POR UNA RENOVACIÓN DE
LA PIEDAD MARIANA
24. Pero el
mismo Concilio Vaticano II exhorta a promover, junto al culto litúrgico,
otras formas de piedad, sobre todo las recomendadas por el Magisterio (67) . Sin embargo, como es bien sabido, la veneración de los
fieles hacia la Madre
de Dios ha tomado formas diversas según las circunstancias de lugar y tiempo,
la distinta sensibilidad de los pueblos y su diferente tradición cultural.
Así resulta que las formas en que se manifiesta dicha piedad, sujetas al
desgaste del tiempo, parecen necesitar una renovación que permita sustituir
en ellas los elementos caducos, dar valor a los perennes e incorporar los
nuevos datos doctrinales adquiridos por la reflexión teológica y propuestos
por el magisterio eclesiástico. Esto muestra la necesidad de que las Conferencias
Episcopales, las Iglesias locales, las familias religiosas y las comunidades
de fieles favorezcan una genuina actividad creadora y, al mismo tiempo,
procedan a una diligente revisión de los ejercicios de piedad a la Virgen; revisión que
queríamos fuese respetuosa para con la sana tradición y estuviera abierta a
recoger las legítimas aspiraciones de los hombres de nuestro tiempo. Por
tanto nos parece oportuno, venerables hermanos, indicaros algunos principios
que sirvan de base al trabajo en este campo.
SECCIÓN PRIMERA
NOTA TRINITARIA,
CRISTOLÓGICA Y ECLESIAL
EN EL CULTO DE LA VIRGEN
25. Ante todo,
es sumamente conveniente que los ejercicios de piedad a la Virgen María
expresen claramente la nota trinitaria y cristológica que les es intrínseca y
esencial. En efecto, el culto cristiano es por su naturaleza culto al Padre,
al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la Liturgia, al Padre por
Cristo en el Espíritu. En esta perspectiva se extiende legítimamente, aunque
de modo esencialmente diverso, en primer lugar y de modo singular a la Madre del Señor y después
a los Santos, en quienes, la
Iglesia proclama el Misterio Pascual, porque ellos han
sufrido con Cristo y con El han sido glorificados (68). En la Virgen María todo
es referido a Cristo y todo depende de El: en vistas a El, Dios Padre la
eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones
del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro. Ciertamente, la
genuina piedad cristiana no ha dejado nunca de poner de relieve el vínculo
indisoluble y la esencial referencia de la Virgen al Salvador Divino (69). Sin embargo,
nos parece particularmente conforme con las tendencias espirituales de
nuestra época, dominada y absorbida por la «cuestión de Cristo» (70), que en las
expresiones de culto a la
Virgen se ponga en particular relieve el aspecto cristológico y se haga de manera que éstas reflejen el
plan de Dios, el cual preestableció «con un único y mismo decreto el origen
de María y la encarnación de la divina Sabiduría» (71). Esto contribuirá
indudablemente a hacer más sólida la piedad hacia la Madre de Jesús y a que esa
misma piedad sea un instrumento eficaz para llegar al «pleno conocimiento del
Hijo de Dios, hasta alcanzar la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13);
por otra parte, contribuirá a incrementar el culto debido a Cristo mismo
porque, según el perenne sentir de la Iglesia, confirmado de manera autorizada en
nuestros días (72), «se atribuye al Señor, lo que se ofrece como servicio a la Esclava; de este modo
redunda en favor del Hijo lo que es debido a la Madre; y así recae
igualmente sobre el Rey el honor rendido como humilde tributo a la Reina» (73).
