella mujer, eligió bien:
Madre de Jesús fue ella y sólo ella, en todos los siglos. En esta hipótesis,
por lo tanto, Juan, al evitar llamarla María, y al decirle siempre la Madre
de Jesús, su Madre, lejos de silenciar el nombre propio de aquella mujer, nos
estaría revelando su nombre verdadero, el que mejor expresa su razón de ser y
su existir. Pero tratemos de ir más lejos y más hondo en las posibles
intenciones de San Juan. 2. Otro hecho: Diálogos distantes Analicemos un
segundo hecho que llama la atención al estudiar la imagen de María tal como
se desprende de los dos únicos pasajes de este evangelio en que ella aparece:
las bodas de Caná y la Crucifixión. Como sabemos, Juan,
al igual que Marcos, no nos ofrece relatos de la infancia de Jesús. Podemos
además desechar la referencia –que hacen sus opositores– a su padre y a su
madre, y que Juan, al igual que los sinópticos nos ha conservado (Jn 6, 42).
Ya vimos, al tratar de Marcos, qué figura de María revela este enfoque de la
tradición preevangélica. Y por eso no volvemos a insistir aquí en ese
aspecto, que no es propio de Juan. El material
estrictamente joánico acerca de la Madre de Jesús –desgraciadamente para
nuestra piadosa curiosidad, pero afortunadamente para quien, como nosotros,
ha de considerarlo en un breve lapso– se reduce a esas dos escenas, que
juntas no pasan de catorce versículos: las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y la
Crucifixión (Jn 19, 25-27). Si no fuera por el evangelio de Juan, no
sabríamos que Jesús había asistido con su Madre y con sus discípulos a
aquellas bodas en Caná de Galilea. Ni sabríamos tampoco que la Madre de Jesús
siguió de cerca su Pasión y fue de los muy pocos que se hallaron al pie de la
Cruz. Y he aquí –ahora–
el segundo hecho sobre el que quisiera llamar la atención. Entre todos los
pasajes evangélicos acerca de María, son poquísimos los que nos conservan
algo que se parezca a un diálogo entre Jesús y su Madre. Para ser exactos son
tres: estos dos del evangelio de Juan y la escena que nos narra Lucas del
niño perdido y hallado en el Templo, cuando, en ocasión del acongojado
reproche de la Madre: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y
yo angustiados te andábamos buscando» (Lc 2, 48), responde Jesús con aquellas
enigmáticas palabras que abren en Lucas el repertorio de los dichos de Jesús:
«Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tenía que estar [aquí] en las
cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Quien lea los
diálogos joánicos habiendo recogido previamente en Lucas esta primera
impresión no podrá menos que desconcertarse más. En la escena de las bodas de
Caná Jesús responde a su Madre que le expone la falta de vino: «Mujer, ¿qué
hay entre tú y yo? [o, como traducen otros para
suavizar esta frase impactante: ¿qué nos va a ti y a mí?], todavía no ha
llegado mi hora». Y en la escena de la crucifixión: «Mujer, he ahí a tu
hijo». Notemos, pues, que
en los tres diálogos que se nos conservan, Jesús parece poner una austera
distancia entre él y su Madre. Son precisamente estos pasajes –que, por
presentar a Jesús y María en un tú a tú, podrían haberse prestado para
reflejar la ternura y el afecto que sin lugar a dudas unió a estos dos seres
sobre la tierra– los que nos proponen, por el contrario, una imagen, al
parecer, adusta, de esa relación, capaz de escandalizar la sensibilidad de
nuestros contemporáneos: 1) Mujer: ¿Qué hay entre tú y yo?; 2) Mujer: He ahí
a tu hijo. Juan parece haber
retomado y subrayado lo que Lucas nos adelantaba en su escena. La Madre de
Jesús sólo aparece en su evangelio en estos dos pasajes dialogales, y Jesús
parece en ellos distanciarse de su Madre: 1) con una pregunta que pone en
cuestión su relación; 2) interpelándola con la genérica y hasta fría palabra
