1. El munificentísimo Dios, que todo lo puede y
cuyos planes providentes están hechos con sabiduría y amor, compensa en sus
inescrutables designios, tanto en la vida de los pueblos como en la de los
individuos, los dolores y las alegrías para que, por caminos diversos y de
diversas maneras, todo coopere al bien de aquellos que le aman (cfr. Rom 8,
28).
2. Nuestro Pontificado, del mismo modo que la edad
presente, está oprimido por grandes cuidados, preocupaciones y angustias, por
las actuales gravísimas calamidades y la aberración de la verdad y de la
virtud; pero nos es de gran consuelo ver que, mientras la fe católica se
manifiesta en público cada vez más activa, se enciende cada día más la
devoción hacia la
Virgen Madre de Dios y casi en todas partes es estimulo y
auspicio de una vida mejor y más santa, de donde resulta que, mientras la Santísima Virgen
cumple amorosísimamente las funciones de madre hacia los redimidos por la
sangre de Cristo, la mente y el corazón de los hijos se estimulan a una más
amorosa contemplación de sus privilegios.
3. En efecto, Dios, que desde toda la eternidad
mira a la Virgen María
con particular y plenísima complacencia, «cuando vino la plenitud de los
tiempos» (Gal 4, 4) ejecutó los planes de su providencia de tal modo que resplandecen
en perfecta armonía los privilegios y las prerrogativas que con suma
liberalidad le había concedido. Y si esta suma liberalidad y plena armonía de
gracia fue siempre reconocida, y cada vez mejor penetrada por la Iglesia en el curso de
los siglos, en nuestro tiempo ha sido puesta a mayor luz el privilegio de la Asunción corporal al
cielo de la Virgen
Madre de Dios, María.
4. Este privilegio resplandeció con nuevo fulgor
desde que nuestro predecesor Pío IX, de inmortal memoria, definió solemnemente
el dogma de la
Inmaculada Concepción de la augusta Madre de Dios. Estos
dos privilegios están, en efecto, estrechamente unidos entre sí. Cristo, con
su muerte, venció la muerte y el pecado; y sobre el uno y sobre la otra
reporta también la victoria en virtud de Cristo todo aquel que ha sido
regenerado sobrenaturalmente por el bautismo. Pero por ley general, Dios no
quiere conceder a los justos el pleno efecto de esta victoria sobre la
muerte, sino cuando haya llegado el fin de los tiempos. Por eso también los
cuerpos de los justos se disuelven después de la muerte, y sólo en el último
día volverá a unirse cada uno con su propia alma gloriosa.
5. Pero de esta ley general quiso Dios que fuera
exenta la bienaventurada Virgen Maria. Ella, por privilegio del todo
singular, venció al pecado con su concepción inmaculada; por eso no estuvo
sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro ni tuvo que
esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo.
6. Por eso, cuando fue solemnemente definido que la Virgen Madre de
Dios, María, estaba inmune de la mancha hereditaria de su concepción, los
fieles se llenaron de una más viva esperanza de que cuanto antes fuera
definido por el supremo magisterio de la Iglesia el dogma de la Asunción corporal al
cielo de María Virgen.
7. Efectivamente, se vio que no sólo los fieles
particulares, sino los representantes de naciones o de provincias
eclesiásticas, y aun no pocos padres del Concilio Vaticano, pidieron con
vivas instancias a la
Sede Apostólica esta definición.
Innúmeras peticiones
8. Después, estas peticiones y votos no sólo no
disminuyeron, sino que aumentaron de día en día en número e insistencia. En
efecto, a este fin fueron promovidas cruzadas de oraciones; muchos y eximios
teólogos intensificaron sus estudios sobre este tema, ya en privado, ya en
los públicos ateneos eclesiásticos y en las otras escuelas destinadas a la
enseñanza de las sagradas disciplinas; en muchas partes del orbe católico se
celebraron congresos marianos, tanto nacionales como internacionales. Todos
estos estudios e investigaciones pusieron más de relieve que en el depósito
de la fe confiado a la
Iglesia estaba contenida también la Asunción de María
Virgen al cielo, y generalmente siguieron a ello peticiones en que se pedía
instantemente a esta Sede Apostólica que esta verdad fuese solemnemente
definida.
9. En esta piadosa competición, los fieles
estuvieron admirablemente unidos con sus pastores, los cuales, en número
verdaderamente impresionante, dirigieron peticiones semejantes a esta cátedra
de San Pedro. Por eso, cuando fuimos elevados al trono del Sumo Pontificado,
habían sido ya presentados a esta Sede Apostólica muchos millares de tales
súplicas de todas partes de la tierra y por toda clase de personas: por
nuestros amados hijos los cardenales del Sagrado Colegio, por venerables
hermanos arzobispos y obispos de las diócesis y de las parroquias.