26. A esta
alusión sobre la orientación cristológica del culto a la Virgen, nos parece útil
añadir una llamada a la oportunidad de que se dé adecuado relieve a uno de
los contenidos esenciales de la fe: la Persona y la obra del Espíritu Santo. La
reflexión teológica y la
Liturgia han subrayado, en efecto, cómo la intervención
santificadora del Espíritu en la
Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su
acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos Santos
Padres y Escritores eclesiásticos atribuyeron a la acción del Espíritu la
santidad original de María, «como plasmada y convertida en nueva criatura»
por El (74); reflexionando sobre los textos evangélicos -«el Espíritu Santo
descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc
1,35) y «María... se halló en cinta por obra del Espíritu Santo; (...) es
obra del Espíritu Santo lo que en Ella se ha engendrado» (Mt 1,18.20)-,
descubrieron en la intervención del Espíritu Santo una acción que consagró e
hizo fecunda la virginidad de María (75) y la transformó en Aula del Rey
(76), Templo o Tabernáculo del Señor (77), Arca de la Alianza o de la Santificación
(78); títulos todos ellos ricos de resonancias bíblicas; profundizando más en
el misterio de la
Encarnación, vieron en la misteriosa relación
Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por Prudencio:
«la Virgen
núbil se desposa con el Espíritu (79), y la llamaron sagrario del Espíritu
Santo (80), expresión que subraya el carácter sagrado de la Virgen convertida en
mansión estable del Espíritu de Dios; adentrándose en la doctrina sobre el
Paráclito, vieron que de El brotó, como de un manantial, la plenitud de la
gracia (cf. Lc 1,28) y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí que
atribuyeron al Espíritu la fe, la esperanza y la caridad que animaron el
corazón de la Virgen,
la fuerza que sostuvo su adhesión a la voluntad de Dios, el vigor que la
sostuvo durante su «compasión» a los pies de la cruz (81); señalaron en el
canto profético de María (Lc 1, 46-55) un particular influjo de aquel
Espíritu que había hablado por boca de los profetas (82); finalmente,
considerando la presencia de la
Madre de Jesús en el cenáculo, donde el Espíritu descendió
sobre la naciente Iglesia (cf. Act 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos
datos el antiguo tema María-Iglesia (83); y, sobre todo, recurrieron a la intercesión
de la Virgen
para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en su propia
alma, como atestigua S. Ildefonso en una oración, sorprendente por su
doctrina y por su vigor suplicante: «Te pido, te pido, oh Virgen Santa,
obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has
engendrado a Jesús. Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu, por el cual
tu carne a concebido al mismo Jesús (...). Que yo
ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas
como Hijo» (84).
27. Se afirma
con frecuencia que muchos textos de la piedad moderna no reflejan
suficientemente toda la doctrina acerca del Espíritu Santo. Son los estudios
quienes tienen que verificar esta afirmación y medir su alcance; a Nos
corresponde exhortar a todos, en especial a los pastores y a los teólogos, a
profundizar en la reflexión sobre la acción del Espíritu Santo en la historia
de la salvación y lograr que los textos de la piedad cristiana pongan
debidamente en claro su acción vivificadora; de tal reflexión aparecerá, en
particular, la misteriosa relación existente entre el Espíritu de Dios y la Virgen de Nazaret, así
como su acción sobre la
Iglesia; de este modo, el contenido de la fe más
profundamente medido dará lugar a una piedad más intensamente vivida.
28. Es necesario
además que los ejercicios de piedad, mediante los cuales los fieles expresan
su veneración a la Madre
del Señor, pongan más claramente de manifiesto el puesto que ella ocupa en la Iglesia: «el más alto y
más próximo a nosotros después de Cristo» (85); un puesto que en los
edificios de culto del Rito bizantino tienen su expresión plástica en la
misma disposición de las partes arquitectónicas y de los elementos
iconográficos -en la puerta central de la iconostasis
está figurada la
Anunciación de María en el ábside de la representación de
la «Theotocos» gloriosa- con el fin de que aparezca
manifiesto cómo a partir del «fiat» de la humilde Esclava del Señor, la
humanidad comienza su retorno a Dios y cómo en la gloria de la «Toda Hermosa»
descubre la meta de su camino. El simbolismo mediante el cual el edificio de la Iglesia expresa el
puesto de María en el misterio de la Iglesia contiene una indicación fecunda y
constituye un auspicio para que en todas partes las distintas formas de
venerar a la bienaventurada Virgen María se abran a perspectivas eclesiales.
