INTRODUCCIÓN
OCASIÓN,
FINALIDAD Y DIVISIÓN DEL DOCUMENTO
Desde
que fuimos elegidos a la
Cátedra de Pedro, hemos puesto constante cuidado en
incrementar el culto mariano, no sólo con el deseo de interpretar el sentir
de la Iglesia
y nuestro impulso personal, sino también porque tal culto -como es sabido-
encaja como parte nobilísima en el contexto de aquel culto sagrado donde
confluyen el culmen de la sabiduría y el vértice de
la religión y que por lo mismo constituye un deber primario del pueblo de
Dios (1).
Pensando
precisamente en este deber primario Nos hemos favorecido y alentado la gran
obra de la reforma litúrgica promovida por el Concilio Ecuménico Vaticano II;
y ocurrió, ciertamente no sin un particular designio de la Providencia divina,
que el primer documento conciliar, aprobado y firmado «en el Espíritu Santo»
por Nos junto con los padres conciliares, fue la Constitución Sacrosanctum Concilium,
cuyo propósito era precisamente restaurar e incrementar la Liturgia y hacer más
provechosa la participación de los fieles en los sagrados misterios (2).
Desde entonces, siguiendo las directrices conciliares, muchos actos de
nuestro pontificado han tenido como finalidad el perfeccionamiento del culto
divino, como lo demuestra el hecho de haber promulgado durante estos últimos
años numerosos libros del Rito romano, restaurados según los principios y las
normas del Concilio Vaticano II. Por todo ello damos las más sentidas gracias
al Señor, Dador de todo bien, y quedamos reconocidos a las Conferencias
Episcopales y a cada uno de los obispos, que de distintas formas ha cooperado
con Nos en la preparación de dichos libros.
Pero, mientras vemos con ánimo gozoso y
agradecido el trabajo llevado a cabo, así como los primeros resultados
positivos obtenidos por la renovación litúrgica, destinados a multiplicarse a
medida que la reforma se vaya comprendiendo en sus motivaciones de fondo y
aplicando correctamente, nuestra vigilante actitud se dirige sin cesar a todo
aquello que puede dar ordenado cumplimiento a la restauración del culto con
que la Iglesia,
en espíritu de verdad (cf. Jn 4,24), adora al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo, «venera con especial amor a María Santísima Madre de Dios» (3) y honra
con religioso obsequio la memoria de los Mártires y de los demás Santos.
El desarrollo, deseado por Nos, de la
devoción a la
Santísima Virgen, insertada en el cauce del único culto que
«justa y merecidamente» se llama «cristiano» -porque en Cristo tiene su
origen y eficacia, en Cristo halla plena expresión y por medio de Cristo
conduce en el Espíritu al Padre-, es un elemento cualificador
de la genuina piedad de la
Iglesia. En efecto, por íntima necesidad la Iglesia refleja en la
praxis cultual el plan redentor de Dios, debido a lo cual corresponde un
culto singular al puesto también singular que María ocupa dentro de él(4); asimismo todo desarrollo auténtico del culto cristiano
redunda necesariamente en un correcto incremento de la veneración a la Madre del Señor. Por lo
demás, la historia de la piedad filial como «las diversas formas de piedad
hacia la Madre
de Dios, aprobadas por la
Iglesia dentro de los límites de la doctrina sana y
ortodoxa» (5), se desarrolla en armónica subordinación al culto a Cristo y
gravitan en torno a él como su natural y necesario punto de referencia.
También en nuestra época sucede así. La reflexión de la Iglesia contemporánea
sobre el misterio de Cristo y sobre su propia naturaleza la ha llevado a
encontrar, como raíz del primero y como coronación de la segunda, la misma
figura de mujer: la
Virgen María, Madre precisamente de Cristo y Madre de la Iglesia. Un mejor
conocimiento de la misión de María, se ha transformado en gozosa veneración
hacia ella y en adorante respeto hacia el sabio designio de Dios, que ha
colocado en su Familia -la
Iglesia-, como en todo hogar doméstico, la figura de una
Mujer, que calladamente y en espíritu de servicio vela por ella y «protege
benignamente su camino hacia la patria, hasta que llegue el día glorioso del
Señor» (6).
En
nuestro tiempo, los caminos producidos en las usanzas sociales, en la
sensibilidad de los pueblos, en los modos de expresión de la literatura y del
arte, en las formas de comunicación social han influido también sobre las
manifestaciones del sentimiento religioso. Ciertas prácticas cultuales, que en un tiempo no lejano parecían apropiadas
para expresar el sentimiento religioso de los individuos y de las comunidades
cristianas, parecen hoy insuficientes o inadecuadas porque están vinculadas a
esquemas socioculturales del pasado, mientras en distintas partes se van
buscando nuevas formas expresivas de la inmutable relación de la criatura con
su Creador, de los hijos con su Padre. Esto puede producir en algunos una
momentánea desorientación; pero todo aquel que con la confianza puesta en
Dios reflexione sobre estos fenómenos, descubrirá que muchas tendencias de la
piedad contemporánea -por ejemplo, la interiorización del sentimiento
religioso- están llamadas a contribuir al desarrollo de la piedad cristiana
en general y de la piedad a la
Virgen en particular. Así nuestra época, escuchando
fielmente la tradición y considerando atentamente los progresos de la
teología y de las ciencias, contribuirá a la alabanza de Aquella que, según
sus proféticas palabras, llamarán bienaventurada todas las generaciones (cf.