10. Por eso, mientras elevábamos a Dios ardientes
plegarias para que infundiese en nuestra mente la luz del Espíritu Santo para
decidir una causa tan importante, dimos especiales órdenes de que se
iniciaran estudios más rigurosos sobre este asunto, y entretanto se
recogiesen y ponderasen cuidadosamente todas las peticiones que, desde el
tiempo de nuestro predecesor Pío IX, de feliz memoria, hasta nuestros días,
habían sido enviadas a esta Sede Apostólica a propósito de la Asunción de la
beatísima Virgen María al cielo1.
Encuesta oficial
11. Pero como se trataba de cosa de tanta
importancia y gravedad, creímos oportuno pedir directamente y en forma
oficial a todos los venerables hermanos en el Episcopado que nos expusiesen
abiertamente su pensamiento. Por eso, el 1 de mayo de 1946 les dirigimos la
carta Deiparae Virginis
Mariae, en la que preguntábamos: «Si vosotros, venerables hermanos, en
vuestra eximia sabiduría y prudencia, creéis que la Asunción corporal de la
beatísima Virgen se puede proponer y definir como dogma de fe y si con
vuestro clero y vuestro pueblo lo deseáis».
12. Y aquellos que «el Espíritu Santo ha puesto
como obispos para regir la
Iglesia de Dios» (Hch 20, 28) han dado a una y otra
pregunta una respuesta casi unánimemente afirmativa. Este «singular
consentimiento del Episcopado católico y de los fieles»2, al creer definible
como dogma de fe la
Asunción corporal al cielo de la Madre de Dios,
presentándonos la enseñanza concorde del magisterio
ordinario de la Iglesia
y la fe concorde del pueblo cristiano, por él
sostenida y dirigida, manifestó por sí mismo de modo cierto e infalible que
tal privilegio es verdad revelada por Dios y contenida en aquel divino
depósito que Cristo confió a su Esposa para que lo custodiase fielmente e
infaliblemente lo declarase3. El magisterio de la Iglesia, no ciertamente
por industria puramente humana, sino por la asistencia del Espíritu de Verdad
(cfr. Jn 14, 26), y por eso infaliblemente, cumple su mandato de conservar
perennemente puras e íntegras las verdades reveladas y las transmite sin
contaminaciones, sin añadiduras, sin disminuciones. «En efecto, como enseña
el Concilio Vaticano, a los sucesores de Pedro no fue prometido el Espíritu
Santo para que, por su revelación, manifestasen una nueva doctrina, sino para
que, con su asistencia, custodiasen inviolablemente y expresasen con
fidelidad la revelación transmitida por los Apóstoles, o sea el depósito de
la fe»4. Por eso, del consentimiento universal del magisterio ordinario de la Iglesia se deduce un
argumento cierto y seguro para afirmar que la Asunción corporal de la
bienaventurada Virgen María al cielo -la cual, en cuanto a la celestial
glorificación del cuerpo virgíneo de la augusta Madre de Dios, no podía ser
conocida por ninguna facultad humana con sus solas fuerzas naturales- es
verdad revelada por Dios, y por eso todos los fieles de la Iglesia deben creerla
con firmeza y fidelidad. Porque, como enseña el mismo Concilio Vaticano,
«deben ser creídas por fe divina y católica todas. aquellas
cosas que están contenidas en la palabra de Dios, escritas o transmitidas
oralmente, y que la Iglesia,
o con solemne juicio o con su ordinario y universal magisterio, propone a la
creencia como reveladas por Dios» (De fide catholica, cap. 3).
13. De esta fe común de la Iglesia se tuvieron
desde la antigüedad, a lo largo del curso de los siglos, varios testimonios,
indicios y vestigios; y tal fe se fue manifestando cada vez con más claridad.
Consentimiento unánime
14. Los fieles, guiados e instruidos por sus
pastores, aprendieron también de la Sagrada Escritura
que la Virgen María,
durante su peregrinación terrena, llevó una vida llena de preocupaciones,
angustias y dolores; y que se verificó lo que el santo viejo Simeón había
predicho: que una agudísima espada le traspasaría el corazón a los pies de la
cruz de su divino Hijo, nuestro Redentor. Igualmente no encontraron
dificultad en admitir que María haya muerto del mismo modo que su Unigénito.
Pero esto no les impidió creer y profesar abiertamente que no estuvo sujeta a la corrupción del sepulcro su sagrado cuerpo y
que no fue reducida a putrefacción y cenizas el augusto tabernáculo del Verbo
Divino. Así, iluminados por la divina gracia e impulsados por el amor hacia
aquella que es Madre de Dios y Madre nuestra dulcísima,
han contemplado con luz cada vez más clara la armonía maravillosa de los
privilegios que el providentísimo Dios concedió al alma Socia de nuestro
Redentor y que llegaron a una tal altísima cúspide a la que jamás ningún ser
creado, exceptuada la naturaleza humana de Jesucristo, había llegado.