En efecto, el
recurso a los conceptos fundamentales expuestos por el Concilio Vaticano II
sobre la naturaleza de la
Iglesia, Familia de Dios, Pueblo de Dios, Reino de Dios,
Cuerpo místico de Cristo (86), permitirá a los fieles reconocer con mayor
facilidad la misión de María en el misterio de la Iglesia y el puesto
eminente que ocupa en la
Comunión de los Santos; sentir más intensamente los lazos
fraternos que unen a todos los fieles porque son hijos de la Virgen, «a cuya
generación y educación ella colabora con materno amor» (87), e hijos también
del la Iglesia,
ya que nacemos de su parto, nos alimentamos con leche suya y somos
vivificados por su Espíritu» (88), y porque ambas concurren a engendrar el
Cuerpo místico de Cristo: «Una y otra son Madre de Cristo; pero ninguna de
ellas engendra todo (el cuerpo) sin la otra» (89); percibir finalmente de
modo más evidente que la acción de la Iglesia en el mundo es como una prolongación de
la solicitud de María: en efecto, el amor operante de María la Virgen en casa de Isabel,
en Caná, sobre el Gólgota -momentos todos ellos salvíficos
de gran alcance eclesial- encuentra su continuidad en el ansia materna de la Iglesia porque todos los
hombres llegan a la verdad (cf. 1Tim 2,4), en su solicitud para con los
humildes, los pobres, los débiles, en su empeño constante por la paz y la
concordia social, en su prodigarse para que todos los hombres participen de
la salvación merecida para ellos por la muerte de Cristo. De este modo el
amor a la Iglesia
se traducirá en amor a María y viceversa; porque la una no puede subsistir
sin la otra, como observa de manera muy aguda San Cromasio
de Aquileya: «Se reunió la Iglesia en la parte alta
(del cenáculo) con María, que era la
Madre de Jesús, y con los hermanos de Este. Por tanto no se
puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los
hermanos de Este» (90). En conclusión, reiteramos la necesidad de que la
veneración a la Virgen
haga explícito su intrínseco contenido eclesiológico:
esto equivaldría a valerse de una fuerza capaz de renovar saludablemente
formas y textos.
SECCIÓN SEGUNDA
CUATRO ORIENTACIONES
PARA EL CULTO A LA VIRGEN:
BÍBLICA, LITÚRGICA, ECUMÉNICA, ANTROPOLÓGICA.
29. A las
anteriores indicaciones, que surgen de considerar las relaciones de la Virgen María con
Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y con la Iglesia, queremos
añadir, siguiendo la línea trazada por las enseñanzas conciliares (91),
algunas orientaciones -de carácter bíblico, litúrgico, ecuménico,
antropológico- a tener en cuenta a la hora de revisar o crear ejercicios y
prácticas de piedad, con el fin de hacer más vivo y más sentido el lazo que
nos une a la Madre
de Cristo y Madre nuestro en la
Comunión de los Santos.
30. La necesidad
de una impronta bíblica en toda forma de culto es sentida hoy día como un
postulado general de la piedad cristiana. El progreso de los estudios
bíblicos, la creciente difusión de la Sagrada Escritura
y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la moción íntima del Espíritu
orientan a los cristianos de nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia como del libro
fundamental de oración y a buscar en ella inspiración genuina y modelos insuperables.
El culto a la
Santísima Virgen no puede quedar fuera de esta dirección
tomada por la piedad cristiana (92); al contrario debe inspirarse
particularmente en ella para lograr nuevo vigor y ayuda segura. La Biblia, al proponer de
modo admirable el designio de Dios para la salvación de los hombres, está
toda ella impregnada del misterio del Salvador, y contiene además, desde el
Génesis hasta el Apocalipsis, referencias indudables a Aquella que fue Madre
y Asociada del Salvador. Pero no quisiéramos que la impronta bíblica se
limitase a un diligente uso de textos y símbolos sabiamente sacados de las
Sagradas Escrituras; comporta mucho más; requiere, en efecto, que de la Biblia tomen sus términos
y su inspiración las fórmulas de oración y las composiciones destinadas al
canto; y exige, sobre todo, que el culto a la Virgen esté impregnado de
los grandes temas del mensaje cristiano, a fin de que, al mismo tiempo que
los fieles veneran la Sede
de la Sabiduría
sean también iluminados por la luz de la palabra divina e inducidos a obrar
según los dictados de la
Sabiduría encarnada.
31. Ya hemos
hablado de la veneración que la
Iglesia siente por la Madre de Dios en la celebración de la sagrada
Liturgia. Ahora, tratando de las demás formas de culto y de los criterios en
que se deben inspirar, no podemos menos de recordar la norma de la Constitución Sacrosanctum Concilium,
la cual, al recomendar vivamente los piadosos ejercicios del pueblo
cristiano, añade: «…es necesario que tales ejercicios, teniendo en cuenta los
tiempos litúrgicos, se ordenen de manera que estén en armonía con la sagrada
Liturgia; se inspiren de algún modo en ella, y, dada su naturaleza superior,
conduzcan a ella al pueblo cristiano» (93). Norma sabia, norma clara, cuya
aplicación, sin embargo, no se presenta fácil, sobre todo en el campo del
culto a la Virgen,
tan variado en sus expresiones formales: requiere, efectivamente, por parte
de los responsables de las comunidades locales, esfuerzo, tacto pastoral,
constancia; y por parte de los fieles, prontitud en acoger orientaciones y
propuestas que, emanando de la genuina naturaleza del culto cristiano,
comportan a veces el cambio de usos inveterados, en los que de algún modo se
había oscurecido aquella naturaleza.
