Ioannes
Paulus PP. II
Redemptoris Mater
sobre la
Bienaventurada Virgen Maria en la Vida de la Iglesia peregrina
1987.03.25
III PARTE -
MEDIACIÓN MATERNA
1. María, Esclava del Señor
38. La Iglesia sabe
y enseña con San Pablo que uno solo es nuestro mediador: « Hay un solo
Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús,
hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos » (1 Tm 2,
5-6). « La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni
disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve
para demostrar su poder » 94: es mediación en Cristo.
La Iglesia sabe y
enseña que « todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los
hombres ... dimana del divino beneplácito y de la superabundancia de los
méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de
ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión
inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta ».95 Este saludable
influjo está mantenido por el Espíritu Santo, quien, igual que cubrió con
su sombra a la Virgen María comenzando en ella la maternidad divina,
mantiene así continuamente su solicitud hacia los hermanos de su Hijo.
Efectivamente, la
mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un
carácter específicamente materno que la distingue del de las demás
criaturas que, de un modo diverso y siempre subordinado, participan de la
única mediación de Cristo, siendo también la suya una mediación
participada.96 En efecto, si « jamás podrá compararse criatura alguna con
el Verbo encarnado y Redentor », al mismo tiempo « la única mediación del
Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de
cooperación, participada de la única fuente »; y así « la bondad de Dios se
difunde de distintas maneras sobre las criaturas ».97
La enseñanza del
Concilio Vaticano II presenta la verdad sobre la mediación de María como
una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo.
Leemos al respecto: « La Iglesia no duda en confesar esta función
subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la
piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se
unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador ».98 Esta función es, al
mismo tiempo, especial y extraordinaria. Brota de su maternidad divina y
puede ser comprendida y vivida en la fe, solamente sobre la base de la
plena verdad de esta maternidad. Siendo María, en virtud de la elección
divina, la Madre del Hijo consubstancial al Padre y « compañera
singularmente generosa » en la obra de la redención, es nuestra madre en el
orden de la gracia ».99 Esta función constituye una dimensión real de su
presencia en el misterio salvífico de Cristo y de la Iglesia.
39. Desde este
punto de vista es necesario considerar una vez más el acontecimiento
fundamental en la economía de la salvación, o sea la encarnación del Verbo
en la anunciación. Es significativo que María, reconociendo en la palabra
del mensajero divino la voluntad del Altísimo y sometiéndose a su poder,
diga: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc
1, 3). El primer momento de la sumisión a la única mediación « entre Dios y
los hombres » —la de Jesucristo— es la aceptación de la
maternidad por parte de la Virgen de Nazaret. María da su consentimiento a
la elección de Dios, para ser la Madre de su Hijo por obra del Espíritu
Santo. Puede decirse que este consentimiento suyo para la maternidad es
sobre todo fruto de la donación total a Dios en la virginidad. María aceptó
la elección para Madre del Hijo de Dios, guiada por el amor esponsal, que «
consagra » totalmente una persona humana a Dios. En virtud de este amor,
María deseaba estar siempre y en todo « entregada a Dios », viviendo la
virginidad. Las palabras « he aquí la esclava del Señor » expresan el hecho
de que desde el principio ella acogió y entendió la propia maternidad como
donación total de sí, de su persona, al servicio de los designios
salvíficos del Altísimo. Y toda su participación materna en la vida de
Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final de acuerdo con su vocación a
la virginidad.