15. Esta misma fe la atestiguan claramente
aquellos innumerables templos dedicados a Dios en honor de María Virgen
asunta al cielo y las sagradas imágenes en ellos expuestas a la veneración de
los fieles, las cuales ponen ante los ojos de todos este
singular triunfo de la bienaventurada Virgen. Además, ciudades,
diócesis y regiones fueron puestas bajo el especial patrocinio de la Virgen asunta al cielo;
del mismo modo, con la aprobación de la Iglesia, surgieron institutos religiosos, que
toman nombre de tal privilegio. No debe olvidarse que en el rosario mariano,
cuya recitación tan recomendada es por esta Sede Apostólica, se propone a la
meditación piadosa un misterio que, como todos saben, trata de la Asunción de la
beatísima Virgen.
16. Pero de modo más espléndido y universal esta
fe de los sagrados pastores y de los fieles cristianos se manifiesta por el
hecho de que desde la antigüedad se celebra en Oriente y en Occidente una
solemne fiesta litúrgica, de la cual los Padres Santos y doctores no dejaron
nunca de sacar luz porque, como es bien sabido, la sagrada liturgia «siendo
también una profesión de las celestiales verdades, sometida al supremo
magisterio de la Iglesia,
puede oír argumentos y testimonios de no pequeño valor para determinar algún
punto particular de la doctrina cristiana»5.
El testimonio de la liturgia
17. En los libros litúrgicos que contienen la
fiesta, bien sea de la Dormición, bien de la Asunción de la Virgen María, se
tienen expresiones en cierto modo concordantes al decir que cuando la Virgen Madre de
Dios pasó de este destierro, a su sagrado cuerpo, por disposición de la
divina Providencia, le ocurrieron cosas correspondientes a su dignidad de
Madre del Verbo encarnado y a los otros privilegios que se le habían
concedido.
Esto se afirma, por poner un ejemplo, en aquel
«Sacramentario» que nuestro predecesor Adriano I, de inmortal memoria, mandó
al emperador Carlomagno. En éste se lee, en efecto: «Digna de veneración es
para Nos, ¡oh Señor!, la festividad de este día en que la santa Madre de Dios
sufrió la muerte temporal, pero no pudo ser humillada por los vínculos de la
muerte Aquella que engendró a tu Hijo, Nuestro Señor, encarnado en ella»6.
18. Lo que aquí está indicado con la sobriedad
acostumbrada en la liturgia romana, en los libros de las otras antiguas
liturgias, tanto orientales como occidentales, se expresa más difusamente y
con mayor claridad. El «Sacramentario Galicano», por ejemplo, define este
privilegio de María, «inexplicable misterio, tanto más admirable cuanto más
singular es entre los hombres». Y en la liturgia bizantina se asocia
repetidamente la Asunción
corporal de María no sólo con su dignidad de Madre de Dios, sino también con
sus otros privilegios, especialmente con su maternidad virginal,
preestablecida por un designio singular de la Providencia divina:
«A Ti, Dios, Rey del universo, te concedió cosas que son sobre la naturaleza;
porque así como en el parto te conservó virgen, así en el sepulcro conservó
incorrupto tu cuerpo, y con la divina traslación lo glorificó»7.
19. El hecho de que la Sede Apostólica,
heredera del oficio confiado al Príncipe de los Apóstoles de confirmar en la
fe a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), y con su autoridad hiciese cada vez más
solemne esta fiesta, estimula eficazmente a los fieles a apreciar cada vez
más la grandeza de este misterio. Así la fiesta de la Asunsión,
del puesto honroso que tuvo desde el comienzo entre las otras celebraciones
marianas, llegó en seguida a los más solemnes de todo el ciclo litúrgico.
Nuestro predecesor San Sergio I, prescribiendo la letanía o procesión
estacional para las cuatro fiestas marianas, enumera junto a la Natividad, la Anunciación, la Purificación y la Dormición
de María (Liber Pontificalis).
Después San León IV quiso añadir a la fiesta, que ya se celebraba bajo el
título de la Asunción
de la bienaventurada Madre de Dios, una mayor solemnidad prescribiendo su
vigilia y su octava; y en tal circunstancia quiso participar personalmente en
la celebración en medio de una gran multitud de fieles (Liber
Pontificalis). Además de que ya antiguamente esta
fiesta estaba precedida por la obligación del ayuno, aparece claro de lo que
atestigua nuestro predecesor San Nicolás I, donde habla de los principales
ayunos «que la santa Iglesia romana recibió de la antigüedad y observa
todavía»8.