A este respecto
queremos aludir a dos actitudes que podrían hacer vana, en la práctica
pastoral, la norma del Concilio Vaticano II: en primer lugar, la actitud de
algunos que tienen cura de almas y que despreciando a priori los ejercicios
piadosos, que en las formas debidas son recomendados por el Magisterio, los
abandonan y crean un vacío que no prevén colmar; olvidan que el Concilio ha
dicho que hay que armonizar los ejercicios piadosos con la liturgia, no
suprimirlos. En segundo lugar, la actitud de otros que, al margen de un sano
criterio litúrgico y pastoral, unen al mismo tiempo ejercicios piadosos y
actos litúrgicos en celebraciones híbridas. A veces ocurre que dentro de la
misma celebración del sacrifico Eucarístico se introducen elementos propios
de novenas u otras prácticas piadosas, con el peligro de que el Memorial del
Señor no constituya el momento culminante del encuentro de la comunidad
cristiana, sino como una ocasión para cualquier práctica devocional.
A cuantos obran así quisiéramos recordar que la norma conciliar prescribe
armonizar los ejercicios piadoso con la Liturgia, no confundirlos con ella. Una clara
acción pastoral debe, por una parte, distinguir y subrayar la naturaleza
propia de los actos litúrgicos; por otra, valorar los ejercicios piadosos
para adaptarlos a las necesidades de cada comunidad eclesial y hacerlos
auxiliares válidos de la
Liturgia.
32. Por su
carácter eclesial, en el culto a la
Virgen se reflejan las preocupaciones de la Iglesia misma, entre las
cuales sobresale en nuestros días el anhelo por el restablecimiento de la
unidad de los cristianos. La piedad hacia la Madre del Señor se hace así sensible a las
inquietudes y a las finalidades del movimiento ecuménico, es decir, adquiere
ella misma una impronta ecuménica. Y esto por varios motivos.
En primer lugar
porque los fieles católicos se unen a los hermanos de las Iglesias ortodoxas,
entre las cuales la devoción a la
Virgen reviste formas de alto lirismo y de profunda
doctrina al venerar con particular amor a la gloriosa Theotocos
y al aclamarla «Esperanza de los cristianos» (94); se unen a los anglicanos,
cuyos teólogos clásicos pusieron ya de relieve la sólida base escriturística del culto a la Madre de nuestro Señor, y
cuyos teólogos contemporáneos subrayan mayormente la importancia del puesto
que ocupa María en la vida cristiana; se unen también a los hermanos de las
Iglesias de la Reforma,
dentro de las cuales florece vigorosamente el amor por las Sagradas Escrituras,
glorificando a Dios con las mismas palabras de la Virgen (cf. Lc 1, 46-55).
En segundo
lugar, porque la piedad hacia la
Madre de Cristo y de los cristianos es para los católicos
ocasión natural y frecuente para pedirle que interceda ante su Hijo por la
unión de todos los bautizados en un solo pueblo de Dios (95). Más aún, porque
es voluntad de la Iglesia
católica que en dicho culto, sin que por ello sea atenuado su carácter
singular (96), se evite con cuidado toda clase de exageraciones que puedan
inducir a error a los demás hermanos cristianos acerca de la verdadera
doctrina de la Iglesia
católica (97) y se haga desaparecer toda manifestación cultual contraria a la
recta práctica católica.
Finalmente,
siendo connatural al genuino culto a la Virgen el que «mientras es honrada la Madre (…), el Hijo sea
debidamente conocido, amado, glorificado» (98), este culto se convierte en
camino a Cristo, fuente y centro de la comunión eclesiástica, en la cual
cuantos confiesan abiertamente que Él es Dios y Señor, Salvador y único
Mediador (cf. 1 Tim 2, 5), están llamados a ser una
sola cosa entre sí, con El y con el Padre en la unidad del Espíritu Santo
(99).
33. Somos
conscientes de que existen no leves discordias entre el pensamiento de muchos
hermanos de otras Iglesias y comunidades eclesiales y la doctrina católica
«en torno a la función de María en la obra de la salvación» (100) y, por
tanto, sobre el culto que le es debido. Sin embargo, como el mismo poder del
Altísimo que cubrió con su sombra a la Virgen de Nazaret (cf. Lc 1, 35) actúa en el
actual movimiento ecuménico y lo fecunda, deseamos expresar nuestra confianza
en que la veneración a la humilde Esclava del Señor, en la que el Omnipotente
obró maravillas (cf. Lc 1, 49), será, aunque lentamente, no obstáculo sino
medio y punto de encuentro para la unión de todos los creyentes en Cristo.