Mujer; 3) remitiéndola a otro como a su hijo. La impresión
–decíamos– es desconcertante. Y agrega un segundo hecho, que pide ser
explicado, al ya enigmático silenciamiento del nombre de la Madre de Jesús. Explicaciones Tratemos de dar
explicación a estos dos hechos enigmáticos. 1. «Haced todo lo que Él os diga» El evangelio de San
Juan subraya la revelación de Dios en Jesucristo como la revelación del Padre
de Jesús. Dios es el Padre de Jesús. Juan es el evangelista que nos muestra
mejor la intimidad de Jesús con su Padre; la corriente de mutuo amor y
complacencia que los une; cómo Jesús vive y se desvive por hacer lo que
agrada a su Padre, cómo se alimenta de la complacencia paterna, siendo ésta
su verdadera vida: «El Padre me ama, porque doy mi vida para recobrarla de
nuevo. Nadie me la arrebata; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para
darla y recobrarla, y esa es la orden –la voluntad– que he recibido de mi
Padre»(Jn 10, 17-18). «El Padre y yo somos uno» (Jn
10, 30). «Felipe: el que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Es en paralelo, y
por analogía con esos –en San Juan ubicuos– mi Padre, el Padre de Jesús, como
creo debemos comprender la insistencia de Juan en referirse a María sola y
exclusivamente como su Madre, la Madre de Jesús. Así como Dios es
para Jesús el Padre, omnipresente en su vida y en sus labios –mi Padre, el Padre
que me envió, voy al Padre, mi Padre y vuestro Padre, el Padre que me ama, la
casa de mi Padre–, así también y para señalar una mística analogía, para
subrayar una paralela realidad espiritual, Juan llama a aquella que es como
un eco de la divina figura paterna –no sólo a través de una maternidad
física, sino principalmente a través de una comunión en el mismo Espíritu
Santo– la Madre de Jesús. Y una de las
principales finalidades de la escena de Caná nos parece que es –en la
intención de Juan–la de mostrar hasta qué punto la Madre de Jesús está
identificada en su espíritu con el Espíritu del Padre de Jesús. En la escena de
Caná, en efecto, parecería que Juan se complace en subrayar la coincidencia
del velado testimonio que de Jesús da María ante los hombres, con el
testimonio que de Jesús da su Padre: «Haced todo cuanto os diga», dice la
Madre. «Escuchadle», dice el Padre; que es lo mismo que decir: «obedecedle».
Sabemos, en efecto, por el testimonio de los sinópticos, que en los dos
momentos decisivos del Bautismo y de la Transfiguración se abren los cielos
sobre Jesús y desciende una voz –la voz de Dios– que proclama, con pequeñas
variantes según cada evangelista: «Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco». En el Bautismo, la
finalidad de esta voz –que se revela como la del Padre– es credencial de la
identidad mesiánica y de la filiación divina de Jesús, y suena como solemne
decreto de entronización pública en su misión de Hijo y en su destino de
Mesías. En la Transfiguración, la finalidad de esta voz es dar confirmación y
garantía de autenticidad mesiánica a la vía dolorosa que Jesús anuncia –con
ternaria solemnidad– a sus discípulos. Y la voz celestial completa su mensaje
con un segundo miembro de la frase: Escuchadle. San Juan, a
diferencia de los sinópticos, no nos relata la escena del Bautismo. Tampoco
hace referencia a la voz celestial que –según los sinópticos– se dejó oír en
el Bautismo. Ha puesto en su lugar no sólo más profuso y explícito testimonio
del Bautista, sino también –nos parece– la voz de María: «Haced todo lo que
os diga», que equivale al «escuchadle» de la voz divina en la
Transfiguración, pero adelantada aquí al comienzo del ministerio de Jesús. Antes de la escena
de Caná, Jesús no ha nombrado ni una sola vez a su Padre, lo hará por primera