Exigencia de la incorrupción
20. Pero como la liturgia no crea la fe, sino que
la supone, y de ésta derivan como frutos del árbol las prácticas del culto,
los Santos Padres y los grandes doctores, en las homilías y en los discursos
dirigidos al pueblo con ocasión de esta fiesta, no recibieron de ella como de
primera fuente la doctrina, sino que hablaron de ésta como de cosa conocida y
admitida por los fieles; la aclararon mejor; precisaron y profundizaron su
sentido y objeto, declarando especialmente lo que con frecuencia los libros
litúrgicos habían sólo fugazmente indicado; es decir, que el objeto de la
fiesta no era solamente la incorrupción del cuerpo muerto de la
bienaventurada Virgen María, sino también su triunfo sobre la muerte y su
celestial glorificación a semejanza de su Unigénito.
21. Así San Juan Damasceno, que se distingue entre
todos como testigo eximio de esta tradición, considerando la Asunción corporal de la Madre de Dios a la luz de
los otros privilegios suyos, exclama con vigorosa elocuencia: «Era necesario
que Aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase
también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario
que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitase en
los tabernáculos divinos. Era necesario que la Esposa del Padre habitase
en los tálamos celestes. Era necesario que Aquella que había visto a su Hijo
en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la que había
sido inmune al darlo a luz, lo contemplase sentado a la diestra del Padre.
Era necesario que la Madre
de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas
fuese honrada como Madre y sierva de Dios»9.
Afirmación de esta doctrina
22. Estas expresiones de San Juan Damasceno
corresponden fielmente a aquellas de otros que afirman la misma doctrina.
Efectivamente, palabras no menos claras y precisas se encuentran en los
discursos que, con ocasión de la fiesta, tuvieron otros Padres anteriores o
contemporáneos. Así, por citar otros ejemplos, San Germán de Constantinopla
encontraba que correspondía la incorrupción y Asunción al cielo del cuerpo de
la Virgen Madre
de Dios no sólo a su divina maternidad, sino también a la especial santidad
de su mismo cuerpo virginal: «Tú, como fue escrito, apareces "en
belleza" y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo domicilio
de Dios; así también por esto es preciso que sea inmune de resolverse en
polvo; sino que debe ser transformado, en cuanto humano, hasta convertirse en
incorruptible; y debe ser vivo, gloriosísimo,
incólume y dotado de la plenitud de la vida»10. Y otro antiguo escritor dice:
«Como gloriosísima Madre de Cristo, nuestro
Salvador y Dios, donador de la vida y de la inmortalidad, y vivificada por Él,
revestida de cuerpo en una eterna incorruptibilidad con Él, que la resucitó
del sepulcro y la llevó consigo de modo que sólo Él conoce»11.
23. Al extenderse y afirmarse la fiesta litúrgica,
los pastores de la Iglesia
y los sagrados oradores, en número cada vez mayor, creyeron un deber precisar
abiertamente y con claridad el objeto de la fiesta y su estrecha conexión con
las otras verdades reveladas.
Los argumentos teológicos
24. Entre los teólogos escolásticos no faltaron
quienes, queriendo penetrar más adentro en las verdades reveladas y mostrar
el acuerdo entre la razón teológica y la fe, pusieron de relieve que este
privilegio de la Asunción
de María Virgen concuerda admirablemente con las verdades que nos son
enseñadas por la
Sagrada Escritura.
25. Partiendo de este presupuesto, presentaron,
para ilustrar este privilegio mariano, diversas razones contenidas casi en
germen en esto: que Jesús ha querido la Asunción de María al cielo por su piedad filial
hacia ella. Opinaban que la fuerza de tales argumentos reposa sobre la
dignidad incomparable de la maternidad divina y sobre todas aquellas otras
dotes que de ella se siguen: su insigne santidad, superior a la de todos los
hombres y todos los ángeles; la íntima unión de María con su Hijo, y aquel
amor sumo que el Hijo tenía hacia su dignísima Madre.