La maternidad de
María, impregnada profundamente por la actitud esponsal de « esclava del Señor
», constituye la dimensión primera y fundamental de aquella mediación que
la Iglesia confiesa y proclama respecto a ella,100 y continuamente «
recomienda a la piedad de los fieles » porque confía mucho en esta
mediación. En efecto, conviene reconocer que, antes que nadie, Dios mismo,
el eterno Padre, se entregó a la Virgen de Nazaret, dándole su propio Hijo
en el misterio de la Encarnación. Esta elección suya al sumo cometido y
dignidad de Madre del Hijo de Dios, a nivel ontológico, se refiere a la realidad
misma de la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo (unión
hipostática). Este hecho fundamental de ser la Madre del Hijo de Dios
supone, desde el principio, una apertura total a la persona de Cristo, a
toda su obra y misión. Las palabras « he aquí la esclava del Señor »
atestiguan esta apertura del espíritu de María, la cual, de manera
perfecta, reúne en sí misma el amor propio de la virginidad y el amor
característico de la maternidad, unidos y como fundidos juntamente.
Por tanto María ha
llegado a ser no sólo la « madre-nodriza » del Hijo del hombre, sino
también la « compañera singularmente generosa » 101 del Mesías y Redentor.
Ella —como ya he dicho— avanzaba en la peregrinación de la fe y
en esta peregrinación suya hasta los pies de la Cruz se ha realizado, al
mismo tiempo, su cooperación materna en toda la misión del Salvador
mediante sus acciones y sufrimientos. A través de esta colaboración en la
obra del Hijo Redentor, la maternidad misma de María conocía una
transformación singular, colmándose cada vez más de « ardiente caridad »
hacia todos aquellos a quienes estaba dirigida la misión de Cristo. Por
medio de esta « ardiente caridad », orientada a realizar en unión con
Cristo la restauración de la « vida sobrenatural de las almas »,102 María
entraba de manera muy personal en la única mediación « entre Dios y los
hombres », que es la mediación del hombre Cristo Jesús. Si ella fue la
primera en experimentar en sí misma los efectos sobrenaturales de esta
única mediación —ya en la anunciación había sido saludada como «
llena de gracia »— entonces es necesario decir, que por esta plenitud
de gracia y de vida sobrenatural, estaba particularmente predispuesta a la
cooperación con Cristo, único mediador de la salvación humana. Y tal cooperación
es precisamente esta mediación subordinada a la mediación de Cristo.
En el caso de
María se trata de una mediación especial y excepcional, basada sobre su «
plenitud de gracia », que se traducirá en la plena disponibilidad de la «
esclava del Señor ». Jesucristo, como respuesta a esta disponibilidad
interior de su Madre, la preparaba cada vez más a ser para los hombres «
madre en el orden de la gracia ». Esto indican, al menos de manera
indirecta, algunos detalles anotados por los Sinópticos (cf. Lc 11, 28; 8,
20-21; Mc 3, 32-35; Mt 12, 47-50) y más aún por el Evangelio de Juan (cf.
2, 1-12; 19, 25-27), que ya he puesto de relieve. A este respecto, son
particularmente elocuentes las palabras, pronunciadas por Jesús en la Cruz,
relativas a María y a Juan.
40. Después de
los acontecimientos de la resurrección y de la ascensión, María, entrando
con los apóstoles en el cenáculo a la espera de Pentecostés, estaba
presente como Madre del Señor glorificado. Era no sólo la que « avanzó en
la peregrinación de la fe » y guardó fielmente su unión con el Hijo « hasta
la Cruz », sino también la « esclava del Señor », entregada por su Hijo
como madre a la Iglesia naciente: « He aquí a tu madre ». Así empezó a
formarse una relación especial entre esta Madre y la Iglesia. En efecto, la
Iglesia naciente era fruto de la Cruz y de la resurrección de su Hijo.
María, que desde el principio se había entregado sin reservas a la persona
y obra de su Hijo, no podía dejar de volcar sobre la Iglesia esta entrega
suya materna. Después de la ascensión del Hijo, su maternidad permanece en
la Iglesia como mediación materna; intercediendo por todos sus hijos, la
madre coopera en la acción salvífica del Hijo, Redentor del mundo. Al
respecto enseña el Concilio: « Esta maternidad de María en la economía de
la gracia perdura sin cesar ... hasta la consumación perpetua de todos los
elegidos ».103 Con la muerte redentora de su Hijo, la mediación materna de
la esclava del Señor alcanzó una dimensión universal, porque la obra de la
redención abarca a todos los hombres. Así se manifiesta de manera singular
la eficacia de la mediación única y universal de Cristo « entre Dios y los
hombres ». La cooperación de María participa, por su carácter subordinado,
de la universalidad de la mediación del Redentor, único mediador. Esto lo
indica claramente el Concilio con las palabras citadas antes.
