INDICACIONES SOBRE
DOS EJERCICIOS DE PIEDAD:
EL ANGELUS Y EL SANTO ROSARIO
40. Hemos
indicado algunos principios aptos para dar nuevo vigor al culto de la Madre del Señor; ahora es
incumbencia de las Conferencias Episcopales, de los responsables de las
comunidades locales, de las distintas familias religiosas restaurar
sabiamente prácticas y ejercicios de veneración a la Santísima Virgen
y secundar el impulso creador de cuantos con genuina inspiración religiosa o
con sensibilidad pastoral desean dar vida a nuevas formas. Sin embargo, nos
parece oportuno, aunque sea por motivos diversos, tratar de dos ejercicios
muy difundidos en Occidente y de los que esta Sede Apostólica se ha ocupado
en varias ocasiones: el «Angelus» y el Rosario.
EL ANGELUS
41. Nuestra
palabra sobre el «Angelus» quiere ser solamente una simple pero viva
exhortación a mantener su rezo acostumbrado, donde y cuando sea posible. El
«Angelus» no tiene necesidad de restauración: la estructura sencilla, el
carácter bíblico, el origen histórico que lo enlaza con la invocación de la
incolumidad en la paz, el ritmo casi litúrgico que santifica momentos
diversos de la jornada, la apertura hacia el misterio pascual, por lo cual
mientras conmemoramos la
Encarnación del Hijo de Dios pedimos ser llevados «por su
pasión y cruz a la gloria de la resurrección» (109), hace que a distancia de
siglos conserve inalterado su valor e intacto su frescor. Es verdad que
algunas costumbres tradicionalmente asociadas al rezo del Angelus han desaparecido
y difícilmente pueden conservarse en la vida moderna, pero se trata de cosas
marginales: quedan inmutados el valor de la contemplación del misterio de la Encarnación del
Verbo, del saludo a la Virgen
y del recurso a su misericordiosa intercesión: y, no obstante el cambio de
las condiciones de los tiempos, permanecen invariados para la mayor parte de
los hombres esos momentos característicos de la jornada mañana, mediodía,
tarde que señalan los tiempos de su actividad y constituyen una invitación a
hacer un alto para orar.
EL ROSARIO
42. Deseamos
ahora, queridos hermanos, detenernos un poco sobre la renovación del piadoso
ejercicio que ha sido llamado «compendio de todo el Evangelio» (110): el
Rosario. A él han dedicado nuestros Predecesores vigilante atención y
premurosa solicitud: han recomendado muchas veces su rezo frecuente,
favorecido su difusión, ilustrado su naturaleza, reconocido la aptitud para
desarrollar una oración contemplativa, de alabanza y de súplica al mismo
tiempo, recordando su connatural eficacia para promover la vida cristiana y
el empeño apostólico. También Nos, desde la primera audiencia general de
nuestro pontificado, el día 13 de Julio de 1963, hemos manifestado nuestro
interés por la piadosa práctica del Rosario (111), y posteriormente hemos
subrayado su valor en múltiples circunstancias, ordinarias unas, graves
otras, como cuando en un momento de angustia y de inseguridad publicamos la Carta Encíclica
Christi Matri ( 15 septiembre 1966), para que se elevasen oraciones a la bienaventurada
Virgen del Rosario para implorar de Dios el bien sumo de la paz (112);
llamada que hemos renovado en nuestra Exhortación Apostólica Recurrens mensis
october (7 de octubre 1969), en la cual conmemorábamos además el cuarto
centenario de la
Carta Apostólica Consueverunt Romani Pontifices de nuestro
Predecesor San Pío V, que ilustró en ella y en cierto modo definió la forma
tradicional del Rosario (113).
43. Nuestro
asiduo interés por el Rosario nos ha movido a seguir con atención los numerosos
congresos dedicados en estos últimos años a la pastoral del Rosario en el
mundo contemporáneo: congresos promovidos por asociaciones y por hombres que
sienten entrañablemente tal devoción y en los que han tomado parte obispos,
presbíteros, religiosos y seglares de probada experiencia y de acreditado
sentido eclesial. Entre ellos es justo recordar a los Hijos de Santo Domingo,
por tradición custodios y propagadores de tan saludable devoción. A los
trabajos de los congresos se han unido las investigaciones de los
historiadores, llevadas a cabo no para definir con intenciones casi
arqueológicas la forma primitiva del Rosario, sino para captar su intuición
originaria, su energía primera, su estructura esencial. De tales congresos e
investigaciones han aparecido más nítidamente las características primarias
del Rosario, sus elementos esenciales y su mutua relación.