26. Frecuentemente se encuentran después teólogos
y sagrados oradores que, sobre las huellas de los Santos Padres12 para
ilustrar su fe en la
Asunción, se sirven con una cierta libertad de hechos y
dichos de la
Sagrada Escritura. Así, para citar sólo algunos testimonios
entre los más usados, los hay que recuerdan las palabras del salmista: «Ven,
¡oh Señor!, a tu descanso, tú y el arca de tu santificación» (Sal 131, 8), y
ven en el «arca de la alianza», hecha de madera incorruptible y puesta en el
templo del Señor, como una imagen del cuerpo purísimo de María Virgen,
preservado de toda corrupción del sepulcro y elevado a tanta gloria en el
cielo. A este mismo fin describen a la Reina que entra triunfalmente en el palacio
celeste y se sienta a la diestra del divino Redentor (Sal 44, 10, 14-16), lo
mismo que la Esposa
de los Cantares, «que sube por el desierto como una columna de humo de los
aromas de mirra y de incienso» para ser coronada (Cant
3, 6; cfr. 4, 8; 6, 9). La una y la otra son propuestas como figuras de
aquella Reina y Esposa celeste, que, junto a su divino Esposo, fue elevada al
reino de los cielos.
Los doctores escolásticos
27. Además, los doctores escolásticos vieron
indicada la Asunción
de la Virgen Madre
de Dios no sólo en varias figuras del Antiguo Testamento, sino también en
aquella Señora vestida de sol, que el apóstol Juan contempló en la isla de
Patmos (Ap 12, 1s.). Del mismo modo, entre los dichos del Nuevo Testamento
consideraron con particular interés las palabras «Dios te salve, María, llena
eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres»
(Lc 1, 28), porque veían en el misterio de la Asunción un complemento
de la plenitud de gracia concedida a la bienaventurada Virgen y una bendición
singular, en oposición a la maldición de Eva.
28. Por eso, al comienzo de la teología
escolástica, el piadoso Amadeo, obispo de Lausana, afirma que la carne de
María Virgen permaneció incorrupta («no se puede creer, en efecto, que su
cuerpo viese la corrupción»), porque realmente se reunió a su alma, y junto
con ella fue envuelta en altísima gloria en la corte celeste. «Era llena de
gracia y bendita entre las mujeres» (Lc 1, 28). «Ella sola mereció concebir
al Dios verdadero del Dios verdadero, y le parió virgen, le amamantó virgen,
estrechándole contra su seno, y le prestó en todo sus santos servicios y
homenajes»13.
Testimonio de San Antonio de Padua
29. Entre los sagrados escritores que en este
tiempo, sirviéndose de textos escriturísticos o de
semejanza y analogía, ilustraron y confirmaron la piadosa creencia de la Asunción, ocupa un
puesto especial el doctor evangélico San Antonio de Padua. En la fiesta de la Asunción, comentando
las palabras de Isaías «Glorificaré el lugar de mis pies» (Is 60, 13), afirmó
con seguridad que el divino Redentor ha glorificado de modo excelso a su
Madre amadísima, de la cual había tomado carne humana. «De aquí se deduce
claramente, dice, que la bienaventurada Virgen María fue asunta con el cuerpo
que había sido el sitio de los pies del Señor». Por eso escribe el salmista:
«Ven, ¡oh Señor!, a tu reposo, tú y el Arca de tu santificación». Como
Jesucristo, dice el santo, resurgió de la muerte vencida y subió a la diestra
de su Padre, así «resurgió también el Arca de su santificación, porque en
este día la Virgen
Madre fue asunta al tálamo celeste»14.
De San Alberto Magno
30. Cuando en la Edad Media la
teología escolástica alcanzó su máximo esplendor, San Alberto Magno, después
de haber recogido, para probar esta verdad, varios argumentos fundados en la Sagrada Escritura,
la tradición, la liturgia y la razón teológica, concluye: «De estas razones y
autoridades y de muchas otras es claro que la beatísima Madre de Dios fue
asunta en cuerpo y alma por encima de los coros de los ángeles. Y esto lo
creemos como absolutamente verdadero»15. Y en un discurso tenido el día de la Anunciación de
María, explicando estas palabras del saludo del ángel «Dios te salve, llena
eres de gracia...», el Doctor Universal compara a la Santísima Virgen
con Eva y dice expresamente que fue inmune de la cuádruple
maldición a la que Eva estuvo sujeta 16.
Doctrina de Santo Tomás
31. El Doctor Angélico, siguiendo los vestigios de
su insigne maestro, aunque no trató nunca expresamente la cuestión, sin
embargo, siempre que ocasionalmente habla de ella, sostiene constantemente
con la Iglesia
que junto al alma fue asunto al cielo también el cuerpo de María17.
De San Buenaventura
32. Del mismo parecer es, entre otros muchos, el
Doctor Seráfico, el cual sostiene como absolutamente cierto que del mismo
modo que Dios preservó a María Santísima de la violación del pudor y de la
integridad virginal en la concepción y en el parto, así no permitió que su
cuerpo se deshiciese en podredumbre y ceniza18. Interpretando y aplicando a
la bienaventurada Virgen estas palabras de la Sagrada Escritura
«¿Quién es esa que sube del desierto, llena de
delicias, apoyada en su amado?» (Cant 8, 5), razona
así: «Y de aquí puede constar que está allí (en la ciudad celeste)
corporalmente... Porque, en efecto..., la felicidad no sería plena si no
estuviese en ella personalmente, porque la persona no es el alma, sino el
compuesto, y es claro que está allí según el compuesto, es decir, con cuerpo
y alma, o de otro modo no tendría un pleno gozo»19.