vez en la escena de la purificación del templo, que sigue inmediatamente a la
de Caná. Es a través de su Madre como le llega a Jesús ya en Caná, como a
través de un eco fidelísimo, la voz de su Padre. No, como en los sinópticos,
a través de una voz del cielo ni como más adelante, en el mismo evangelio de
Juan con un estruendo –que los circundantes, a quienes va destinado, se
dividen en atribuir a trueno o a la voz de un ángel-, sino como una sencilla
frase de mujer cuyo carácter profético solo Jesús pudo entender, oculto como
estaba bajo el más modesto ropaje del lenguaje doméstico. Y prueba de que
Jesús reconoció en las palabras de la Madre un eco de la voz de su Padre es
que, habiendo alegado que aún no había llegado su hora, cambia súbitamente
tras las palabras: «Haced cuanto os diga», y realiza el milagro de cambiar el
agua en vino. No fue mera
deferencia o cortesía, ni mucho menos debilidad para rechazar una petición
inoportuna. Fue reconocimiento, en la voz de la Madre, del eco clarísimo de
la voluntad del Padre. Obedeciendo a esa voz, Jesús «realizó este primer
signo y manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él». Y San Juan se
preocupa, en otros pasajes del Evangelio, de subrayar el escrúpulo de Jesús
en no hacer sino lo que el Padre le ordena, en mostrar sólo lo que el Padre
le muestra y en guardar celosamente lo que el Padre le da. Sí, pues, María es
por un lado «Hija de Sión», en cuanto encarna lo más santo del Pueblo de
Dios, es también Hija de la Voz, que así se dice en hebreo lo que nosotros
decimos Eco. Eco de la Voz de Dios = Bat Qol, Hija de la Voz. 2. Entre Caná y el Calvario La importancia que
la figura de la Madre de Jesús tiene en el evangelio según San Juan no la
podemos inferir de la abundancia de referencias a ella, pues, como hemos
visto, son pocas. La hemos de deducir de la sugestiva colocación, dentro del
plan total del evangelio, de las dos únicas y breves escenas en que ella
aparece: Caná y el Calvario. Y no sólo –por supuesto– de su lugar material,
sino también de su contenido revelador. Caná y el Calvario
constituyen una gran inclusión mariana en el evangelio de San Juan. Encierran
toda la vida pública de Jesús como entre paréntesis. Son como un
entrecomillado mariano de la misión de Jesús. Abarcan como con un gran abrazo
materno –discretísimo pero a la vez revelador de una plena comprensión y
compenetración entre Madre e Hijo– toda la vida pública de Jesús desde su
inauguración en Caná hasta la consumación en el Calvario. La María de San
Juan no es sólo –como en Marcos– la Madre solidaria con su Hijo ante el
desprecio. No es tampoco –como en Mateo y en Lucas– una estrella fugaz que
ilumina el origen oscuro del Mesías o la noche de una infancia perdida en el
olvido de los hombres. La Madre de Jesús
es para San Juan testigo y actor principal en la vida misma de Jesús. Su
presencia al comienzo y al fin, en el exordio y el desenlace es como la
súbita, fugaz, pero iluminadora irrupción de un relámpago comparable al
también doble inesperado trueno de la voz del Padre en el Bautismo y la
Transfiguración. 3. El diálogo en Caná La Madre de Jesús
tal como nos la presenta Juan, sabe y entiende. Es para Jesús un interlocutor
válido e inteligente que, como iniciado en el misterio de la hora de Jesús,
se entiende con él en un lenguaje de veladas alusiones a un arcano común. Quien oye desde
fuera este lenguaje, puede impresionarse por las apariencias. Aparente
banalidad de la intervención de la Madre: No tienen vino. Aparente distancia
y frialdad descortés del Hijo: Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Aún no ha
llegado mi hora. Con ocasión de una
fiesta de alianza matrimonial, Madre e Hijo tocan en su conversación el tema
de la Alianza. La Antigua y la Nueva. Vino viejo y vino nuevo. Vino ordinario