44. Así, por
ejemplo, se ha puesto en más clara luz la índole evangélica del Rosario, en
cuanto saca del Evangelio el enunciado de los misterios y las fórmulas
principales; se inspira en el Evangelio para sugerir, partiendo del gozoso
saludo del Ángel y del religioso consentimiento de la Virgen, la actitud con
que debe recitarlo el fiel; y continúa proponiendo, en la sucesión armoniosa
de las Ave Marías, un misterio fundamental del Evangelio -la Encarnación del
Verbo- en el momento decisivo de la Anunciación hecha a María. Oración evangélica
por tanto el Rosario, como hoy día, quizá más que en el pasado, gustan
definirlo los pastores y los estudiosos.
45. Se ha
percibido también más fácilmente cómo el ordenado y gradual desarrollo del
Rosario refleja el modo mismo en que el Verbo de Dios, insiriéndose con
determinación misericordiosa en las vicisitudes humanas, ha realizado la
redención: en ella, en efecto, el Rosario considera en armónica sucesión los
principales acontecimientos salvíficos que se han cumplido en Cristo: desde
la concepción virginal y los misterios de la infancia hasta los momentos
culminantes de la Pascua
-la pasión y la gloriosa resurrección- y a los efectos de ella sobre la Iglesia naciente en el
día de Pentecostés y sobre la
Virgen en el día en que, terminando el exilio terreno, fue
asunta en cuerpo y alma a la patria celestial. Y se ha observado también cómo
la triple división de los misterios del Rosario no sólo se adapta
estrictamente al orden cronológico de los hechos, sino que sobre todo refleja
el esquema del primitivo anuncio de la fe y propone nuevamente el misterio de
Cristo de la misma manera que fue visto por San Pablo en el celeste «himno»
de la Carta a
los Filipenses: humillación, muerte, exaltación (2,6-11).
46. Oración
evangélica centrada en el misterio de la Encarnación
redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente
cristológica. En efecto, su elemento más característico -la repetición
litánica en alabanza constante a Cristo, término último de la anunciación del
Ángel y del saludo de la Madre
del Bautista: «Bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1,42). Diremos más: la
repetición del Ave María constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la
contemplación de los misterios; el Jesús que toda Ave María recuerda, es el
mismo que la sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo
de Dios y de la Virgen,
nacido en una gruta de Belén; presentado por la Madre en el Templo; joven
lleno de celo por las cosas de su Padre; Redentor agonizante en el huerto;
flagelado y coronado de espinas; cargado con la cruz y agonizante en el
calvario; resucitado de la muerte y ascendido a la gloria del Padre para
derramar el don del Espíritu Santo. Es sabido que, precisamente para
favorecer la contemplación y «que la mente corresponda a la voz», se solía en
otros tiempos -y la costumbre se ha conservado en varias regiones- añadir al
nombre de Jesús, en cada Ave María, una cláusula que recordase el misterio
anunciado.
47. Se ha
sentido también con mayor urgencia la necesidad de recalcar, al mismo tiempo
que el valor del elemento laudatorio y deprecatorio, la importancia de otro
elemento esencial al Rosario: la contemplación. Sin ésta el Rosario es un
cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica
repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: «cuando
oréis no seáis charlatanes como los paganos que creen ser escuchados en
virtud se su locuacidad» (Mt 6,7). Por su naturaleza el rezo del Rosario
exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que favorezcan en quien ora
la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del
Corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su
insondable riqueza.