Nos alegramos, en efecto, de comprobar que una mejor comprensión del puesto
de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, por parte también de los hermanos
separados, hace más fácil el camino hacia el encuentro. Así como en Caná la Virgen, con su
intervención, obtuvo que Jesús hiciese el primero de sus milagros (cf. Jn 2,
1-12), así en nuestro tiempo podrá Ella hacer propicio, con su intercesión,
el advenimiento de la hora en que los discípulos de Cristo volverán a
encontrar la plena comunión en la fe. Y esta nueva esperanza halla consuelo
en la observación de nuestro predecesor León XIII: la causa de la unión de
los cristianos «pertenece específicamente al oficio de la maternidad
espiritual de María. Pues los que son de Cristo no fueron engendrados ni
podían serlo sino en una única fe y un único amor: porque, «¿está
acaso dividido Cristo?» (cf. 1 Cor 1, 13); y debemos
vivir todos juntos la vida de Cristo, para poder fructificar en un solo y
mismo cuerpo (Rom 7, 14)» (101).
34. En el culto
a la Virgen
merecen también atenta consideración las adquisiciones seguras y comprobadas
de las ciencias humanas; esto ayudará efectivamente a eliminar una de las
causas de la inquietud que se advierte en el campo del culto a la Madre del Señor: es decir,
la diversidad entre algunas cosas de su contenido y las actuales concepciones
antropológicas y la realidad sicosociológica,
profundamente cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo.
Se observa, en efecto, que es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es
presentada por cierta literatura devocional, en las
condiciones de vida de la sociedad contemporánea y en particular de las
condiciones de la mujer, bien sea en el ambiente doméstico, donde las leyes y
la evolución de las costumbres tienden justamente a reconocerle la igualdad y
la corresponsabilidad con el hombre en la dirección de la vida familiar; bien
sea en el campo político, donde ella ha conquistado en muchos países un poder
de intervención en la sociedad igual al hombre; bien sea en el campo social,
donde desarrolla su actividad en los más distintos sectores operativos,
dejando cada día más el estrecho ambiente del hogar; lo mismo que en el campo
cultural, donde se le ofrecen nuevas posibilidades de investigación
científica y de éxito intelectual.
Deriva de ahí
para algunos una cierta falta de afecto hacia el culto a la Virgen y una cierta
dificultad en tomar a María como modelo, porque los horizontes de su vida -se
dice- resultan estrechos en comparación con las amplias zonas de actividad en
que el hombre contemporáneo está llamado a actuar. En este sentido, mientras
exhortamos a los teólogos, a los responsables de las comunidades cristianas y
a los mismos fieles a dedicar la debida atención a tales problemas, nos
parece útil ofrecer Nos mismo una contribución a su solución, haciendo
algunas observaciones.
35. Ante todo, la Virgen María ha
sido propuesta siempre por la
Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el
tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-cultural en
que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus
condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la
voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en
práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de
servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de
Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente.
36. En segundo
lugar quisiéramos notar que las dificultades a que hemos aludido están en
estrecha conexión con algunas connotaciones de la imagen popular y literaria
de María, no con su imagen evangélica ni con los datos doctrinales
determinados en el lento y serio trabajo de hacer explícita la palabra
revelada; al contrario, se debe considerar normal que las generaciones
cristianas que se han ido sucediendo en marcos socio-culturales diversos, al contemplar
la figura y la misión de María -como Mujer nueva y perfecta cristiana que
resume en sí misma las situaciones más características de la vida femenina
porque es Virgen, Esposa, Madre-, hayan considerado a la Madre de Jesús como
«modelo eximio» de la condición femenina y ejemplar «limpidísimo»
de vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las categorías
y los modos expresivos propios de la época. La Iglesia, cuando
considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la
continuidad del hecho cultual, pero no se vincula a los esquemas
representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares
concepciones antropológicas subyacentes, y comprende como algunas expresiones
de culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas para los
hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas.