y vino excelente que Dios ha guardado para servir al final. Antigua Alianza
es agua de purificación ritual, que sale de la piedra de la incredulidad y
sólo lava lo exterior. Nueva Alianza que brota inexplicablemente por la
fuerza de la palabra de Cristo, como buen vino, como sangre brotando de su
interior por su costado abierto y que alegra desde lo interior. La observación de
la Madre –no tienen vino– encierra una discreta alusión midráshica a la
alegría de la Alianza Mesiánica, aún por venir, y de la cual el vino es
símbolo de la Escritura. Sabemos por San
Lucas que no sólo Jesús sino también María, habla y entiende aquel estilo
midráshico, que entreteje Escritura y vida cotidiana. En el evangelio de San
Juan, Jesús aparece como Maestro en este estilo, que estriba en realidades
materiales y las hace proverbio cargado de sentido divino: hablaba del
Templo… de su Cuerpo; como el viento… es todo lo que nace del Espíritu; el
que beba de esta agua volverá a tener sed… pero el que beba del agua que yo
le daré…; mi carne es verdadera comida… Y si la observación
de María hay que entenderla como el núcleo de un diálogo más amplio, que San
Juan abrevia y reproduce sólo en su esencia, también la arcana respuesta de
Jesús hemos de interpretarla no como la de alguien que enseña al ignorante,
sino como la de quien responde a una pregunta inteligente. La frase de Jesús
«Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Aún no ha llegado mi hora», antes que negar
una relación con María es una adelantada referencia a que, una vez llegada la
hora de Jesús, se creará entre Él y su Madre el vínculo perfecto, último y
definitivo ante el cual, palidecen los ya fuertes que lo unen con su Madre en
la carne y el Espíritu. Un vínculo tan fuerte que, como veremos, se podrá
decir que la hora de Jesús es a la vez la hora de María, la hora de un
alumbramiento escatológico, en la que el Crucificado le muestra en Juan al
hijo de sus dolores, primogénito de la Iglesia. Y si la Madre
pregunta indirectamente acerca de la alegría simbolizada por el vino –no hay
fiesta si no hay vino, dice el refrán judío–, Jesús alude a una alegría que
viene en el dolor de su hora, de su Pasión, alegría que Jesús anunciará
oportunamente a su Madre, desde la Cruz, como la dolorosa alegría del
alumbramiento. 4. La escena en el Calvario Y con esto hemos
iniciado nuestra respuesta al segundo hecho sorprendente: el de la frialdad y
distancia que parece interponer Jesús en sus diálogos con su Madre. Acabamos
de insinuar el sentido de la segunda escena mariana en el evangelio de Juan:
la del Calvario. Tomémosla en consideración con más detenimiento: «Junto a la cruz de
Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, y
María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien
amaba, dice a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo”. Luego dice al
discípulo: “Ahí tienes a tu Madre”. Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa» (Jn 19, 25-27). Nos parece que
podemos partir para interpretar el sentido de este pasaje, de las palabras
«desde aquella hora». Juan ama las frases aparentemente comunes, pero
cargadas de sentido. Y ésta es una de ellas. Porque aquella hora es nada
menos que la hora de Jesús; de la cual él dijo: «ha
llegado la hora…, ¿y qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero, ¡si
para esto he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre!» (Jn 12,
23-27). Para San Juan la
hora de alguien es el tiempo en que este cumple la obra para la cual está
particularmente destinado. La hora de los judíos incrédulos es el tiempo en
que Dios les permite perpetrar el crimen en la persona de Cristo o de sus
discípulos: «Incluso llegará la
hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y lo harán.
Porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os lo he dicho para que cuando
llegue la hora os acordéis…» (16, 3-4). Y esta expresión la
hora, posiblemente se remonta a Jesús mismo, fuera de los numerosos pasajes
de San Juan, también Lucas, nos guarda un dicho del Señor que habla de su
Pasión como de la hora: «Pero ésta es
vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22, 53). La hora de Jesús es
aquél momento en que se realiza definitivamente la obra para la cual fue
enviado el Padre a este mundo. Es la hora de su victoria sobre Satanás, sobre
el pecado y la muerte: «Ahora es el juicio de este mundo, ahora el Príncipe
de este mundo será derribado; cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a
todos hacia mí» (Jn 12, 31-32). Por ser la hora de
la Pasión una hora dolorosa pero victoriosa a la vez, está para San Juan
íntimamente unida a la gloria, a la gloriosa victoria de Jesús. Y esa gloria
se manifiesta por primera vez en Caná. Es la misma con la que el Padre
glorificará a su Hijo en la cruz. Y María es testigo de esta gloria en ambas
escenas. Esa coexistencia de
sufrimiento y gloria que hay en la hora se expresa particularmente en una
imagen que Jesús usa en la Ultima Cena y que compara su hora con la de la
mujer que va a ser madre: «La mujer, cuando
da a luz, está triste porque ha llegado su hora, la del alumbramiento, pero
cuando le ha nacido el niño ya no se acuerda del aprieto, por el gozo de que
ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21). Me parece que esta
imagen no acudió casualmente a la cabeza de Jesús en aquella víspera de su
Pasión. Creo más bien que es como una explicación adelantada de la escena que
meditamos. Y que, a la luz de esta explicación Juan habrá podido comprender
la profundidad del gesto y de las últimas palabras de Jesús agonizantes a él
y a María. ¿Habrán recordado
Jesús, Juan, María, el oráculo profético de Jeremías o algún otro semejante?: «Y entonces oí una
voz como de parturienta, gritos como de primeriza. Era la voz de la Hija de
Sión, que gimiendo extendía sus manos: “Ay, pobre de mí, que mi alma
desfallece a manos de asesinos”» (Jer 4, 31). Al pie de la cruz,
la Hija de Sión gime y siente desfallecer su alma a causa de los asesinos de
su Hijo. Y Jesús, que la ve afligida, comparable a una parturienta primeriza
en sus dolores; Jesús, que advierte el gemido de su corazón; aludiendo quizás
en forma velada a algún oráculo profético como el de Jeremías, la consuela
con el mayor consuelo que se puede dar a la que acaba de alumbrar un hijo:
mostrándoselo. «He ahí a tu hijo», le dice mostrándole al discípulo, el
primogénito eclesial del nuevo pueblo de Dios que Jesús adquiere con su
sangre. Juan, el bienaventurado que ha permanecido en las puertas de la
Sabiduría en aquella hora de las tinieblas: «Bienaventurado el
hombre que me escucha, y que vela continuamente a las puertas de mi casa, y
está en observación en los umbrales de ella» (Prov 8,34). Juan, el
primogénito de la Iglesia, permanece junto a los postes de la puerta de la
Sabiduría, marcada con la sangre del Cordero, para ser salvo del paso del
Angel exterminador. Jesús revela que su
hora es también la hora de su Madre. Lejos de distanciarse de ella o de
renegar de su maternidad, la consuela como un buen hijo a su Madre, pero
también como sólo puede consolar el Hijo de Dios: mostrándole la parte que le
cabe en su obra. Mostrándole en aquella hora de dolores, a su primer hijo
alumbrado entre ellos. He aquí indicada la
dirección en que nos parece que se ha de buscar la explicación de ese Mujer
con que Jesús habla a su Madre en el evangelio de Juan. Tanto en Caná como en
el Calvario, Jesús ve en ella algo más que la mujer que le ha dado su cuerpo