48. De la
contemporánea reflexión han sido entendidas en fin con mayor precisión las
relaciones existentes entre la
Liturgia y el Rosario. Por una parte se ha subrayado cómo
el Rosario en casi un vástago germinado sobre el tronco secular de la Liturgia cristiana, «El
salterio de la Virgen»,
mediante el cual los humildes quedan asociados al «cántico de alabanza» y a
la intercesión universal de la
Iglesia; por otra parte, se ha observado que esto ha
acaecido en una época -al declinar de la Edad Media- en que
el espíritu litúrgico está en decadencia y se realiza un cierto
distanciamiento de los fieles de la Liturgia, en favor de una devoción sensible a
la humanidad de Cristo y a la bienaventurada Virgen María. Si en tiempos no
lejanos pudo surgir en el animo de algunos el deseo de ver incluido el
Rosario entre las expresiones litúrgicas, y en otros, debido a la
preocupación de evitar errores pastorales del pasado, una injustificada desatención
hacia el mismo, hoy día el problema tiene fácil solución a la luz de los
principios de la
Constitución Sacrosanctum Concilium; celebraciones
litúrgicas y piadoso ejercicio del Rosario no se deben ni contraponer ni
equiparar (114). Toda expresión de oración resulta tanto más fecunda, cuanto
más conserva su verdadera naturaleza y la fisonomía que le es propia.
Confirmado, pues, el valor preeminente de las acciones litúrgicas, no será
difícil reconocer que el Rosario es un piadoso ejercicio que se armoniza
fácilmente con la
Sagrada Liturgia. En efecto, como la Liturgia tiene una
índole comunitaria, se nutre de la Sagrada Escritura
y gravita en torno al misterio de Cristo. Aunque sea en planos de realidad
esencialmente diversos, anamnesis en la Liturgia y memoria contemplativa en el Rosario,
tienen por objeto los mismos acontecimientos salvíficos llevados a cabo por
Cristo. La primera hace presentes bajo el velo de los signos y operantes de
modo misterioso los «misterios más grandes de nuestra redención»; la segunda,
con el piadoso afecto de la contemplación, vuelve a evocar los mismos
misterios en la mente de quien ora y estimula su voluntad a sacar de ellos
normas de vida.
Establecida esta
diferencia sustancial, no hay quien no vea que el Rosario es un piadoso
ejercicio inspirado en la
Liturgia y que, si es practicado según la inspiración
originaria, conduce naturalmente a ella, sin traspasar su umbral. En efecto,
la meditación de los misterios del Rosario, haciendo familiar a la mente y al
corazón de los fieles los misterios de Cristo, puede constituir una óptima
preparación a la celebración de los mismos en la acción litúrgica y
convertirse después en eco prolongado. Sin embargo, es un error, que perdura
todavía por desgracia en algunas partes, recitar el Rosario durante la acción
litúrgica.
49. El Rosario,
según la tradición admitida por nuestros Predecesor S. Pío V y por él
propuesta autorizadamente, consta de varios elementos orgánicamente
dispuestos:
a) la
contemplación, en comunión con María, de una serie de misterios de la
salvación, sabiamente distribuidos en tres ciclos que expresan el gozo de los
tiempos mesiánicos, el dolor salvífico de Cristo, la gloria del Resucitado
que inunda la Iglesia;
contemplación que, por su naturaleza, lleva a la reflexión práctica y a
estimulante norma de vida;
b) la oración
dominical o Padrenuestro, que por su inmenso valor es fundamental en la
plegaria cristiana y la ennoblece en sus diversas expresiones;
c) la sucesión
litánica del Avemaría, que está compuesta por el saludo del Ángel a la Virgen (Cf. Lc 1,28) y la
alabanza obsequiosa del santa Isabel (Cf. Lc 1,42), a la cual sigue la
súplica eclesial Santa María. La serie continuada de las Avemarías es una
característica peculiar del Rosario y su número, en le forma típica y
plenaria de ciento cincuenta, presenta cierta analogía con el Salterio y es
un dato que se remonta a los orígenes mismos de este piadoso ejercicio. Pero tal
número, según una comprobada costumbre, se distribuye -dividido en decenas
para cada misterio- en los tres ciclos de los que hablamos antes, dando lugar
a la conocida forma del Rosario compuesto por cincuenta Avemarías, que se ha
convertido en la medida habitual de la práctica del mismo y que ha sido así
adoptado por la piedad popular y aprobado por la Autoridad pontificia,
que lo enriqueció también con numerosas indulgencias;
d) la doxología
Gloria al Padre que, en conformidad con una orientación común de la piedad
cristiana, termina la oración con la glorificación de Dios, uno y trino, «de
quien, por quien y en quien subsiste todo» (Cf. Rom 11,36).