Lc 1,48).
Juzgamos,
por tanto, conforme a nuestro servicio apostólico tratar, como en un diálogo
con vosotros, venerables hermanos, algunos temas referentes al puesto que
ocupa la Santísima
Virgen en el culto de la Iglesia, ya tocados en parte por el Concilio
Vaticano II (7) y por Nos mismo (8), pero sobre los que no será inútil volver
para disipar dudas y, sobre todo, para favorecer el desarrollo de aquella
devoción a la Virgen
que en la Iglesia
ahonda sus motivaciones en la
Palabra de Dios y se practica en el Espíritu de Cristo.
Quisiéramos,
pues, detenernos ahora en algunas cuestiones sobre la relación entre la
sagrada Liturgia y el culto a la
Virgen (I); ofrecer consideraciones y directrices aptas a
favorecer su legítimo desarrollo (II); sugerir, finalmente, algunas
reflexiones para una reanudación vigorosa y más consciente del rezo del Santo
Rosario, cuya práctica ha sido tan recomendada por nuestros Predecesores y ha
obtenido tanta difusión entre el pueblo cristiano (III).
PARTE I
EL
CULTO A LA VIRGEN EN
LA LITURGIA
1. Al disponernos a tratar del puesto que
ocupa la Santísima
Virgen en el culto cristiano, debemos dirigir previamente
nuestra atención a la sagrada Liturgia; ella, en efecto, además de un rico
contenido doctrinal, posee una incomparable eficacia pastoral y un reconocido
valor de ejemplo para las otras formas de culto. Hubiéramos querido tomar en
consideración las distintas Liturgias de Oriente y Occidente; pero, teniendo
en cuenta la finalidad de este documento, nos fijaremos casi exclusivamente
en los libros de Rito romano: en efecto, sólo éste ha sido objeto, según las
normas prácticas impartidas por el Concilio Vaticano II (9), de una profunda
renovación, aún en lo que atañe a las expresiones de la veneración a María y
que requiere, por ello, ser considerado y valorado atentamente.
SECCIÓN
PRIMERA
LA VIRGEN EN LA
LITURGIA ROMANA RESTAURADA
2. La reforma de la Liturgia romana
presuponía una atenta revisión de su Calendario General. Éste, ordenado a
poner en su debido resalto la celebración de la obra de la salvación en días
determinados, distribuyendo a lo largo del ciclo anual todo el misterio de
Cristo, desde la
Encarnación hasta la espera de su venida gloriosa (10), ha
permitido incluir de manera más orgánica y con más estrecha cohesión la
memoria de la Madre
dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo.
3. Así, durante el tiempo de Adviento la Liturgia recuerda
frecuentemente a la
Santísima Virgen -aparte la solemnidad del día 8 de
diciembre, en que se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción
de María, la preparación radical (cf. Is 11, 1.10) a la venida del Salvador y
el feliz exordio de la
Iglesia sin mancha ni arruga (11), sobre todos los días
feriales del 17 al 24 de diciembre y, más concretamente, el domingo anterior
a la Navidad,
en que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el
Mesías (12), y se leen episodios evangélicos relativos al nacimiento
inminente de Cristo y del Precursor (13).
4. De este modo, los fieles que viven con la Liturgia el espíritu
del Adviento, al considerar el inefable amor con que la Virgen Madre esperó
al Hijo (14), se sentirán animados a tomarla como modelos y a prepararse,
«vigilantes en la oración y... jubilosos en la alabanza» (15), para salir al
encuentro del Salvador que viene. Queremos, además, observar cómo en la Liturgia de Adviento,
uniendo la espera mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al
admirable recuerdo de la Madre,
presenta un feliz equilibrio cultual, que puede ser tomado como norma para
impedir toda tendencia a separar, como ha ocurrido a veces en algunas formas
de piedad popular el culto a la
Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta
así que este periodo, como han observado los especialistas en liturgia, debe
ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del Señor:
orientación que confirmamos y deseamos ver acogida y seguida en todas partes.
5. El tiempo de Navidad constituye una
prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de Aquella
«cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador» (16): efectivamente,
en la solemnidad de la
Natividad del Señor, la Iglesia, al adorar al divino Salvador, venera a
su Madre gloriosa: en la
Epifanía del Señor, al celebrar la llamada universal a la
salvación, contempla a la
Virgen, verdadera Sede de la Sabiduría y verdadera
Madre del Rey, que ofrece a la adoración de los Magos el Redentor de todas
las gentes (cf. Mt 2, 11); y en la fiesta de la Sagrada Familia
(domingo dentro de la octava de Navidad), escudriña venerante la vida santa
que llevan la casa de Nazaret Jesús, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, María,
su Madre, y José, el hombre justo (cf. Mt 1,19).
En la
nueva ordenación del periodo natalicio, Nos parece que la atención común se
debe dirigir a la renovada solemnidad de la Maternidad de María;
ésta, fijada en el día primero de enero, según la antigua sugerencia de la Liturgia de Roma, está
destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y
a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre Santa, por la
cual merecimos recibir al Autor de la vida (17); y es así mismo, ocasión
propicia para renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la paz, para
escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (cf. Lc 2, 14), para implorar
de Dios, por mediación de la
Reina de la paz, el don supremo de la paz. Por eso, en la
feliz coincidencia de la octava de Navidad con el principio del nuevo año
hemos instituido la «Jornada mundial de la Paz», que goza de creciente adhesión y que está
haciendo madurar frutos de paz en el corazón de tantos hombres.