mortal y a la que está unido por razones afectivas individuales, ocasionales. Para Jesús, María
es la Mujer que el Apocalipsis describe, con términos oníricos, en dolores de
parto, perseguida por el dragón, huyendo al desierto con su primogénito. Es
la parturienta primeriza de Jeremías, dando a luz entre asesinos. Jesús no ve
a su Madre –como nosotros a las nuestras– en una piadosa pero exclusiva y
estrecha óptica privatista, sino en la perspectiva de la hora, fijada de
antemano por el Padre, en que recibiría y daría gloria. Esa gloria que es una
corriente que va y viene y, como dice Jesús, está en los que creen en él: Yo
he sido glorificado en ellos (Jn 17, 9-10), los que tú me has dado y son
tuyos, porque todo lo mío es tuyo. El Padre glorifica a su Hijo en los
discípulos llamados a ser uno con él, como él y el Padre son uno. Y María,
Madre del que es uno con el Padre es también Madre de los que por la fe son
uno con el Hijo. Por eso, al señalar
a Juan desde la cruz, Jesús se señala a sí mismo ante María, la remite a sí
mismo, no tal como lo ve crucificado en su Hora, sino tal como lo debe ver
glorificado en los suyos, en los que el Padre le ha dado como gloria que le
pertenece. Y la remite a ella misma: no según su apariencia de Madre
despojada de su único Hijo, humillada Madre del malhechor ajusticiado, sino
según su verdad: primeriza de su Hijo verdadero, nacido en la estatura
corporativa –inicial, es verdad, pero ya perfecta– de Hijo de Hombre. Se comprende así lo
bien fundada en la Sagrada Escritura que está la contemplación eclesial de la
figura de María como nueva Eva, esposa del Mesías y Madre de una humanidad
nueva de Hijos de Dios. En efecto, en la tradición de la Iglesia se ha
interpretado que en el apelativo Mujer está la revelación de grandes
misterios acerca de la identidad de María. Por un lado, se ha reconocido en
ella a la Nueva Eva que nace del costado del Nuevo Adán, abierto en la cruz
por la lanza del soldado. Como nueva Eva ella celebra a los pies de la cruz un
misterioso desposorio con el Nuevo Adán, que la hace Esposa del Mesías en las
Bodas del Cordero. Allí por fin, Jesús la hace y proclama Madre, parturienta
por los mismos dolores de la redención que fundan su título de corredentora.
Madre de una nueva humanidad, de la cual Juan será el primogénito y el
representante de todos los creyentes.
VI.
CONCLUSIÓN
SU MADRE, NUESTRA MADRE Y henos aquí,
llegados al término de estas meditaciones sobre la figura de María a través
de los cuatro evangelistas. Es cierto que todo ellos nos hablan de María con
la intención última de decir lo que desean acerca de Jesús. Sus discursos
acerca de Cristo encuentran en ella luz y apoyo. Pero ninguno pudo prescindir
de ella para hablar de Jesús y presentárnoslo como Evangelio, que es decir:
como anuncio de salvación. María no es el
Evangelio. No hay ningún evangelio de María. Pero sin María tampoco hay
Evangelio. Y ella no falta en ninguno de los cuatro. Ella no sólo es necesaria
para envolver a Jesús en pañales y lavarlos... No sólo es necesaria para
sostener los primeros pasos vacilantes de su niño sobre nuestra tierra de
hombres. Su misión no sólo es contemporanea a la del Jesús terreno, sino que
va más allá de su muerte en la Cruz: acompaña su resurrección y el
surgimiento de su Iglesia. Vestida de sol,
coronada de estrellas, de pie sobre la luna, María, como su Hijo, permanece.
Y aunque el mundo y los astros se desgasten como un vestido viejo, para
confusión de los que en estas cosas pusieron su seguridad y vanagloria, María
permanecerá, como la Palabra de Dios de la que es Eco. María, Madre de
Jesús, pertenece al acervo de los bienes comunes a Jesús y a sus discípulos.
Su Padre es nuestro Padre. Su hora, nuestra hora. Su gloria, nuestra gloria.