50. Estos son
los elementos del santo Rosario. Cada uno de ellos tiene su índole propia que
bien comprendida y valorada, debe reflejarse en el rezo, para que el Rosario
exprese toda su riqueza y variedad. Será, pues, ponderado en la oración
dominical; lírico y laudatorio en el calmo pasar de las Avemarías;
contemplativo en la atenta reflexión sobre los misterios; implorante en la
súplica; adorante en la doxología. Y esto, en cada uno de los modos en que se
suele rezar el Rosario: o privadamente, recogiéndose el que ora en la
intimidad con su Señor; o comunitariamente, en familia o entre los fieles reunidos
en grupo para crear las condiciones de una particular presencia del Señor
(cf. Mt 18, 20); o públicamente, en asambleas convocadas para la comunidad
eclesial.
51. En tiempo
reciente se han creado algunos ejercicios piadosos, inspirados en el Santo
Rosario. Queremos indicar y recomendar entre ellos los que incluyen en el
tradicional esquema de las celebraciones de la Palabra de Dios algunos
elementos del Rosario a la bienaventurada Virgen María, como por ejemplo, la
meditación de los misterios y la repetición litánica del saludo del Ángel.
Tales elementos adquieren así mayor relieve al encuadrarlos en la lectura de
textos bíblicos, ilustrados mediante la homilía, acompañados por pausas de
silencio y subrayados con el canto. Nos alegra saber que tales ejercicios han
contribuido a hacer comprender mejor las riquezas espirituales del mismo
Rosario y a revalorar su práctica en ciertas ocasiones y movimientos
juveniles.
52. Y ahora, en
continuidad de intención con nuestros Predecesores, queremos recomendar
vivamente el rezo del Santo Rosario en familia. El Concilio Vaticano II a
puesto en claro cómo la familia, célula primera y vital de la sociedad «por
la mutua piedad de sus miembros y la oración en común dirigida a Dios se
ofrece como santuario doméstico de la Iglesia» (115). La familia cristiana, por
tanto, se presenta como una Iglesia doméstica (116) cuando sus miembros, cada
uno dentro de su propio ámbito e incumbencia, promueven juntos la justicia,
practican las obras de misericordia, se dedican al servicio de los hermanos,
toman parte en el apostolado de la comunidad local y se unen en su culto
litúrgico (117); y más aún, se elevan en común plegarias suplicantes a Dios;
por que si fallase este elemento, faltaría el carácter mismo de familia como
Iglesia doméstica. Por eso debe esforzarse para instaurar en la vida familiar
la oración en común.
53. De acuerdo
con las directrices conciliares, la Liturgia de las Horas incluye justamente el
núcleo familiar entre los grupos a que se adapta mejor la celebración en
común del Oficio divino: «conviene finalmente que la familia, en cuanto
sagrario doméstico de la
Iglesia, no sólo eleve preces comunes a Dios, sino también
recite oportunamente algunas partes de la Liturgia de las Horas, con el fin de unirse más
estrechamente a la Iglesia»
(118). No debe quedar sin intentar nada para que esta clara indicación halle
en las familias cristianas una creciente y gozosa aplicación.
54. Después de
la celebración de la
Liturgia de las Horas -cumbre a la que puede llegar la
oración doméstica-, no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen
debe ser considerado como una de las más excelentes y eficaces oraciones
comunes que la familia cristiana está invitada a rezar. Nos queremos pensar y
deseamos vivamente que cuando un encuentro familiar se convierta en tiempo de
oración, el Rosario sea su expresión frecuente y preferida. Sabemos muy bien
que las nuevas condiciones de vida de los hombres no favorecen hoy momentos
de reunión familiar y que, incluso cuando eso tiene lugar, no pocas
circunstancias hacen difícil convertir el encuentro de familia en ocasión
para orar. Difícil, sin duda. Pero es también una característica del obrar
cristiano no rendirse a los condicionamientos ambientales, sino superarlo; no
sucumbir ante ellos, sino hacerles frente. Por eso las familias que quieren
vivir plenamente la vocación y la espiritualidad propia de la familia
cristiana, deben desplegar toda clase de energías para marginar las fuerzas
que obstaculizan el encuentro familiar y la oración en común.