« Pues
—leemos todavía— asunta a los cielos, no ha dejado esta misión
salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los
dones de la salvación eterna ».104 Con este carácter de « intercesión »,
que se manifestó por primera vez en Caná de Galilea, la mediación de María
continúa en la historia de la Iglesia y del mundo. Leemos que María « con
su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan
y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria
bienaventurada ».105 De este modo la maternidad de María perdura
incesantemente en la Iglesia como mediación intercesora, y la Iglesia
expresa su fe en esta verdad invocando a María « con los títulos de
Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora ».106
41. María, por su
mediación subordinada a la del Redentor, contribuye de manera especial a la
unión de la Iglesia peregrina en la tierra con la realidad escatológica y celestial
de la comunión de los santos, habiendo sido ya « asunta a los cielos ».107
La verdad de la Asunción, definida por Pío XII, ha sido reafirmada por el
Concilio Vaticano II, que expresa así la fe de la Iglesia: « Finalmente, la
Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original,
terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la
gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el
fin de que se asemeje de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cf.
Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte ».108 Con esta enseñanza
Pío XII enlazaba con la Tradición, que ha encontrado múltiples expresiones
en la historia de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente.
Con el misterio
de la Asunción a los cielos, se han realizado definitivamente en María
todos los efectos de la única mediación de Cristo Redentor del mundo y
Señor resucitado: « Todos vivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango:
Cristo como primicias; luego, los de Cristo en su Venida » (1 Co 15,
22-23). En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según
la cual María « está también íntimamente unida » a Cristo porque, aunque
como madre-virgen estaba singularmente unida a él en su primera venida, por
su cooperación constante con él lo estará también a la espera de la
segunda; « redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su
Hijo »,109 ella tiene también aquella función, propia de la madre, de
mediadora de clemencia en la venida definitiva, cuando todos los de Cristo
revivirán, y « el último enemigo en ser destruido será la Muerte » (1 Co
15, 26).110
A esta exaltación
de la « Hija excelsa de Sión »,111 mediante la asunción a los cielos, está
unido el misterio de su gloria eterna. En efecto, la Madre de Cristo es
glorificada como « Reina universal ».112 La que en la anunciación se
definió como « esclava del Señor » fue durante toda su vida terrena fiel a
lo que este nombre expresa, confirmando así que era una verdadera «
discípula » de Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter de
servicio de su propia misión: el Hijo del hombre « no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos » (Mt 20,
28). Por esto María ha sido la primera entre aquellos que, « sirviendo a
Cristo también en los demás, conducen en humildad y paciencia a sus
hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar »,113 Y ha conseguido
plenamente aquel « estado de libertad real », propio de los discípulos de
Cristo: ¡servir quiere decir reinar!
« Cristo, habiéndose
hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el
Padre (cf. Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A El están
sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo
creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Co
15, 27-28) ».114 María, esclava del Señor, forma parte de este Reino del
Hijo.115 La gloria de servir no cesa de ser su exaltación real; asunta a
los cielos, ella no termina aquel servicio suyo salvífico, en el que se manifiesta
la mediación materna, « hasta la consumación perpetua de todos los elegidos
».116 Así aquella, que aquí en la tierra « guardó fielmente su unión con el
Hijo hasta la Cruz », sigue estando unida a él, mientras ya « a El están
sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo
creado al Padre ». Así en su asunción a los cielos, María está como
envuelta por toda la realidad de la comunión de los santos, y su misma
unión con el Hijo en la gloria está dirigida toda ella hacia la plenitud
definitiva del Reino, cuando « Dios sea todo en todas las cosas ».