6. A las dos solemnidades ya mencionadas -la Inmaculada Concepción
y la Maternidad
divina- se deben añadir las antiguas y venerables celebraciones del 25 de
marzo y del 15 de agosto.
Para la
solemnidad de la
Encarnación del Verbo, en el Calendario Romano, con
decisión motivada, se ha restablecido la antigua denominación -Anunciación
del Señor-, pero la celebración era y es una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se
hace «hijo de María» (Mc 6, 3), de la Virgen que se convierte en Madre de Dios. Con
relación a Cristo, el Oriente y el Occidente, en las inagotables riquezas de
sus Liturgias, celebran dicha solemnidad como memoria del «fiat» salvador del
Verbo encarnado, que entrando en el mundo dijo: «He aquí que vengo (...) para
cumplir, oh Dios, tu voluntad» (cf. Hb 10, 7; Sal 39, 8-9); como conmemoración
del principio de la redención y de la indisoluble y esponsal unión de la
naturaleza divina con la humana en la única persona del Verbo. Por otra
parte, con relación a María, como fiesta de la nueva Eva, virgen fiel y
obediente, que con su «fiat» generoso (cf. Lc 1, 38) se convirtió, por obra
del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes,
y se convirtió también, al acoger en su seno al único Mediador (cf. 1Tim 2,
5), en verdadera Arca de la
Alianza y verdadero Templo de Dios; como memoria de un
momento culminante del diálogo de salvación entre Dios y el hombre, y
conmemoración del libre consentimiento de la Virgen y de su concurso
al plan de la redención.
La
solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al cielo:
fiesta de su destino de plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación de
su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con
Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y ala humanidad
la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final;
pues dicha glorificación plena es el destino de aquellos que Cristo ha hechos
hermanos teniendo «en común con ellos la carne y la sangre» (Hb 2, 14; cf.
Gal 4, 4). La solemnidad de la
Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la
fiesta de la Realeza
de María, que tiene lugar ocho días después y en la que se contempla a
Aquella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e
intercede como Madre (18). Cuatro solemnidades, pues, que puntualizan con el
máximo grado litúrgico las principales verdades dogmáticas que se refieren a
la humilde Sierva del Señor.
7. Después de estas solemnidades se han de
considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo
estrechamente vinculada al Hijo, como las fiestas de la Natividad de María (8 setiembre), «esperanza de todo el mundo y aurora de la
salvación» (19); de la
Visitación (31 mayo), en la que la Liturgia recuerda a la
«Santísima Virgen... que lleva en su seno al Hijo» (20), que se acerca a
Isabel para ofrecerle la ayuda de su caridad y proclamar la misericordia de
Dios Salvador (21); o también la memoria de la Virgen Dolorosa
(15 setiembre), ocasión propicia para revivir un
momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el
Hijo «exaltado en la Cruz
a la Madre
que comparte su dolor» (22).
También
la fiesta del 2 de febrero, a la que se ha restituido la denominación de la Presentación del
Señor, debe ser considerada para poder asimilar plenamente su amplísimo
contenido, como memoria conjunta del Hijo y de la Madre, es decir,
celebración de un misterio de la salvación realizado por Cristo, al cual la Virgen estuvo íntimamente
unida como Madre del Siervo doliente de Yahvé, como ejecutora de una misión
referida al antiguo Israel y como modelo del nuevo Pueblo de Dios,
constantemente probado en la fe y en la esperanza del sufrimiento y por la
persecución (cf. Lc 2, 21-35).
8. Por más que el Calendario Romano
restaurado pone de relieve sobre todo las celebraciones mencionadas más
arriba, incluye no obstante otro tipo de memorias o fiestas vinculadas a
motivo de culto local, pero que han adquirido un interés más amplio (11
febrero: la Virgen
de Lourdes; 5 agosto: la dedicación de la Basílica de Santa María); a otras celebradas
originariamente en determinadas familias religiosas, pero que hoy, por la
difusión alcanzada, pueden considerarse verdaderamente eclesiales (16 julio: la Virgen del Carmen; 7
octubre: la Virgen
del Rosario); y algunas más que, prescindiendo del aspecto apócrifo, proponen
contenidos de alto valor ejemplar, continuando venerables tradiciones,
enraizadas sobre todo en Oriente (21 noviembre: la Presentación de la Virgen María); o
manifiestan orientaciones que brotan de la piedad contemporánea (sábado del
segundo domingo después de Pentecostés: el Inmaculado Corazón de María).
9. Ni debe olvidarse que el Calendario
Romano General no registra todas las celebraciones de contenido mariano: pues
corresponde a los Calendarios particulares recoger, con fidelidad a las
normas litúrgicas pero también con adhesión de corazón, las fiestas marianas
propias de las distintas Iglesias locales. Y nos falta mencionar la
posibilidad de una frecuente conmemoración litúrgica mariana con el recurso a
la Memoria
de Santa María «in Sabbato»: memoria antigua y
discreta, que la flexibilidad del actual Calendario y la multiplicidad de los
formularios del Misal hacen extraordinariamente fácil y variada.