55. Concluyendo
estas observaciones, testimonio de la solicitud y de la estima de esta Sede
Apostólica por el Rosario de la Santísima Virgen María, queremos sin embargo
recomendar que, al difundir esta devoción tan saludable, no sean alteradas
sus proporciones ni sea presentada con exclusivismo inoportuno: el Rosario es
una oración excelente, pero el fiel debe sentirse libre, atraído a rezarlo,
en serena tranquilidad, por la intrínseca belleza del mismo.
CONCLUSIÓN
VALOR TEOLÓGICO Y PASTORAL DEL CULTO A LA VIRGEN
56. Venerables
Hermanos: al terminar nuestra Exhortación Apostólica deseamos subrayar en
síntesis el valor teológico del culto a la Virgen y recordar su eficacia pastoral para la
renovación de las costumbres cristianas.
La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen
es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo
tiempo y lugar -desde la bendición de Isabel (cf. Lc. 1, 42-45) hasta las
expresiones de alabanza y súplica de nuestro tiempo- constituye un sólido
testimonio de su «lex orandi» y una invitación a reavivar en las conciencias
su «lex credendi». Viceversa: la «lex credendi» de la Iglesia requiere que por
todas partes florezca lozana su «lex orandi» en relación con la Madre de Cristo. Culto a la Virgen de raíces
profundas en la Palabra
revelada y de sólidos fundamentos dogmáticos: la singular dignidad de María
«Madre del Hijo de Dios y, por lo mismo, Hija predilecta del Padre y templo
del Espíritu Santo; por tal don de gracia especial aventaja con mucho a todas
las demás criaturas, celestiales y terrestres» (119), su cooperación en
momentos decisivos de la obra de la salvación llevada a cabo por el Hijo; su
santidad, ya plena en el momento de la Concepción Inmaculada
y no obstante creciente a medida que se adhería a la voluntad del Padre y
recorría la vía de sufrimiento (cf. Lc 2, 34-35; 2, 41-52; Jn 19, 25-27),
progresando constantemente en la fe, en la esperanza y en la caridad; su
misión y condición única en el Pueblo de Dios, del que es al mismo tiempo
miembro eminentísimo, ejemplar acabadísimo y Madre amantísima; su incesante y
eficaz intercesión mediante la cual, aún habiendo sido asunta al cielo, sigue
cercanísima a los fieles que la suplican, aún a aquellos que ignoran que son
hijos suyos; su gloria que ennoblece a todo el género humano, como lo expreso
maravillosamente el poeta Dante: «Tú eres aquella que ennobleció tanto la
naturaleza humana que su hacedor no desdeño convertirse en hechura tuya»
(120); en efecto, María es de nuestra estirpe, verdadera hija de Eva, (aunque
ajena a la mancha de la Madre,
y verdadera hermana nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y
pobre, nuestra condición).
Añadiremos que
el culto a la bienaventurada Virgen María tiene su razón última en el
designio insondable y libre de Dios, el cual siendo caridad eterna y divina
(cf. 1Jn 4, 7-8.16), lleva a cabo todo según un designio de amor: la amó y
obró en ella maravillas (cf. Lc 1, 49); la amó por sí mismo, la amó por
nosotros; se la dio a sí mismo y la dio a nosotros.