También en esta
fase la mediación materna de María sigue estando subordinada a aquel que es
el único Mediador, hasta la realización definitiva de la « plenitud de los
tiempos »,es decir, hasta que « todo tenga a Cristo por Cabeza » (Ef 1,
10).
2. María en la vida de la Iglesia y de cada cristiano
42. El Concilio
Vaticano II, siguiendo la Tradición, ha dado nueva luz sobre el papel de la
Madre de Cristo en la vida de la Iglesia. « La Bienaventurada Virgen, por
el don ... de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor,
y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la
Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, a saber: en el orden de la
fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo ».117 Ya hemos visto
anteriormente como María permanece, desde el comienzo, con los apóstoles a
la espera de Pentecostés y como, siendo « feliz la que ha creído », a
través de las generaciones está presente en medio de la Iglesia peregrina
mediante la fe y como modelo de la esperanza que no desengaña (cf. Rom 5,
5).
María creyó que
se cumpliría lo que le había dicho el Señor. Como Virgen, creyó que
concebiría y daría a luz un hijo: el « Santo », al cual corresponde el
nombre de « Hijo de Dios », el nombre de « Jesús » (Dios que salva). Como
esclava del Señor, permaneció perfectamente fiel a la persona y a la misión
de este Hijo. Como madre, « creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra
al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra
del Espíritu Santo ».118
Por estos motivos
María « con razón es honrada con especial culto por la Iglesia; ya desde
los tiempos más antiguos ... es honrada con el título de Madre de Dios, a
cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus
súplicas ».119 Este culto es del todo particular: contiene en sí y expresa
aquel profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo y la Iglesía.120
Como virgen y madre, María es para la Iglesia un « modelo perenne ». Se
puede decir, pues, que, sobre todo según este aspecto, es decir como modelo
o, más bien como « figura », María, presente en el misterio de Cristo, está
también constantemente presente en el misterio de la Iglesia. En efecto,
también la Iglesia « es llamada madre y virgen », y estos nombres tienen
una profunda justificación bíblica y teológica.121
43. La Iglesia «
se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad ».122
Igual que María creyó la primera, acogiendo la palabra de Dios que le fue
revelada en la anunciación, y permaneciendo fiel a ella en todas sus
pruebas hasta la Cruz, así la Iglesia llega a ser Madre cuando, acogiendo
con fidelidad la palabra de Dios, « por la predicación y el bautismo
engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el
Espíritu Santo y nacidos de Dios ».123 Esta característica « materna » de
la Iglesia ha sido expresada de modo particularmente vigoroso por el Apóstol
de las gentes, cuando escribía: « ¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo
dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros! » (Gál 4, 19). En
estas palabras de san Pablo está contenido un indicio interesante de la
conciencia materna de la Iglesia primitiva, unida al servicio apostólico
entre los hombres. Esta conciencia permitía y permite constantemente a la
Iglesia ver el misterio de su vida y de su misión a ejemplo de la misma
Madre del Hijo, que es el « primogénito entre muchos hermanos » (Rom 8,
29).
Se puede afirmar
que la Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la
dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza
sacramental, « contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y
cumpliendo fielmente la voluntad del Padre ».124 Si la Iglesia es signo e
instrumento de la unión íntima con Dios, lo es por su maternidad, porque,
vivificada por el Espíritu, « engendra » hijos e hijas de la familia humana
a una vida nueva en Cristo. Porque, al igual que María está al servicio del
misterio de la encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del
misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia.