10. En esta Exhortación Apostólica no
intentamos considerar todo el contenido del nuevo Misal Romano, sino que, en
orden a la obra de valoración que nos hemos prefijado realizar en relación a
los libros restaurados del Rito Romano (23), deseamos poner de relieve
algunos aspectos y temas. Y queremos, sobre todo, destacar cómo las preces
eucarísticas del Misal, en admirable convergencia con las liturgias
orientales (24), contienen una significativa memoria de la Santísima Virgen.
Así lo hace el antiguo Canon Romano, que conmemora la Madre del Señor en densos
términos de doctrina y de inspiración cultual: «En comunión con toda la Iglesia, veneramos la
memoria, ante todo, de la glorioso siempre Virgen María, Madre de Jesucristo,
nuestro Dios y Señor»; así también el reciente Canon III, que expresa con
intenso anhelo el deseo de los orantes de compartir con la Madre la herencia de
hijos: «Qué Él nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu
heredad junto con tus elegidos: con María, la Virgen». Dicha memoria
cotidiana por su colocación en el centro del Santo Sacrificio debe ser tenida
como una forma particularmente expresiva del culto que la Iglesia rinde a la
«Bendita del Altísimo» (cf. Lc 1,28).
11. Recorriendo después los textos del Misal
restaurado, vemos cómo los grandes temas marianos de la eucología
romana -el tema de la Inmaculada Concepción y de la plenitud de
gracia, de la Maternidad
divina, de la integérrima y fecunda virginidad, del «templo del Espíritu
Santo», de la cooperación a la obra del Hijo, de la santidad ejemplar, de la
intercesión misericordiosa, de la
Asunción al cielo, de la realeza maternal y algunos más-
han sido recogidos en perfecta continuidad con el pasado, y cómo otros temas,
nuevos en un cierto sentido, han sido introducidos en perfecta adherencia con
el desarrollo teológico de nuestro tiempo. Así, por ejemplo, el tema
María-Iglesia ha sido introducido en los textos del Misal con variedad de
aspectos como variadas y múltiples son las relaciones que median entre la Madre de Cristo y la Iglesia. En efecto,
dichos textos, en la
Concepción sin mancha de la Virgen, reconocen el
exordio de la Iglesia,
Esposa sin mancilla de Cristo (25); en la Asunción reconocen el principio ya cumplida y
la imagen de aquello que para toda la Iglesia, debe todavía cumplirse (26); en el
misterio de la Maternidad
la proclaman Madre de la
Cabeza y de los miembros: Santa Madre de Dios, pues, y
próvida Madre de la Iglesia
(27).
Finalmente,
cuando la Liturgia
dirige su mirada a la
Iglesia primitiva y a la contemporánea, encuentra
puntualmente a María: allí, como presencia orante junto a los Apóstoles (28);
aquí como presencia operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el
misterio de Cristo: «... haz que tu santa Iglesia, asociada con ella (María)
a la pasión de Cristo, partícipe en la gloria de la resurrección» (29); y
como voz de alabanza junto a la cual quiere glorificar a Dios: «...para
engrandecer con ella (María) tu santo nombre» (30), y, puesto que la Liturgia es culto que
requiere una conducta coherente de vida, ella pide traducir el culto a la Virgen en un concreto y
sufrido amor por la Iglesia,
como propone admirablemente la oración de después de la comunión del 15 de setiembre: «...para que recordando a la Santísima Virgen
Dolorosa, completemos en nosotros, por el bien de la santa Iglesia, lo que
falta a la pasión de Cristo».
12. El Leccionario de la Misa es uno de los libros
del Rito Romano que se ha beneficiado más que los textos incluidos, sea por
su valor intrínseco: se trata, en efecto, de textos que contienen la palabra
de Dios, siempre viva y eficaz (cf. Heb 4,12). Esta abundantísima
selección de textos bíblicos ha permitido exponer en un ordenado ciclo
trienal toda la historia de la salvación y proponer con mayor plenitud el
misterio de Cristo. Como lógica consecuencia ha resultado que el Leccionario
contiene un número mayor de lecturas vetero y
neotestamentarias relativas a la bienaventurada Virgen, aumento numérico no
carente, sin embargo, de una crítica serena, porque han sido recogidas
únicamente aquellas lecturas que, o por la evidencia de su contenido o por
las indicaciones de una atenta exégesis, avalada por las enseñanzas del
Magisterio o por una sólida tradición, puedan considerarse, aunque de manera
y en grado diversos, de carácter mariano. Además conviene observar que estas
lecturas no están exclusivamente limitadas a las fiestas de la Virgen, sino que son
proclamadas en otras muchas ocasiones: en algunos domingos del año litúrgico
(31), en la celebración de ritos que tocan profundamente la vida sacramental
del cristiano y sus elecciones (32), así como en circunstancias alegres o
tristes de su existencia (33).
13. También el restaurado libro de La Liturgia de las Horas,
contiene preclaros testimonios de piedad hacia la Madre del Señor: en las
composiciones hímnicas, entre las que no faltan algunas obras de arte de la
literatura universal, como la sublime oración de Dante a la Virgen (34); en las
antífonas que cierran el Oficio divino de cada día, imploraciones líricas, a
las que se ha añadido el célebre tropario «Sub tuum praesidium», venerable por
su antigüedad y admirable por su contenido; en las intercesiones de Laudes y Vísperas, en las que no es infrecuente el
confiado recurso a la Madre
de Misericordia; en la vastísima selección de páginas marianas debidas a
autores de los primeros siglos del cristianismo, de la edad media y de la
edad moderna.