57. Cristo es el
único camino al Padre (cf. Jn 14, 4-11). Cristo es el modelo supremo al que
el discípulo debe conformar la propia conducta (cf. Jn 13, 15), hasta lograr
tener sus mismos sentimientos (cf. Fil 2,5), vivir de su vida y poseer su
Espíritu (cf. Gál 2, 20; Rom 8, 10-11); esto es lo que la Iglesia ha enseñado en
todo tiempo y nada en la acción pastoral debe oscurecer esta doctrina. Pero la Iglesia, guiada por el Espíritu
Santo y amaestrada por una experiencia secular, reconoce que también la
piedad a la
Santísima Virgen, de modo subordinado a la piedad hacia el
Salvador y en conexión con ella, tiene una gran eficacia pastoral y
constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana. La razón de dicha
eficacia se intuye fácilmente. En efecto, la múltiple misión de María hacia
el Pueblo de Dios es una realidad sobrenatural operante y fecunda en el
organismo eclesial. Y alegra el considerar los singulares aspectos de dicha
misión y ver cómo ellos se orientan, cada uno con su eficacia propia, hacia
el mismo fin: reproducir en los hijos los rasgos espirituales del Hijo
primogénito. Queremos decir que la maternal intercesión de la Virgen, su santidad
ejemplar y la gracia divina que hay en Ella, se convierten para el género
humano en motivo de esperanza.
La misión
maternal de la Virgen
empuja al Pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a Aquella que está
siempre dispuesta a acogerlo con afecto de madre y con eficaz ayuda de
auxiliadora; (121) por eso el Pueblo de Dios la invoca como Consoladora de
los afligidos, Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, para obtener
consuelo en la tribulación, alivio en la enfermedad, fuerza liberadora en el
pecado; porque Ella, la libre de todo pecado, conduce a sus hijos a esto: a
vencer con enérgica determinación el pecado. (122) Y, hay que afirmarlo
nuevamente, dicha liberación del pecado es la condición necesaria para toda
renovación de las costumbres cristianas.
La santidad
ejemplar de la Virgen
mueve a los fieles a levantar «los ojos a María, la cual brilla como modelo
de virtud ante toda la comunidad de los elegidos». (123) Virtudes sólidas,
evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios (cf. Lc 1,
26-38; 1, 45; 11, 27-28; Jn 2, 5); la obediencia generosa (cf. Lc 1, 38); la
humildad sencilla (cf. Lc 1, 48); la caridad solícita (cf. Lc 1, 39-56); la
sabiduría reflexiva (cf. Lc 1, 29.34; 2, 19. 33. 51); la piedad hacia Dios,
pronta al cumplimiento de los deberes religiosos (cf. Lc 2, 21.22-40.41),
agradecida por los bienes recibidos (Lc 1, 46-49), que ofrecen en el templo
(Lc 2, 22-24), que ora en la comunidad apostólica (cf. Act 1, 12-14); la
fortaleza en el destierro (cf. Mt 2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2, 34-35.49;
Jn 19, 25); la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor (cf. Lc
1, 48; 2, 24); el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la
cuna hasta la ignominia de la cruz (cf. Lc 2, 1-7; Jn 19, 25-27); la
delicadeza provisoria (cf. Jn 2, 1-11); la pureza virginal (cf. Mt 1, 18-25;
Lc 1, 26-38); el fuerte y casto amor esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los
hijos, que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para reproducirlos en
la propia vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá como consecuencia y
fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota del culto tributado a la Virgen.
La piedad hacia
la Madre del
Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia
divina: finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar
a la «Llena de gracia» (Lc 1, 28) sin honrar en sí mismo el estado de gracia,
es decir, la amistad con Dios, la comunión en El, la inhabitación del
Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y lo hace conforme a la
imagen del Hijo (cf. Rom 2, 29; Col 1, 18). La Iglesia católica,
basándose en su experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen una poderosa ayuda
para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la Mujer nueva, está junto a
Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz
el misterio del hombre, (124) como prenda y garantía de que en una simple
criatura -es decir, en Ella- se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo
para la salvación de todo hombre. Al hombre contemporáneo, frecuentemente
atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su
limitación y asaltado por aspiraciones sin confín, turbado en el ánimo y
dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte,
oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de
sentimientos de náusea y hastío, la
Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la
realidad ya conseguida en la
Ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra
tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la
comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de
la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las
temporales, de la vida sobre la muerte.