Al mismo tiempo,
a ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel al propio esposo: «
también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al
Esposo ».125 La Iglesia es, pues, la esposa de Cristo, como resulta de las
cartas paulinas (cf. Ef 5, 21-33; 2 Co 11, 2) y de la expresión joánica «
la esposa del Cordero » (Ap 21, 9). Si la Iglesia como esposa custodia « la
fe prometida a Cristo », esta fidelidad, a pesar de que en la enseñanza del
Apóstol se haya convertido en imagen del matrimonio (cf. Ef 5, 23-33),
posee también el valor tipo de la total donación a Dios en el celibato «
por el Reino de los cielos », es decir de la virginidad consagrada a Dios
(cf. Mt 19, 11-12; 2 Cor 11, 2). Precisamente esta virginidad, siguiendo el
ejemplo de la Virgen de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad
espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu Santo.
Pero la Iglesia
custodia también la fe recibida de Cristo; a ejemplo de María, que guardaba
y meditaba en su corazón (cf. Lc 2, 19. 51) todo lo relacionado con su Hijo
divino, está dedicada a custodiar la Palabra de Dios, a indagar sus riquezas
con discernimiento y prudencia con el fin de dar en cada época un
testimonio fiel a todos los hombres.126
44. Ante esta
ejemplaridad, la Iglesia se encuentra con María e intenta asemejarse a
ella: « Imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo
conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera
caridad ».127 Por consiguiente, María está presente en el misterio de la
Iglesia como modelo. Pero el misterio de la Iglesia consiste también en el
hecho de engendrar a los hombres a una vida nueva e inmortal: es su
maternidad en el Espíritu Santo. Y aquí María no sólo es modelo y figura de
la Iglesia, sino mucho más. Pues, « con materno amor coopera a la
generación y educación » de los hijos e hijas de la madre Iglesia. La
maternidad de la Iglesia se lleva a cabo no sólo según el modelo y la
figura de la Madre de Dios, sino también con su « cooperación ». La Iglesia
recibe copiosamente de esta cooperación, es decir de la mediación materna,
que es característica de María, ya que en la tierra ella cooperó a la
generación y educación de los hijos e hijas de la Iglesia, como Madre de
aquel Hijo « a quien Dios constituyó como hermanos ».128
En ello cooperó
—como enseña el Concilio Vaticano II— con materno amor.129 Se
descubre aquí el valor real de las palabras dichas por Jesús a su madre
cuando estaba en la Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo » y al discípulo: «
Ahí tienes a tu madre » (Jn 19, 26-27). Son palabras que determinan el
lugar de María en la vida de los discípulos de Cristo y expresan
—como he dicho ya— su nueva maternidad como Madre del Redentor:
la maternidad espiritual, nacida de lo profundo del misterio pascual del
Redentor del mundo. Es una maternidad en el orden de la gracia, porque
implora el don del Espíritu Santo que suscita los nuevos hijos de Dios,
redimidos mediante el sacrificio de Cristo: aquel Espíritu que, junto con
la Iglesia, María ha recibido también el día de Pentecostés.
Esta maternidad
suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano
en el sagrado Banquete —celebración litúrgica del misterio de la
Redención—, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María
Virgen, se hace presente.
Con razón la
piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción
a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en
la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias
religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos incluso
los juveniles, en la pastoral de los Santuarios marianos María guía a los
fieles a la Eucaristía.
45. Es esencial a
la maternidad la referencia a la persona. La maternidad determina siempre
una relación única e irrepetible entre dos personas: la de la madre con el
hijo y la del hijo con la Madre. Aun cuando una misma mujer sea madre de
muchos hijos, su relación personal con cada uno de ellos caracteriza la
maternidad en su misma esencia. En efecto, cada hijo es engendrado de un
modo único e irrepetible, y esto vale tanto para la madre como para el
hijo. Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor materno, sobre el
que se basa su formación y maduración en la humanidad.
Se puede afirmar
que la maternidad « en el orden de la gracia » mantiene la analogía con
cuanto a en el orden de la naturaleza » caracteriza la unión de la madre
con el hijo. En esta luz se hace más comprensible el hecho de que, en el
testamento de Cristo en el Gólgota, la nueva maternidad de su madre haya
sido expresada en singular, refiriéndose a un hombre: « Ahí tienes a tu
hijo ».