14. Si en el Misal, en el Leccionario y en la Liturgia de las Horas,
quicios de la oración litúrgica romana, retorna con ritmo frecuente la
memoria de la Virgen,
tampoco en los otros libros litúrgicos restaurados faltan expresiones de amor
y de suplicante veneración hacia la «Theotocos»:
así la Iglesia
la invoca como Madre de la gracia antes de la inmersión de los candidatos en
las aguas regeneradoras del bautismo (35); implora su intercesión sobre las
madres que, agradecidas por el don de la maternidad, se presentan gozosas en
el templo (36); la ofrece como ejemplo a sus miembros que abrazan el
surgimiento de Cristo en la vida religiosa (37) o reciben la consagración
virginal (38), y pide para ellos su maternal ayuda (39); a Ella dirige
súplica insistentes en favor de los hijos que han llegado a la hora del
tránsito (40); pide su intercesión para aquello que, cerrados sus ojos a la
luz temporal se han presentado delante de Cristo, Luz eterna (41); e invoca,
por su intercesión, el consuelo para aquellos que, inmersos en el dolor,
lloran con fe separación de sus seres queridos (42).
15. El examen realizado sobre los libros
litúrgicos restaurados lleva, pues, a una confortadora constatación: la
instauración postconciliar, como estaba ya en el
espíritu del Movimiento Litúrgico, ha considerado como adecuada perspectiva a
la Virgen en
el misterio de Cristo y, en armonía con la tradición, le ha reconocido el
puesto singular que le corresponde dentro del culto cristiano, como Madre
Santa de Dios, íntimamente asociada al Redentor.
No
podía ser otra manera. En efecto, recorriendo la historia del culto cristiano
se nota que en Oriente como en Occidente las más altas y las más límpidas
expresiones de la piedad hacia la bienaventurada Virgen ha
florecido en el ámbito de la
Liturgia o han sido incorporadas a ella.
Deseamos
subrayarlo: el culto que la
Iglesia universal rinde hoy a la Santísima Virgen
es una derivación, una prolongación y un incremento incesante del culto que la Iglesia de todos los
tiempos le han tributado con escrupuloso estudio de la verdad y como siempre
prudente nobleza de formas. De la tradición perenne, viva por la presencia
ininterrumpida del Espíritu y por la escucha continuada de la Palabra, la Iglesia de nuestro
tiempo saca motivaciones, argumentos y estímulo para el culto que rinde a la
bienaventurada Virgen. Y de esta viva tradición es expresión altísima y
prueba fehaciente la liturgia, que recibe del Magisterio garantía y fuerza.
SECCIÓN SEGUNDA
LA VIRGEN MODELO DE LA
IGLESIA EN EL EJERCICIO DEL CULTO
16. Queremos ahora, siguiendo algunas
indicaciones de la doctrina conciliar sobre María y la Iglesia, profundizar un
aspecto particular de las relaciones entre María y la Liturgia, es decir:
María como ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive
los divinos misterios. La ejemplaridad de la Santísima Virgen
en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo
extraordinario de la Iglesia
en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (43)
esto es, de aquella disposición interior con que la Iglesia, Esposa
amadísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde
culto al Padre Eterno (44).
17. María es la «Virgen oyente», que acoge
con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina, porque,
como intuyó S. Agustín: «la bienaventurada Virgen María concibió creyendo al
(Jesús) que dio a luz creyendo» (45); en efecto, cuando recibió del Ángel la
respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) «Ella, llena de fe, y concibiendo a
Cristo en su mente antes que en su seno», dijo: «he aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) (46); fe, que fue para ella
causa de bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la palabra del
Señor» (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía
sobre los acontecimientos de la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí
en lo hondo de su corazón (Cf. Lc 2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre
todo en la sagrada Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la
palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de vida (47) y escudriña
a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de
la historia.
18. María es, asimismo, la «Virgen orante».
Así aparece Ella en la visita a la
Madre del Precursor, donde abre su espíritu en expresiones
de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el «Magnificat»(cf. Lc 1, 46-55), la oración por excelencia
de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la
exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque -como parece sugerir S.
Ireneo - en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presentía al
Mesías (cf. Jn 8, 56) (48) y resonó, anticipada proféticamente, la voz de la Iglesia: «Saltando de
gozo, María proclama proféticamente el nombre de la Iglesia: «Mi alma
engrandece al Señor...» » (49). En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se
ha convertido en oración de toda la Iglesia en todos los tiempos.
«Virgen
orante» aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada
súplica una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que
Jesús, realizando el primero de sus «signos», confirme a sus discípulos en la
fe en El (cf. Jn 2, 1-12).
También
el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles
«perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María,
Madre de Jesús, y con sus hermanos»(Act 1, 14):
presencia orante de María en la
Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al
cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación (50). «Virgen
orante» es también la
Iglesia, que cada día presenta al Padre las necesidades de
sus hijos, «alaba incesantemente al Señor e intercede por la salvación del
mundo» (51).