Sean el sello
de nuestra Exhortación y una ulterior prueba del valor pastoral de la
devoción a la Virgen
para conducir los hombres a Cristo las palabras mismas que Ella dirigió a los
siervos de las bodas de Caná: «Haced lo que El os diga» (Jn 2, 5); palabras
que en apariencia se limitan al deseo de poner remedio a la incómoda
situación de un banquete, pero que en las perspectivas del cuarto Evangelio son
una voz que aparece como una resonancia de la fórmula usada por el Pueblo de
Israel para ratificar la
Alianza del Sinaí (cf. Ex 19, 8; 24, 3.7; Dt 5, 27) o para
renovar los compromisos (cf. Jos 24, 24; Esd 10, 12; Neh 5, 12) y son una voz
que concuerda con la del Padre en la teofanía del Tabor: «Escuchadle» (Mt 17,
5).
58. Hemos
tratado extensamente, venerables Hermanos, de un culto integrante del culto
cristiano: la veneración a la
Madre del Señor. Lo pedía la naturaleza de la materia,
objeto de estudio, de revisión y también de cierta perplejidad en estos
últimos años. Nos conforta pensar que el trabajo realizado, para poner en
práctica las normas del Concilio, por parte de esta Sede Apostólica y por
vosotros mismos -la instauración litúrgica, sobre todo- será una válida
premisa para un culto a Dios Padre, Hijo y Espíritu, cada vez más vivo y
adorador y para el crecimiento de la vida cristiana de los fieles; es para
Nos motivo de confianza el constatar que la renovada Liturgia romana
constituye -aun en su conjunto- un fúlgido testimonio de la piedad de la Iglesia hacia la Virgen; Nos sostiene la
esperanza de que serán sinceramente aceptadas las directivas para hacer dicha
piedad cada vez más transparente y vigorosa; Nos alegra finalmente la
oportunidad que el Señor nos ha concedido de ofrecer algunos principios de
reflexión para una renovada estima por la práctica del santo Rosario.
Consuelo, confianza, esperanza, alegría que, uniendo nuestra voz a la de la Virgen -como suplica la Liturgia romana -, (125)
deseamos traducir en ferviente alabanza y reconocimiento al Señor.
Mientras
deseamos, pues, hermanos carísimos, que gracias a vuestro empeño generoso se
produzca en el clero y pueblo confiado a vuestros cuidados un incremento
saludable en la devoción mariana, con indudable provecho para la Iglesia y la sociedad
humana, impartimos de corazón a vosotros y a todos los fieles encomendados a
vuestra solicitud pastoral una especial Bendición Apostólica.
Dado en Roma,
junto a San Pedro, el día 2 de febrero, Fiesta de la Presentación del
Señor, del año 1974, undécimo de Nuestro Pontificado.
PAULUS P. P. VI
109. Missale Romanum, Dominica IV Adventus,
Collecta. Análogamente la
Collecta del 25 de marzo, que en el rezo del Angelus puede
sustituir a la precedente.
110. Pius XII, Epistula Philippinas Insulas ad Archiepiscopum
Manilensem: AAS 38 (1946), p. 419.
111. Cf. Discurso a los participantes al II
Congreso Internacional Dominicano del Rosario; Insegnamenti di Paolo VI,
(1963), pp.463-464.
112. Cf. AAS 58 (1966), pp. 745-749.
113. Cf. AAS 61 (1969), pp. 649-654.
114. Cf. n. 13; AAS 56 (1964), p. 103.
115. Decr. sobre el apostolado de los
seglares. Apostolicam actuositatem, n. 11; AAS 58 (1966), p. 848.
116. Conc. Vat. II, Const. Dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium,
n.11; AAS 57 (1965), p.16.
117. Cf. Conc. Vat. II, Decr. sobre el
apostolado de los seglares, Apostolicam actuositatem, n.11; AAS 58 (1966), p.
848.
118. N. 27.
119.Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen Gentium,
n. 53: AAS 57 (1965), pp. 58-59.
120.La Divina Comedia, Paradiso XXXIII, 4-6.
121.Cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen Gentium,
nn. 60-63; AAS 57 (1965), pp. 62-64.
122.Cf. Ibid., n. 65: AAS 57 (1965), pp. 64-65.
123.Ibid., n. 65: AAS 57 (1965), p. 64.
124.Cf. Conc. Vat. II, Const. Past. Sobre la Iglesia en el mundo
actual, Gaudium el spes, n. 22: AAS 58 (1966), pp.
1042-1044.
125.Cf. Missale Romanum, die 31 Maii, Collecta.
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