La escolástica moderna
33. En la escolástica posterior, o sea en el siglo
XV, San Bernardino de Siena, resumiendo todo lo que los teólogos de la Edad Media habían
dicho y discutido a este propósito, no se limitó a recordar las principales
consideraciones ya propuestas por los doctores precedentes, sino que añadió
otras. Es decir, la semejanza de la divina Madre con el Hijo divino, en
cuanto a la nobleza y dignidad del alma y del cuerpo -porque no se puede
pensar que la celeste Reina esté separada del Rey de los cielos-, exige
abiertamente que «María no debe estar sino donde está Cristo»20; además es
razonable y conveniente que se encuentren ya glorificados en el cielo el alma
y el cuerpo, lo mismo que del hombre, de la mujer; en fin, el hecho de que la Iglesia no haya nunca
buscado y propuesto a la veneración de los fieles las reliquias corporales de
la bienaventurada Virgen suministra un argumento que puede decirse «como una
prueba sensible»21.
San Roberto Belarmino
34. En tiempos más recientes, las opiniones
mencionadas de los Santos Padres y de los doctores fueron de uso común.
Adhiriéndose al pensamiento cristiano transmitido de los siglos pasados. San
Roberto Belarmino exclama: «¿Y
quién, pregunto, podría creer que el arca de la santidad, el domicilio del
Verbo, el templo del Espíritu Santo, haya caído? Mi alma aborrece el solo
pensamiento de que aquella carne virginal que engendró a Dios, le dio a luz,
le alimentó, le llevó, haya sido reducida a cenizas o haya sido dada por
pasto a los gusanos »22.
35. De igual manera, San Francisco de Sales,
después de haber afirmado no ser lícito dudar que Jesucristo haya ejecutado
del modo más perfecto el mandato divino por el que se impone a los hijos el
deber de honrar a los propios padres, se propone esta pregunta: «¿Quién es el hijo que, si pudiese, no volvería a llamar a
la vida a su propia madre y no la llevaría consigo después de la muerte al
paraíso?»23. Y San Alfonso escribe: «Jesús preservó el cuerpo de María de la
corrupción, porque redundaba en deshonor suyo que fuese comida de la
podredumbre aquella carne virginal de la que Él se había vestido» 24.
Temeridad de la opinión contraria
36. Aclarado el objeto de esta fiesta, no faltaron
doctores que más bien que ocuparse de las razones teológicas, en las que se
demuestra la suma conveniencia de la Asunción corporal de la bienaventurada Virgen
María al cielo, dirigieron su atención a la fe de la Iglesia, mística Esposa
de Cristo, que no tiene mancha ni arruga (cfr. Ef 5, 27), la cual es llamada
por el Apóstol «columna y sostén de la verdad» (1 T'im
3, 15), y, apoyados en esta fe común, sostuvieron que era temeraria, por no
decir herética, la sentencia contraria. En efecto, San Pedro Canisio, entre muchos otros, después de haber declarado
que el término Asunción significa glorificación no sólo del alma, sino
también del cuerpo, y después de haber puesto de relieve que la Iglesia ya desde hace
muchos siglos, venera y celebra solemnemente este misterio mariano, dice:
«Esta sentencia está admitida ya desde hace algunos siglos y de tal manera
fija en el alma de los piadosos fieles y tan aceptada en toda la Iglesia, que aquellos
que niegan que el cuerpo de María haya sido asunto al cielo, ni siquiera
pueden ser escuchados con paciencia, sino abochornados por demasiado tercos o
del todo temerarios y animados de espíritu herético más bien que católico»25.
Francisco Suárez
37. Por el mismo tiempo, el Doctor Eximio, puesta
como norma de la mariología que «los misterios de la gracia que Dios ha
obrado en la Virgen
no son medidos por las leyes ordinarias, sino por la omnipotencia de Dios,
supuesta la conveniencia de la cosa en sí mismo y excluida toda contradicción
o repugnancia por parte de la Sagrada Escritura»26, fundándose en la fe de la Iglesia en el tema de la Asunción, podía
concluir que este misterio debía creerse con la misma firmeza de alma con que
debía creerse la
Inmaculada Concepción de la bienaventurada Virgen, y ya
entonces sostenía que estas dos verdades podían ser definidas.