37. Deseamos en
fin, subrayar que nuestra época, como las precedentes, está llamada a
verificar su propio conocimiento de la realidad con la palabra de Dios y,
para limitarnos al caso que nos ocupa, a confrontar sus concepciones
antropológicas y los problemas que derivan de ellas con la figura de la Virgen tal cual nos es
presentada por el Evangelio. La lectura de las Sagradas Escrituras, hecha
bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de
las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo,
llevará a descubrir como María puede ser tomada como espejo de las esperanzas
de los hombres de nuestro tiempo. De este modo, por poner algún ejemplo, la
mujer contemporánea, deseosa de participar con poder de decisión en las
elecciones de la comunidad, contemplará con íntima alegría a María que,
puesta a diálogo con Dios, da su consentimiento activo y responsable (102) no
a la solución de un problema contingente sino a la «obra de los siglos» como
se ha llamado justamente a la
Encarnación del Verbo (103); se dará cuenta de que la
opción del estado virginal por parte de María, que en el designio de Dios la
disponía al misterio de la
Encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos de los
valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción valiente,
llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios; comprobará con
gozosa sorpresa que María de Nazaret, aún habiéndose abandonado a la voluntad
del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de
religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que
Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidas y derriba sus tronos a
los poderosos del mundo (cf. Lc 1, 51-53); reconocerá en María, que
«sobresale entre los humildes y los pobres del Señor (104), una mujer fuerte
que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio (cf. Mt 2,
13-23): situaciones todas estas que no pueden escapar a la atención de quien
quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y
de la sociedad; y no se le presentará María como una madre celosamente replegada
sobre su propio Hijo divino, sino como mujer que con su acción favoreció la
fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2, 1-12) y cuya función
maternal se dilató, asumiendo sobre el calvario dimensiones universales
(105). Son ejemplos. Sin embargo, aparece claro en ellos cómo la figura de la Virgen no defrauda
esperanza alguna profunda de los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el
modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y
temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la
justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado,
pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los
corazones.
38. Después de
haber ofrecido estas directrices, ordenadas a favorecer el desarrollo
armónico del culto a la Madre
del Señor, creemos oportuno llamar la atención sobre algunas actitudes cultuales erróneas. El Concilio Vaticano II ha denunciado
ya de manera autorizada, sea la exageración de contenidos o de formas que
llegan a falsear la doctrina, sea la estrechez de mente que oscurece la
figura y la misión de María; ha denunciado también algunas devociones cultuales: la vana credulidad que sustituye el empeño
serio con la fácil aplicación a prácticas externas solamente; el estéril y
pasajero movimiento del sentimiento, tan ajeno al estilo del Evangelio que
exige obras perseverantes y activas (106). Nos renovamos esta deploración: no están en armonía con la fe católica y por
consiguiente no deben subsistir en el culto católico. La defensa vigilante
contra estos errores y desviaciones hará más vigoroso y genuino el culto a la Virgen: sólido en su
fundamento, por el cual el estudio de las fuentes reveladas y la atención a
los documentos del Magisterio prevalecerán sobre la desmedida búsqueda de
novedades o de hechos extraordinarios; objetivo en el encuadramiento
histórico, por lo cual deberá ser eliminado todo aquello que es
manifiestamente legendario o falso; adaptado al contenido doctrinal, de ahí
la necesidad de evitar presentaciones unilaterales de la figura de María que
insistiendo excesivamente sobre un elemento comprometen el conjunto de la
imagen evangélica, límpido en sus motivaciones, por lo cual se tendrá
cuidadosamente lejos del santuario todo mezquino interés.
39. Finalmente,
por si fuese necesario, quisiéramos recalcar que la finalidad última del
culto a la bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los
cristianos en un vida absolutamente conforme a su voluntad. Los hijos de la Iglesia, en efecto,
cuando uniendo sus voces a la voz de la mujer anónima del Evangelio,
glorifican a la Madre
de Jesús, exclamando, vueltos hacia El: «Dichoso el vientre que te llevó y
los pechos que te crearon» (Lc 11, 27), se verán inducidos a considerar la
grave respuesta del divino Maestro: «Dichosos más bien los que escuchan la
palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Esta misma respuesta, si es una
viva alabanza para la Virgen,
como interpretaron algunos Santos Padres (107) y como lo ha confirmado el
Concilio Vaticano II (108), suena también para nosotros como una admonición a
vivir según los mandamientos de Dios y es como un eco de otras llamadas del
divino Maestro: «No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino
de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los
cielos» (Mt 7, 21) y «Vosotros sois amigos míos, si hacéis cuanto os mando»
(Jn 15, 14).
67.. Cf. Ibid., n. 67; AAS 57 (1965), p.
65-66.
68.. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia,
Sacrosanctum Concilium,
n. 104; AAS 56 (1964), pp.
125-126
69.. Cf. Conc. Vat. II, Const.dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 66; AAS 57 (1965), p. 65.