Su Madre, nuestra Madre. Obras consultadas * Obras citadas ** Obras
consultadas 1. Monografías
marianas ALDAMA DE, José A.:
María en la Patrística de los siglos I y II, Madrid, BAC (300), 1970 (*). GALOT, Jean: María
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María Corredentora en la Historia de la Salvación, Ed. de la Arquidiócesis de
Cochabamba, Cochabamba 1998, 66 págs. (*). MORI, Elios G.:
Figlia di Sion e Serva di Yavé, Bologna, Ed. Dehoniane, 1969 (*). MULLER, Alois:
Puesto de María y su cooperación en el Acontecimiento Cristo, en: Mysterium
Salutis, Vol. III, T. II, pp. 405-528, Madrid, Ed. Cristiandad, 1971 (*). VERGÉS, Salvador:
María en el Misterio de Cristo, Salamanca, Ed. sígueme, 1972 (Col. Lux Mundi
31) (*). 2. Evangelios A) Sobre los cuatro
evangelios CABA, José: De los
Evangelios al Jesús Histórico, Madrid, BAC (316), 1971 (**). SCHNACKENBURG,
Rudolf: Cristología del Nuevo Testamento,en:
Mysterium Salutis, Vol. III, T. I, pp. 245-416, Madrid, Ed. Cristiandad, 1971
(*). VAWTER, Bruce:
Introducción a los cuatro evangelios, Ed. Sal Terrae, 1969 (Col. Palabra
Inspirada 9) (**). B) Sinópticos TROADEC, HENRY:
Comentario a los Evangelios Sinópticos, Madrid, Ed. Fax, 1972 (col. Actualidad Bíblica 17) (**). C) Marcos MANSON, T.W.: Jesus the Messiah, MANSON, T.W.: The Sayings of Jesus, D) El Midrash Pésher BROWNLEE, H., «Biblical Interpretation Among the
Sectaries of the Dead Sea Scrolls», en: Biblical Archaeologist, 1951, Nº 3,
p. 54-76 (**). CARMIGNAC, J.,
COTHENET, E., LIGNÉE, H. Les Textes de Qumran, Traduits et Annotés; ver Tomo
2, pp. 46ss, Introducción de Carmignac sobre el género Pesher, que remite a
la bibliografía sobre el tema. Según Carmignac los mejores estudios sobre el
Pésher (**). DIEZ-MACHO,
Alejandro: «Derásh y exégesis del Nuevo Testamento», en Sefarad 35 (1975)
1-2, págs. 37-89 (**). DIEZ-MACHO, Alejandro:
La Historicidad de los Evangelios de la Infancia. –San José, Padre de Cristo
–El entorno de Jesús, Ediciones Fe Católica, Madrid 1977 (**). HORGAN, M.P., Pesharim: Qumran Interpretations of
Biblical Books, (The Catholic Biblical Quarterly Monograph Series 8), The
Catholic Biblical Association of RABINOWITZ, E) Mateo BOVER, José M.: «Un
texto de San Pablo (Gál. 4, 4-5) interpretado por San Ireneo» en: Estudios
Eclesiásticos 17 (1943) 145-181 (*). DANIEL-ROPS: La
vida cotidiana en Palestina en tiempos de Jesús, Buenos Aires, Hachette 1961
(Col. Nueva Clio) (**). DIEZ-MACHO,
Alejandro: La Historicidad de los Evangelios de la Infancia. –San José Padre
de Cristo –El entorno de Jesús, Ediciones Fe Católica, Madrid 1977 (**). FORD, J. M.: Mary’s Virginitas Post Partum and
Jewish Law, en: Biblica 54 (1973) 269-272 (*). FRANKEMOLLE, Hubert: Jahwebund und Kirche Christi,
Münster, Vlg. Aschendorf, 1974 (Neutestamentliche Abhandlungen, N.F. 10) (*). GUTZWILLER, Richard: Jesus der Messias. Chistus im
Matthäus-Evangelium, Einsiedeln-Köln-Zürich, Benziger Verlag, 1949 (**). JEREMIAS, Joachim:
Jérusalem au Temps de Jésus, Paris, Du Cerf, 1967 (*). F) Lucas BORREMANS, John: «L’ Esprit Saint dans la catéchese
évangelique de Luc», en: Lumen Vitae 25 (1970) 103-122 (*). BURROWS, Eric: The Gospel of the Infancy, LAURENTIN, René: Structure et Théologie de Luc I-II,
Paris, Gabalda, 1964 (Col. Études Bibliques) (*). LAURENTIN, René: Marie en Luc 2, 48-50, Paris,
Gabalda, 1966 (Col. Études Bibliques) (*). (Sobre los relatos
de la infancia en Lucas, véanse también las obras sobre Midrash-Pésher en el
apartado D) G) Juan BRAUN, F. M.: Jean
le Théologien, Vol. III: Sa Théologie, T. I: Le Mystère de Jésus-Christ,
Paris, Gabalda, 1966 (Col. Études Bibliques) (*). DE LA POTTERIE,
Ignace: «Das Wort Jesu “Siehe deine Mutter’ und die Annahme der Mutter durch
den Jünger (Joh 19,27b)» en: Neues Testament und Kirche (Festschrift f.