Se puede decir
además que en estas mismas palabras está indicado plenamente el motivo de
la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de
Juan, que en aquel instante se encontraba a los pies de la Cruz en compañía
de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo, de todo
cristiano. El Redentor confía su madre al discípulo y, al mismo tiempo, se
la da como madre. La maternidad de María, que se convierte en herencia del
hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada
hombre. El Redentor confía María a Juan, en la medida en que confía Juan a
María. A los pies de la Cruz comienza aquella especial entrega del hombre a
la Madre de Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y
expresado posteriormente de modos diversos. Cuando el mismo apóstol y
evangelista, después de haber recogido las palabras dichas por Jesús en la
Cruz a su Madre y a él mismo, añade: « Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa » (Jn 19,27). Esta afirmación quiere decir con certeza
que al discípulo se atribuye el papel de hijo y que él cuidó de la Madre
del Maestro amado. Y ya que María fue dada como madre personalmente a él,
la afirmación indica, aunque sea indirectamente, lo que expresa la relación
íntima de un hijo con la madre. Y todo esto se encierra en la palabra «
entrega ». La entrega es la respuesta al amor de una persona y, en
concreto, al amor de la madre.
La dimensión
mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de modo especial
precisamente mediante esta entrega filial respecto a la Madre de Dios,
iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota. Entregándose
filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, « acoge entre sus
cosas propias » 130 a
la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior,
es decir, en su « yo » humano y cristiano: « La acogió en su casa » Así el
cristiano, trata de entrar en el radio de acción de aquella « caridad
materna », con la que la Madre del Redentor « cuida de los hermanos de su
Hijo »,131 « a cuya generación y educación coopera » 132 según la medida
del don, propia de cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así se
manifiesta también aquella maternidad según el espíritu, que ha llegado a
ser la función de María a los pies de la Cruz y en el cenáculo.
46. Esta relación
filial, esta entrega de un hijo a la Madre no sólo tiene su comienzo en
Cristo, sino que se puede decir que definitivamente se orienta hacia él. Se
puede afirmar que María sigue repitiendo a todos las mismas palabras que
dijo en Caná de Galilea: « Haced lo que él os diga ». En efecto es él,
Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres; es él « el Camino, la
Verdad y la Vida » (Jn 4, 6); es él a quien el Padre ha dado al mundo, para
que el hombre « no perezca, sino que tenga vida eterna » (Jn 3, 16). La
Virgen de Nazaret se ha convertido en la primera « testigo » de este amor
salvífico del Padre y desea permanecer también su humilde esclava siempre y
por todas partes. Para todo cristiano y todo hombre, María es la primera
que « ha creído », y precisamente con esta fe suya de esposa y de madre
quiere actuar sobre todos los que se entregan a ella como hijos. Y es
sabido que cuanto más estos hijos perseveran en esta actitud y avanzan en
la misma, tanto más María les acerca a la « inescrutable riqueza de Cristo
» (Ef 3, 8). E igualmente ellos reconocen cada vez mejor la dignidad del
hombre en toda su plenitud, y el sentido definitivo de su vocación, porque
« Cristo ... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».133
Esta dimensión
mariana en la vida cristiana adquiere un acento peculiar respecto a la
mujer y a su condición. En efecto, la feminidad tiene una relación singular
con la Madre del Redentor, tema que podrá profundizarse en otro lugar. Aquí
sólo deseo poner de relieve que la figura de María de Nazaret proyecta luz
sobre la mujer en cuanto tal por el mismo hecho de que Dios, en el sublime
acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio
libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer,
al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su
feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María,
la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es
espejo de los más altos sentimientos, de que es capaz el corazón humano: la
oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes
dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la
capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de
estímulo.