70.. Cf. Paulus VI, Alocución pronunciada el día 24 de Abril de
1970 en el Santuario de «Nostra Signora
di Bonaria» en Cagliari;
ASS 62 (1970), p. 300.
71.. Pius IX, Carta Apostólica, Ineffabilis
Deus: Pii IX Pontificis Maximi Acta, I, 1, Romae 1854, p. 599; cf. también V. Sardi,
La Solenne
definizione del dogma dell
Immacolato concepimento
di Maria Santissima, Atti
e documenti..., Roma 1904-1905, vol. II, p. 302.
72.. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia,
Lumen gentium, n. 66; AAS 57 (1965), p. 65.
73.. S. Hildelfonsus, De virginitate
perpetua sanctae Mariae Cap.
XII; PL 96, 108.
74.. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia,
Lumen gentium, n. 56; AAS 57 (1965), p. 60 y los
autores citados en la correspondiente nota 176.
75.. Cf. S. Ambrosius, De Spiritu Sancto II, 37-38; CSEL 79, pp. 100-101; Cassianus, De Incarnatione Domini II, Cap. II; CSEL 17, pp.
247-249; S. Beda, Homilia
I, 3; CCL 122, p. 18 y p. 20.
76.. Cf. S. Ambrosius,
De institutione virginis,
Cap. XII, 79; PL 16 (ed.
1880), 339; Epistula 30, 3 et Epistula
42, 7; ibid., 1107 et 1175; Expositio
evangelii secundum Lucam X, 132: S. Ch. 52, p.
200; S. Proclus Constantinopolitanus,
Oratio I,1 et Oratio V,3:
PG 65, 681,et 720; S. Basilius Celeucensis,
Oratio XXXIX, 3; PG 85, 433; S. Andreas
Cretensis Oratio IV, PG
97, 868; S. Germanus Constantinopolitanus,
Oratio III, 15; PC 98, 305.
77.. Cf. S. Hieronymus, Adversus Iovinianun I, 33; PL 23, 267; S. Ambrosius,
Epistula 63, 33; PL 16 (ed.
1880), 1249; De institutione virginis,
cap. XVII, 195; ibid.,
346; De Spiritu Sancto
III, 79-80; CSEL 79, pp. 182-183; Sedulius, Hymnus «A solis ortus cardini», vv. 13-14; CSEL 10, p. 164; Hymnus
Acathistos, str. 23; ed. I. B. Pietra, Analecta Sacra, I, p. 261; S. Proclus
Constantinopolitanus, Oratio
I, 3; PG 65, 684; Oratio II, 6; ibid.,
700; S. Basilius Seleucencis,
Oratio IV; PG 97, 868; S. Ioannes
Damascenus, Oratio VI,
10; PG 96, 677.
78. Cf. Severus Antiochenus, Homilia 57; PO 8,
pp. 357-358; Hesychius Hierosolymitanus,
Homilia de sancta Maria Deipara;
PG 93, 1464; Chrysippus Hierosolymitanus,
Oratio in sanctam Mariam Deiparam, 2; PO 19,
p.338; S. Andreas Cretensis,
Oratio V; PG 97, 896; S. Ioannes
Damascenus, Oratio VI, 6;
PG 96, 672.
79.. Liber
Apotheosis, vv. 571-572; CCL 126, p.97.
80.. Cf. S. Isidorus,
De ortu et obitu Patrum, cap. LXVII, 111; PL 83,
184; S. Hildefonsus, De virginitate
perpetua sanctae Mariae, cap.
X; PL 96, 95; S. Bernardus,
In Assumptione B. Virginis
Mariae, Sermo IV, 4; PL 183,
428; In Nativitate B. Virginis
Mariae; ibid., 442; S. Petrus Damianus,
Carmina sacra et preces
II, Oratio ad Deum Filium;
PL 145, 921; Antiphona «Beata
Dei Genitrix Maria»; Corpus antiphonialium
Officii, ed. R. J. Hesbert,
Roma 1970, vol. IV, n. 6314, p.80.
81.. Cf. Paulus Diaconus
Homilia I, In Assumptione
B. Mariae Virginis; PL 95, 1567; De Assumptione sanctae Mariae Virginis Paschasio Radberto trib., nn. 31, 42, 57, 83; ed. A. Ripberger,
in «Spicilegium Friburgense»,
n. 9, 1962, 72, 76, 84, 96-97; Eadmerus Cantauriensis De excellentia Virginis Mariae, cap. IV-V; PL 159, 562-567; S. Bernardus, In laudibus Virginis Matris, Homilia IV, 3; Sancti Bernardi Opera, ed. J. Leclereq-H.