38. Todas estas razones y consideraciones de los
Santos Padres y de los teólogos tienen como último fundamento la Sagrada Escritura,
la cual nos presenta al alma de la
Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo y siempre
partícipe de su suerte. De donde parece casi imposible imaginarse separada de
Cristo, si no con el alma, al menos con el cuerpo, después de esta vida, a
Aquella que lo concibió, le dio a luz, le nutrió con su leche, lo llevó en
sus brazos y lo apretó a su pecho. Desde el momento en que nuestro Redentor
es hijo de Maria, no podía, ciertamente, como observador perfectísimo de la
divina ley, menos de honrar, además de al Eterno Padre, también a su
amadísima Madre. Pudiendo, pues, dar a su Madre tanto honor al preservarla
inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse que lo hizo realmente.
39. Pero ya se ha recordado especialmente que
desde el siglo II María Virgen es presentada por los Santos Padres como nueva
Eva estrechamente unida al nuevo Adán, si bien sujeta a él, en aquella lucha
contra el enemigo infernal que, como fue preanunciado en el protoevangelio
(Gn 3, 15), habría terminado con la plenísima victoria sobre el pecado y
sobre la muerte, siempre unidos en los escritos del Apóstol de las Gentes
(cfr. Rom cap. 5 et 6; 1 Cor 15, 21-26; 54-57). Por
lo cual, como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y signo
final de esta victoria, así también para María la común lucha debía concluir
con la glorificación de su cuerpo virginal; porque, como dice el mismo
Apóstol, «cuando... este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad,
entonces sucederá lo que fue escrito: la muerte fue absorbida en la victoria»
(1 Cor 15, 54).
40. De tal modo, la augusta Madre de Dios,
arcanamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad «con un mismo
decreto»27 de predestinación, inmaculada en su concepción, Virgen sin mancha
en su divina maternidad, generosa Socia del divino Redentor, que obtuvo un
pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo
coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro
y vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a
la gloria del cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo,
Rey inmortal de los siglos (cfr. 1 T'im 1, 17).
Es llegado el momento
41. Y como la Iglesia universal, en la que vive el Espíritu
de Verdad, que la conduce infaliblemente al conocimiento de las verdades
reveladas, en el curso de los siglos ha manifestado de muchos modos su fe, y
como los obispos del orbe católico, con casi unánime consentimiento, piden
que sea definido como dogma de fe divina y católica la verdad de la Asunción corporal de la
bienaventurada Virgen María al cielo -verdad fundada en la Sagrada Escritura,
profundamente arraigada en el alma de los fieles, confirmada por el culto
eclesiástico desde tiempos remotísimos, sumamente en consonancia con otras
verdades reveladas, espléndidamente ilustrada y explicada por el estudio de
la ciencia y sabiduría de los teólogos-, creemos llegado el momento
preestablecido por la providencia de Dios para proclamar solemnemente este
privilegio de María Virgen.
42. Nos, que hemos puesto nuestro pontificado bajo
el especial patrocinio de la Santísima Virgen, a la que nos hemos dirigido
en tantas tristísimas contingencias; Nos, que con
rito público hemos consagrado a todo el género humano a su Inmaculado Corazón
y hemos experimentado repetidamente su validísima protección, tenemos firme
confianza de que esta proclamación y definición solemne de la Asunción será de gran
provecho para la Humanidad
entera, porque dará gloria a la Santísima Trinidad, a la que la Virgen Madre de
Dios está ligada por vínculos singulares. Es de esperar, en efecto, que todos
los cristianos sean estimulados a una mayor devoción hacia la Madre celestial y que el
corazón de todos aquellos que se glorían del nombre cristiano se mueva a
desear la unión con el Cuerpo Místico de Jesucristo y el aumento del propio
amor hacia Aquella que tiene entrañas maternales para todos los miembros de
aquel Cuerpo augusto. Es de esperar, además, que todos aquellos que mediten
los gloriosos ejemplos de María se persuadan cada vez más del valor de la
vida humana, si está entregada totalmente a la ejecución de la voluntad del
Padre Celeste y al bien de los prójimos; que, mientras el materialismo y la
corrupción de las costumbres derivadas de él amenazan sumergir toda virtud y
hacer estragos de vidas humanas, suscitando guerras, se ponga ante los ojos
de todos de modo luminosísimo a qué excelso fin
están destinados los cuerpos y las almas; que, en fin, la fe en la Asunción corporal de
María al cielo haga más firme y más activa la fe en nuestra resurrección.
43. La coincidencia providencial de este
acontecimiento solemne con el Año Santo que se está desarrollando nos es
particularmente grata; porque esto nos permite adornar la frente de la Virgen Madre de
Dios con esta fúlgida perla, a la vez que se celebra el máximo jubileo, y
dejar un monumento perenne de nuestra ardiente piedad hacia la Madre de Dios.