19. María es también la «Virgen-Madre», es
decir, aquella que «por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo
Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra del
Espíritu Santo» (52): prodigiosa maternidad constituida por Dios como «tipo»
y «ejemplar» de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual «se convierte ella
misma en Madre, porque con la predicación y el bautismo engendra a una vida
nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo, y
nacidos de Dios» (53). Justamente los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia prolonga en el
sacramento del Bautismo la
Maternidad virginal de María. Entre sus testimonios nos
complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor San León Magno, quien
en una homilía natalicia afirma: «El origen que (Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha puesto en
la fuente bautismal: ha dado al agua lo que dio a la Madre; en efecto, la
virtud del Altísimo y la sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo
que María diese a luz al Salvador, hace también que el agua regenere al
creyente» (54). Queriendo beber (cf. Lev 12,6-8), un misterio de salvación
relativo en las fuentes litúrgicas, podríamos citar la Illatio
de la liturgia hispánica: «Ella (María) llevó la Vida en su seno, ésta (la Iglesia) en el bautismo.
En los miembros de aquélla se plasmó Cristo, en las aguas bautismales el
regenerado se reviste de Cristo» (55).
20. Finalmente, María es la «Virgen
oferente». En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2,
22-35), la Iglesia,
guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las
leyes relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex 13, 11-16) y de la
purificación de la madre (cf. Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo
a la historia salvífica: esto es, ha notado la continuidad de la oferta
fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (cf.
Heb 10, 5-7); ha visto proclamado la universalidad de la salvación, porque
Simeón, saludando en el Niño la luz que ilumina las gentes y la gloria de
Israel (cf. Lc 2, 32), reconocía en El al Mesías, al Salvador de todos; ha
comprendido la referencia profética a la pasión de Cristo: que las palabras
de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, «signo de
contradicción», (Lc 2, 34), y a la
Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma (cf.
Lc 2, 35), se cumplieron sobre el calvario. Misterio de salvación, pues, que
el episodio de la
Presentación en el Templo orienta en sus varios aspectos
hacia el acontecimiento salvífico de la cruz. Pero la misma Iglesia, sobre
todo a partir de los siglos de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen que lleva al Niño
a Jerusalén para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), una voluntad de
oblación que trascendía el significado ordinario del rito. De dicha intuición
encontramos un testimonio en el afectuoso apóstrofe de S. Bernardo: «Ofrece
tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre.
Ofrece por la reconciliación de todos nosotros la víctima santa, agradable a
Dios» (56).
Esta
unión de la Madre
con el Hijo en la obra de la redención (57) alcanza su culminación en el
calvario, donde Cristo «a si mismo se ofreció inmaculado a Dios» (Heb 9, 14)
y donde María estuvo junto a la cruz (cf. Jn 19, 15) «sufriendo profundamente
con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio,
adhiriéndose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose amorosamente a
la inmolación de la Víctima
por Ella engendrada» (58) y ofreciéndola Ella misma al Padre Eterno (59).
Para perpetuar en los siglos el Sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó
el Sacrificio Eucarístico, memorial de su muerte y resurrección, y lo confió
a la Iglesia
su Esposa (60), la cual, sobre todo el domingo, convoca a los fieles para
celebrar la Pascua
del Señor hasta que El venga (61): lo que cumple la Iglesia en comunión con
los Santos del cielo y, en primer lugar, con la bienaventurada Virgen (62),
de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable.
21. Ejemplo para toda la Iglesia en el ejercicio
del culto divino, María es también, evidentemente, maestra de vida espiritual
para cada uno de los cristianos. Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse
en María para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su
culto un compromiso de vida. Ya en el siglo IV, S. Ambrosio, hablando a los
fieles, hacía votos para que en cada uno de ellos estuviese el alma de María
para glorificar a Dios: «Que el alma de María está en cada uno para alabar al
Señor; que su espíritu está en cada uno para que se alegre en Dios» (63).
Pero María es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en hacer de la
propia vida una ofrenda a Dios: doctrina antigua, perenne, que cada uno puede
volver a escuchar poniendo atención en la enseñanza de la Iglesia, pero también
con el oído atento a la voz de la
Virgen cuando Ella, anticipando en sí misma la estupenda
petición de la oración dominical «Hágase tu voluntad» (Mt 6, 10), respondió
al mensajero de Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1, 38). Y el «sí» de María es para todos los cristianos una
lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre, en
camino y en medio de santificación propia.
22. Por otra parte, es importante observar
cómo traduce la Iglesia
las múltiples relaciones que la unen a María en distintas y eficaces
actitudes cultuales: en veneración profunda, cuando
reflexiona sobre la singular dignidad de la Virgen, convertida, por obra del Espíritu
Santo, en Madre del Verbo Encarnado; en amor ardiente, cuando considera la Maternidad espiritual
de María para con todos los miembros del Cuerpo místico; en confiada
invocación, cuando experimenta la intercesión de su Abogada y Auxiliadora
(64); en servicio de amor, cuando descubre en la humilde sierva del Señor a la Reina de misericordia y a la Madre de la gracia; en
operosa imitación, cuando contempla la santidad y las virtudes de la «llena
de gracia» (Lc 1, 28); en conmovido estupor, cuando contempla en Ella, «como
en una imagen purísima, todo lo que ella desea y espera ser» (65); en atento
estudio, cuando reconoce en la
Cooperadora del Redentor, ya plenamente partícipe de los
frutos del Misterio Pascual, el cumplimiento profético de su mismo futuro,
hasta el día en que, purificada de toda arruga y toda mancha (cf. Ef 5, 27),
se convertirá en una esposa ataviada para el Esposo Jesucristo (cf. Ap 21,
2).