Rochais, IV, Romanae
1966, pp. 49-50.
82. Cf. Origenes, In Lucam
Homilia VII, 3; PG 13, 1817; S. Ch. 87, p. 156; S. Cyrillus Alexandrinus, Comentarius in Aggaeum prophetam, cap. XIX; PG 71, 1060; S. Ambrosius,
De fide IV, 9, 113-114; CSEL 78, pp. 197-198; Expositio
Evangelii secundum Lucam II, 23-27-28; CSEL 32, IV, pp. 53-54 et 55-56; Severianus Gabalensis, In mundi creationem oratio VI, 10; PG 56, 497-498; Antipater
Bostrensis, Homilia in Sanctissimae Deiparae Annunciationem, 16; PG 85, 1785.
83. Cf. Eadmerus Cantuariensis, De excellentia Virginis Mariae, cap. VII; PL
159, 571; S. Amedeus Lausannensis,
De Maria Virgine Matre, Homilia VII; PL 188, 1337; S. Ch.
72, p. 184.
84. De virginitate
perpetua sanctae Mariae, cap.
XII; PL 96, 106.
85. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 54; AAS 57 (1965), p. 59. Cf. Paulo VI,
Alocución a los Padres Conciliares, en la clausura de la segunda sesión del
Concilio Ecuménico Vaticano II, 4 diciembre 1963: AAS 56 (1964), p. 37.
86. Cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 6, 7-8, 9-17; AAS
57 (1965), pp. 8-9, 9-12, 12-21.
87. Ibid., n. 63;
AAS 57 (1865), p. 64.
88. S. Cyprianus,
De Catholicae Ecclesiae unitate, 5; CSEL 3, p. 214.
89. Isaac De Stella, Sermo
LI. In Assumtione
B. Mariae; PL 194, 1863.
90. Sermo XXX, 7;
S. Ch. 164, p. 134.
91. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm.
sobre la
Iglesia, Lumen gentium, nn. 66-69; AAS 57 (1965), pp. 65-67.
92. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm.
sobre la divina Revelación, Dei
Verbum, n. 25; AAS 58 (1966), pp. 829-830.
93. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la sagrada
Liturgia, Sacrosanctum Concilium,
n. 13; AAS 56 (1964), p.103.
94. Cf. Officium magni canonis paracletici, Magnum Orologion, Athenis 1963, p.
558; passim en los cánones y en los troparios litúrgicos; cf. Sofonio
Eustradiadou. Theotokarion,
Chenneviéres sur Marne 1931, pp. 9-19.
95. Cf. Conc. Vat II, Const. dogm.
sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 69; AAS
57 (1965), pp. 66-67.
96. Cf. Ibid., n.
66; AAS 57 (1965), p. 65; Const. sobre la Sagrada Liturgia,
Sacrosanctum Concilium,
n. 103; AAS
56 (1964), p. 125.
97. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm.
sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 67;
AAS 57 (1965), pp. 65-66.
98. Ibid., n. 66;
AAS 57 (1965), p. 65.
99. Cf. Pablo VI, Alocución a los Padres
Conciliares en la
Basílica Vaticana, el día 21 de noviembre de 1964; ASS 56
(1964), p. 1017.
100. Conc. Concilio
Vat. II, Decr. Sobre el
Ecumenismo, Unitatis redintegratio,
n. 20; AAS 57 (1965), p.105.
101. Carta Encíclica, Adiutricem
populi; AAS 28 (1895-1896), p.135.
102. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm.
sobre la
Iglesia, Lumen gentium, 56; AAS
57 (1965), p.60.
103. S. Petrus Chrysologus, Sermo CXLIII; PL
52, 583.
104. Conc. Vat. II, Const. dogm.
sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n.55; AAS
57 (1965), pp. 59-60.
105. Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica, Signum magnum I; AAS 59 (1967),
pp. 467-468; Missale Romanum,
die 15 Septembris, Super oblata.
106. Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 67; AAS 57 (1965), pp. 65-66.
107. Cf. Augustinus, In Iohannis
Evangelium, Tractatus X,
3; CCL 56, pp.101-102; Epistula 243, Ad laetum, n. 9; CSEL 57, pp. 575-576; S. Beda, In Lucae Evangelium expositio, IV, XI,
28; CCL 120, p.237; Homilia I, 4: CCL 122, pp.
26-27.
108. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm.
sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 58;
AAS 57 (1965), p. 61.
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