Rudolf Schnackenburg) Freiburg-Basel-Wien, Herder 1974, pp. 191-219. FEUILLET, André:
«L’Heure de Jésus et le Signe de Cana», en: Ephemerides Theol. Lovanienses 36 (1960) 5-22 (*). LEROY, Herbert: Rätsel und Missverständniss,
Tübingen, Diss. Doctoral, Ed. del Autor, 1967 (*). Índice 1.–
María en el Nuevo Testamento, 5. 2.– El género
literario «Evangelio» 1.–Cómo
hay que interpretar la Sagrada Escritura, 7. –El Principio o Ley del texto,
7. –Principio o Ley del contexto, 7. 2.–¿A qué
género literario pertenece el evangelio de San Marcos?, 7. 3.–Historia
interpretada, 8. 3.1–El valor histórico del Evangelio, 8. 3.2–Interpretación
profética de los hechos, 9. 4.–El género literario
llamado Pésher, 10. 3.–
María en San Marcos. La imagen más antigua 1.–Dos
textos: Mc 3,31-55; 6,1-3, 10. 2.–El contexto del
evangelio, 11. 3.–La oposición al Mesías, 12. 4.–El testimonio de Jesús, 13. 5.–María,
Madre de Jesús por la fe, 14. –Conclusión, 15. 4.–
María en San Mateo. El origen del Mesías 1.–De
Marcos a Mateo, 16. 2.–María, Virgen y esposa de
José, 16. 3.–El origen humano-divino del Mesías,
Hijo de David, hecho hijo de mujer, 17. 4.–La
revelación de la virginidad de María, 18. 5.–La
genealogía, 19. 6.–Hijo de David, 19.7.–Hijo de
David e Hijo de Dios, 22. 5.–
María en San Lucas. Testigo de Jesucristo 1.–La
intención de Lucas, 23. 2.–María como testigo, 25. 3.–Cualidades de María como testigo, 25. 4.–La plenitud de los tiempos, 27. 5.–Una
nube de testigos, 27. 6.–Midrásh Pésher, 28. 7.–María: Hija de Sión, 29. 8.–María
y el Arca de la Alianza, 30. 9.–El signo del
Espíritu es el gozo, 31. 6.–
María en San Juan. El Eco de la voz Dos hechos
enigmáticos. 1.–Un primer hecho: Juan evita llamarla
«María», 32. –Una hipótesis, 33. 2.–Otro hecho:
Diálogos distantes, 33. Explicaciones. 1.–«Haced
todo lo que Él os diga», 34. 2.–Entre Caná y el
Calvario, 36. 3.–El diálogo en Caná, 36. 4.–La escena en el Calvario, 37. 7.–
Conclusión. Su Madre, nuestra Madre, 40. Obras consultadas,
41. Índice, 44. Se permite la copia o la reproducción
con indicación del autor y fuentes de origen, Caminando con Maria, www.caminando-con-maria.org
y www.gratisdate.org Pedro
Sergio Antonio Donoso Brant |