23. Considerando, pues, venerable hermanos,
la veneración que la tradición litúrgica de la Iglesia universal y el
renovado Rito romano manifiestan hacia la santa Madre de Dios; recordando que
la Liturgia,
por su preeminente valor cultual, constituye una norma de oro para la piedad
cristiana; observando, finalmente, cómo la Iglesia, cuando celebra los sagrados misterios,
adopta una actitud de fe y de amor semejantes a los de la Virgen, comprendemos cuán
justa es la exhortación del Concilio Vaticano II a todos los hijos de la Iglesia «para que
promuevan generosamente el culto, especialmente litúrgico, a la
bienaventurada Virgen» (66); exhortación que desearíamos ver acogida sin
reservas en todas partes y puesta en práctica celosamente.
1. Cf. Lactantius, Divinae Institutiones IV, 3, 6-10: CSEL 19, 6. 279.
2. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum
Concilium, nn. 1-3, 11,
21, 48: AAS 56 (1964), pp. 97-98, 102-103, 105-106, 113.
3. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosactum
Concilium, n. 103; AAS 56 (1964), p.125.
4. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia,
Lumen gentium n.66: AAS 57 (1965), p.65.
5. Ibid.
6. Misa
votiva de B. Maria Virgine Ecclesiae
Matre, Praefatio
7. Cf, Conc,
Vat. II, Const. Dogm. Sobre la
Iglesia, Lumen Gentium, nn. 66-67; AAS (1965), pp. 65-66; Const.
Sobre la Sagrada Liturgia,
Sacrosanctum Concilium ,
n. 103 AAS 56 (1964), p.125
8. Cf.
Exhortación Apostólica, Signum magnum ; AAS 59 (1967),
pp. 465-475.
9. Cf. Conc. Vat. II, Const. Sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum
Concilium, n. 3; AAS 56 (1964), p. 98.
10. Cf. Conc. Vat. II, ibid., n. 102;
AAS 56 (1964), p. 125.
11. Cf. Missale
Romanum ex Decr. Sacr. Oec. Conc. Vat II instauratum, auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, de. Typica,
MCMLXX, di 8 Decembris, Praefatio.
12. Missale Romanum ex Decr. Sacr. Oec.
Conc. Vat II instauratum auctoritate
Pauli PP. VI promulgatum.
Ordo Lectionum Missae, de. Typica, MCMLXIX, p.
8: Lectio I (Anno A: Is 7,10-14: «Ecce Virgo concipiet»; Anno B: 2 Sam 7,1-5, 8b-11, 16: «Regnum David erit usque in aeternum ante faciem Domini»; Anno C: Mich 5,2-5a (Hebr. 1-4a): «Ex
te egredietur dominator
in Israel»).
13. Ibid, p.8: Evangelium
(Anno A; Mt 1,18-24: «Iesus nascetur de Mara, desponsata Ioseph, fili David»; Anno B: LC
1,26-38: «Ecce concipies in utero
et paries filium»; Anno C: Lc 1,39-45: «Unde hoc mihi ut veniat
mater Domini mei ad
me?»).
14. Cf. Missale
Romanum, Praefatio de Adventu, II.
15. Missale Romanum, Ibid.
16. Missale Romanum, Prex Eucharistica I, Communicantes
in Nativitate Domini et
per octavam.
17. Missale Romanum, die 1 Ianuarii, Ant. Ad introitum et Collecta.
18. Cf. Missale
Romanum, die 22 Augusti, Collecta
19. Missale Romanum, die 8 Septembirs, Post
communionem.
20. Missale Romanum, die 31 Maii, Collecta.
21. Cf.
Ibid., Collecta et Super Oblata.
22. Missale Romanum, die 15 Septembirs, Collecta.
23. Cf.
N.1, p.16.
24.
Entre las numerosas Anáforas, cf. Las siguientes, que gozan de particular venración entre los Orientales: Anaphora
Mar ci Evangelistae: Prex Eucharistica, de. A. Hanggi-I Pahl. Fritris Domini graeca, ibid., p. 257; Anaphora Ionnis
Chrysostomi, ibid., p. 229.
25. Cf. Missale
Romanum, die 8 Decembris,
Praefatio.
26. Cf. Missale
Romanum, die 15 Augusti, praefatio.
27. Cf. Romanum,
die 1 Iianuarii, Post Communionem.
28. Cf. Missale
Romanum, Commune B. Mariae Virginis,
6. Tempore paschali, Collecta.
29. Missale Romanum, die 15 Septembirs, Collecta.
30. Missale Romanum, die 31 Maii, Collecta. En la misma línea el Praefatio de B. María Virgine,
II: «Realmente es justo y necesario... en esta conmemoraión
de la Santísima
Virgen María, proclamar tu amor por nosotros con su mismo
cántico de alabanza».
31. Cf. Ordo Lectionum Missae, Dom. III Adventus (Anno C: sSoph 3, 14-18a); Dom. IV Adventus
(cf. Supra ad n.12); Dom. Infra Oct. Nativitatis (Anno A: Mt 2,13-15, 19-23; Anno
B: Lc 2,22-40; Anno C: Lc 2,41-52); Dom. II post Nativitatem (Jn 1,1-18); Dom. VII Paschae
(Anno A: Act1,12-14); Dom. II per annum (Anno C: Jn 2,1-12); Dom. X per annum (Anno
B: Gén 3,9-15); Dom. XIV per annum (Anno B: Mc
6,1-6).