47. Durante el
Concilio Pablo VI proclamó solemnemente que María es Madre de la Iglesia,
es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los
pastores ».134 Más tarde, el año 1968 en la Profesión de fe, conocida bajo
el nombre de « Credo del pueblo de Dios », ratificó esta afirmación de
forma aún más comprometida con las palabras « Creemos que la Santísima
Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia continúa en el cielo su
misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y
al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos ».135
El magisterio del
Concilio ha subrayado que la verdad sobre la Santísima Virgen, Madre de
Cristo, constituye un medio eficaz para la profundización de la verdad
sobre la Iglesia. El mismo Pablo VI, tomando la palabra en relación con la
Constitución Lumen gentium, recién aprobada por el Concilio, dijo: « El
conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la
clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia
».136 María está presente en la Iglesia como Madre de Cristo y, a la vez,
como aquella Madre que Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al
hombre en la persona del apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con
su nueva maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia,
acoge también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia. En este sentido
María, Madre de la Iglesia, es también su modelo. En efecto, la Iglesia
—como desea y pide Pablo VI— « encuentra en ella (María) la más
auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo ».137
Merced a este
vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la Iglesia, se aclara
mejor el misterio de aquella « mujer » que, desde los primeros capítulos
del Libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del
designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues María, presente en
la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella «
dura batalla contra el poder de las tinieblas » 138 que se desarrolla a lo
largo de toda la historia humana. Y por esta identificación suya eclesial
con la « mujer vestida de sol » (Ap 12, 1),139 se puede afirmar que « la
Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se
presenta sin mancha ni arruga »; por esto, los cristianos, alzando con fe
los ojos hacia María a lo largo de su peregrinación terrena, « aún se
esfuerzan en crecer en la santidad ».140 María, la excelsa hija de Sión,
ayuda a todos los hijos —donde y como quiera que vivan— a
encontrar en Cristo el camino hacia la casa del Padre.
Por consiguiente,
la Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la Madre de Dios un
vínculo que comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el presente y
el futuro, y la venera como madre espiritual de la humanidad y abogada de
gracia.
3. EL sentido del Año Mariano
48. Precisamente
el vínculo especial de la humanidad con esta Madre me ha movido a proclamar
en la Iglesia, en el período que precede a la conclusión del segundo
Milenio del nacimiento de Cristo, un Año Mariano. Una iniciativa similar
tuvo lugar ya en el pasado, cuando Pío XII proclamó el 1954 como Año
Mariano, con el fin de resaltar la santidad excepcional de la Madre de
Cristo, expresada en los misterios de su Inmaculada Concepción (definida
exactamente un siglo antes) y de su Asunción a los cielos.141
Ahora, siguiendo
la línea del Concilio Vaticano II, deseo poner de relieve la especial
presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia.
Esta es, en efecto, una dimensión fundamental que brota de la mariología
del Concilio, de cuya clausura nos separan ya más de veinte años. El Sínodo
extraordinario de los Obispos, que se ha realizado el año 1985, ha exhortado a
todos a seguir fielmente el magisterio y las indicaciones del Concilio. Se
puede decir que en ellos —Concilio y Sínodo— está contenido lo
que el mismo Espíritu Santo desea « decir a la Iglesia » en la presente
fase de la historia.
En este contexto,
el Año Mariano deberá promover también una nueva y profunda lectura de
cuanto el Concilio ha dicho sobre la Bienaventurada Virgen María, Madre de
Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia, a la que se refieren las
consideraciones de esta Encíclica. Se trata aquí no sólo de la doctrina de
fe, sino también de la vida de fe y, por tanto, de la auténtica «
espiritualidad mariana », considerada a la luz de la Tradición y, de modo
especial, de la espiritualidad a la que nos exhorta el Concilio.142 Además,
la espiritualidad mariana, a la par de la devoción correspondiente,
encuentra una fuente riquísima en la experiencia histórica de las personas
y de las diversas comunidades cristianas, que viven entre los distintos
pueblos y naciones de la tierra. A este propósito, me es grato recordar,
entre tantos testigos y maestros de la espiritualidad mariana, la figura de
san Luis María Grignion de Montfort, el cual proponía a los cristianos la
consagración a Cristo por manos de María, como medio eficaz para vivir
fielmente el compromiso del bautismo.143 Observo complacido cómo en
nuestros días no faltan tampoco nuevas manifestaciones de esta
espiritualidad y devoción.