Fórmula definitoria
44. Por tanto, después de elevar a Dios muchas y
reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios
omnipotente, que otorgó a la
Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su
Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para
acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de
toda la Iglesia,
por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados
apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y
definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre
de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue
asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste.
45. Por eso, si alguno, lo que Dios no quiera,
osase negar o poner en duda voluntariamente lo que por Nos ha sido definido,
sepa que ha caído de la fe divina y católica.
46. Para que nuestra definición de la Asunción corporal de
María Virgen al cielo sea llevada a conocimiento de la Iglesia universal, hemos
querido que conste para perpetua memoria esta nuestra carta apostólica;
mandando que a sus copias y ejemplares, aun impresos, firmados por la mano de
cualquier notario público y adornados del sello de cualquier persona
constituida en dignidad eclesiástica, se preste absolutamente por todos la
misma fe que se prestaría a la presente si fuese exhibida o mostrada.
47. A ninguno, pues, sea lícito infringir esta nuestra
declaración, proclamación y definición u oponerse o contravenir a ella. Si
alguno se atreviere a intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de
Dios omnipotente y de sus santos apóstoles Pedro y Pablo.
Nos, PÍO,
Obispo de la Iglesia católica,
definiéndolo así, lo hemos suscrito.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el año del máximo Jubileo de mil novecientos
cincuenta, el día primero del mes de noviembre, fiesta de Todos los Santos,
el año duodécimo de nuestro pontificado.
1 Petitiones
de Asumptione corporea B.
Virginis Mariae in coelum
definienda ad S. Sedem delatae; 2 vol., Typis Polyglottis Vaticanis, 1942.
2 Bula Ineffabilis
Deus, Acta P¡¡ IX, p. 1,
vol. 1, p. 615.
3 Cfr. Conc. Vat. De fide catholica, cap. 4.
4 Conc. Vat. Const. De ecclesia
Christi, cap. 4.
5 Carta encíclica Mediator Dei, A. A. S., vol. 39, p. 541.
6 Sacramentarium
Gregorianum.
7 Menaei
totius anni.
8 «Responsa Nicolai
Papae I ad consulta Bulgarorum».
9 S. loan Damasc., Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae, hom.
II, 14; cfr. etiam ibíd., n. 3.
10 San Germ. Const., In Sanctae Dei Genitricis Dormitionem, sermón I.
11 Encomium in Dormitionem
Sanctissimae Dominae nostrae Deiparae semperque Virginis Mariae. S.
Modesto Hierosol, attributum
I, núm. 14.
12 Cfr. Ioan
Damasc.,
Encomium in Dormitionem Dei Genitricis
semperque Virginis
Mariae, hom. II, 2, 11; Encomium in Dormitionem, S.
Modesto Hierosol, attributum.
13 Amadeus Lausannensis,
De Beatae Virginis obitu, Assumptione in caelum, exaltatione ad Filii dexteram.
14 San Antonius
Patav., Sermones dominicales et in solemnitatibus. In Assumptione S. Mariae Virginit sermo.
15 S. Albertus
Magnus, Mariale sive quaestionet super Evang. Missut est, q. 132.
16 S. Albertus
Magnus, Sermones de sanctis,
sermón 15: In Anuntiatione
B. Mariae, cfr. Etiam Mariale,
q. 132.
17 Cfr. Summa Theol.,
3, q. 27, a.
1 c.; ibíd., q. 83, a. 5 ad 8, Expositio salutationis angelicae, In symb., Apostolorum expositio, art. 5;
In IV Sent., d. 12, q. 1, art. 3, sol. 3; d: 43, q. 1, art. 3, sol. 1 et 2.
18 Cfr. S. Bonaventura,
De Nativitate B. Mariae Virginis,
sermón 5.
19 S. Bonaventura, De Assumptione B. Mariae Virginis,
sermón 1.
20 S. Bernardinus
Senens., In Assumptione
B. M. Virginis, sermón 2.
21 S. Bernardinus
Senens., In Assumptione
B. M. Virginis, sermón 2.
22 S. Robertus
Bellarminus, Canciones habitae
Lovanii, canción 40: De Assumptionae
B. Mariae Virginis.
23 Oeuvres
de St. François de Sales, sermon
autographe pour la fete de l'Assumption.
24 S. Alfonso M. de Ligouri, Le glorie di Maria,
parte II, disc. 1.
25 S. Petrus
Canisius, De Maria Virgine.
26 Suárez,
F, In tertiam partem D. Thomae, quaest. 27, art. 2, disp. 3, sec. 5, n. 31.
27 Bula Ineffabilis
Deus, 1 c, p. 599.
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