32. Cf. Ordo Lectionum Missae, Pro catechumenatu et baptismo adultorum, Ad traditionem Orationis Dominicae (Lectio II, 2: Gál 4,4-7); Ad Initiatioem christianam extra Vigiliam paschalem (Evang., 7: In 1,1-5, 9-14, 16-18); Pro nuptiis (Evang., 7: Jn 2,1-11);
Pro consecratione virginum
et professione reliosa (Lectio 1,7: Is 61, 9-11; Evang.,
6: Mc 3, 31-35; Lc 1, 26-28 (cf. Ordo consecrationis virginum, n.
130: Ordo professionis religiosae, Pars altera, n.
145)).
33. Cf. Ordo Lectionum Missae, Pro profugis et exsulibus (Evang., 1: Mt 2, 13-15, 19-23); Pro gratiarum
actione (Lectio 1,4: Soph 3, 14-15).
34. La Divina
Commedia, Paradiso XXXIII, 1-9;
cf. Liturgia Horarum, Memoria Sanctae Mariae in Sabbato, ad Officium Lectionis, Hymnus.
35. Cf. Ordo Baptismi parvulorum, n. 48; Ordo initiationis christianae adultorum, n. 214.
36. Cf. Rituale
Romanum, Tit. VII, cap. III, De benedictione
mulieris post partum.
37. Cf. Ordo professionis religiosae, Pars
Prior, nn. 57 et 67.
38. Cf. Ordo consecrationis virginum, n. 16.
39. Cf. Ordo professionis religiosae, Pars
Prior, nn. 62 et 142; Pars Altera,
nn. 67 et 158; Ordo consecrationis virginum, nn. 18 et 20).
40. Cf. Ordo unctionis infirmorum corumque pastoralis corae, nn. 143, 146, 147, 150.
41. Cf. Misale
Romanum, Missae defunctorum Pro defunctis fratribus, propinquis et benefactoribus, Collecta.
42. Cf.
Ordo exsequiarum, n.226.
43. Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia,
Lumen gentium, n. 63: AAS 57 (1965), p. 64.
44. Cf.
Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum
Concilium, n. 7: AAS 56 (1964), pp.
100-101.
45. Sermo 215, 4: PL 38, 1074.
46. Ibid
47. Cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. sobre la divina Revelación, Dei Verbum, n. 21: AAS 58
(1966), pp. 827-828.
48. Cf. Adversus
haereses IV, 7, 1: PG 7, 1: 990-991; S. Ch. 100, t.
III, pp. 454-458.
49. Adversus haereses III, 10, 2: PG 7, 1, 873; S. Ch. 34, p. 164.
50. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 62:
AAS 57 (1965), p. 63.
51. Cf.
Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum
Concilium, n. 83: AAS 56 (1964), p.121.
52. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia,
Lumen gentium, n. 63: AAS 57 (1965), p. 64.
53. Ibid., n. 64: AAS 57 (1965), p. 64.
54. Tractatus
XXV (In Nativitate Domini),
5: CCL 138, p.123; S. Ch. 22 bis, p. 132; cf. Anche Tractatus XXIX (In Nativitate Domini), 1: CCL
ibid., p.147; S. Ch. ibid., p. 178; Tractatus LXIII
(De Passione Domini) 6:
CCL ibid., p. 386; S. Ch. 74, p. 82.
55. M. Ferotin, Le «Liber Mozarabicus Sacramentorum», col. 56.
56. In purificatione
B. Mariae, Sermo III, 2: PL 183, 370; Sancti Bernardi Opera, ed. J. Leclereq-H Rochais, IV Romae 1966, p. 342.
57. Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia,
Lumen gentium, n. 57; AAS 57 (1965), p. 61.
58. Ibid., n.58; AAS 57 (1965), p.61.
59. Cf.
Pius XII, Carta Encíclica, Mystici
Corporis: AAS 35 (1943), p. 247.
60. Cf.
Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum
Concilium, n. 47; AAS 56 (1964), p. 113.
61. Cf.
ibid., nn. 102 y 106; AAS
56 (1964), pp. 125 y 126.
62.
«...Acuérdate de todos aquellos que te agradaron en esa vida, de los santos
padres, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles (...) y de la
santa y gloriosa Madre de Dios, María, y de todos los santos (...) que se
acuerden ellos de nuestra miseria y pobreza y te ofrezcan junto con nosotros
este tremendo e incruento sacrificio»: Anaphora Iacobi fratris Domini syriaca: Prex Eucharistica, ed. A. Hanggi-I Pahl, Fribourg, Editions Universitaires, 1968,
p. 274.
63. Expositio Evangelii secundum Lucam, II, 26: CSEL
32, IV, p. 55, S. Ch. 45, pp. 83-84.
64. Cf.
Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia,
Lumen gentium, n. 62: AAS 57 (1965), p. 63.
65. Conc. Vat. II, Const. Sobre la Sagrada Liturgia,
Sacrosantum Concilium, n.
103: AAS 56 (1964), p. 125.
66.
Const. Vat. II, Const. Dogm.
sobre la Iglesia. Lumen gentium,
n. 67: AAS 57 (1965), p. 65.
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