49. Este Año
comenzará en la solemnidad de Pentecostés, el 7 de junio próximo. Se trata,
pues, de recordar no sólo que María « ha precedido » la entrada de Cristo
Señor en la historia de la humanidad, sino de subrayar además, a la luz de
María, que desde el cumplimiento del misterio de la Encarnación la historia
de la humanidad ha entrado en la « plenitud de los tiempos » y que la
Iglesia es el signo de esta plenitud. Como Pueblo de Dios, la Iglesia
realiza su peregrinación hacia la eternidad mediante la fe, en medio de
todos los pueblos y naciones, desde el día de Pentecostés. La Madre de
Cristo, que estuvo presente en el comienzo del « tiempo de la Iglesia »,
cuando a la espera del Espíritu Santo rezaba asiduamente con los apóstoles
y los discípulos de su Hijo, « precede » constantemente a la Iglesia en
este camino suyo a través de la historia de la humanidad. María es también
la que, precisamente como esclava del Señor, coopera sin cesar en la obra
de la salvación llevada a cabo por Cristo, su Hijo.
Así, mediante
este Año Mariano, la Iglesia es llamada no sólo a recordar todo lo que en
su pasado testimonia la especial y materna cooperación de la Madre de Dios
en la obra de la salvación en Cristo Señor, sino además a preparar, por su
parte, cara al futuro las vías de esta cooperación, ya que el final del
segundo Milenio cristiano abre como una nueva perspectiva.
50. Como ya ha
sido recordado, también entre los hermanos separados muchos honran y
celebran a la Madre del Señor, de modo especial los Orientales. Es una luz mariana
proyectada sobre el ecumenismo. De modo particular, deseo recordar todavía
que, durante el Año Mariano, se celebrará el Milenio del bautismo de San
Vladimiro, Gran Príncipe de Kiev (a. 988), que dio comienzo al cristianismo
en los territorios de la Rus' de entonces y, a continuación, en otros
territorios de Europa Oriental; y que por este camino, mediante la obra de
evangelización, el cristianismo se extendió también más allá de Europa,
hasta los territorios septentrionales del continente asiático. Por lo
tanto, queremos, especialmente a lo largo de este Año, unirnos en plegaria
con cuantos celebran el Milenio de este bautismo, ortodoxos y católicos,
renovando y confirmando con el Concilio aquellos sentimientos de gozo y de
consolación porque « los orientales ... corren parejos con nosotros por su
impulso fervoroso y ánimo en el culto de la Virgen Madre de Dios ».144
Aunque experimentamos todavía los dolorosos efectos de la separación,
acaecida algunas décadas más tarde (a. 1054), podemos decir que ante la
Madre de Cristo nos sentimos verdaderos hermanos y hermanas en el ámbito de
aquel pueblo mesiánico, llamado a ser una única familia de Dios en la
tierra, como anunciaba ya al comienzo del Año Nuevo: « Deseamos confirmar
esta herencia universal de todos los hijos y las hijas de la tierra ».145
Al anunciar el
año de María, precisaba además que su clausura se realizará el año próximo
en la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen a los cielos, para
resaltar así « la señal grandiosa en el cielo », de la que habla el
Apocalipsis. De este modo queremos cumplir también la exhortación del
Concilio, que mira a María como a un « signo de esperanza segura y de
consuelo para el pueblo de Dios peregrinante ». Esta exhortación la expresa
el Concilio con las siguientes palabras: « Ofrezcan los fieles súplicas
insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que
estuvo presente en las primeras oraciones de la Iglesia, ahora también,
ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la
comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo, para que las familias
de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre cristiano como
los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y
concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e
individua Trinidad ».146
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